Aquellos doctores
A los grandes hombres nada les asusta más que una frontera con aduana
Humanistas, como eran y son los grandes médicos. Como hoy lo son los doctores Javier Hornedo y Daniel Casanova. Aquellos de mi infancia fueron dos. El doctor don José María Muñoz-Seca, pediatra y hermano menor de mi abuelo asesinado en Paracuellos, don Pedro Muñoz-Seca. Y el doctor don Plácido González Duarte, un cirujano excepcional, con una biblioteca esplendorosa y un paisaje de Turner. Al final, ciego, no podía disfrutar de la acuarela de Turner, pero la mantenía colgada en la pared más cercana a su sillón. El Doctor Muñoz-Seca, el tío Pepe, era un conversador genial y certero, y bastante proclive a echar una mano a sus sobrinos en asuntos serios.
- Tio Pepe, mañana tengo un examen y no he estudiado nada.
Entonces tío Pepe se dirigía a mi madre:
- Asunción, a Alfonsito le intuyo algo raro, que no vaya al colegio y manténlo un par de días en observación.
Y mi madre me observaba un par de días. Y el doctor Duarte, que era el Di Stéfano de la cirugía general, nos extirpó a los diez hermanos el apéndice, a los mayores en la clínica Ruber de Juan Bravo y a los menores en la Codesa de General Mola, que así se denominaba la calle del Príncipe de Vergara. Y operó a mi padre de una obstrucción de colédoco y a mi madre de varias cosas, porque mi madre era muy aficionada a los quirófanos.

A los grandes hombres nada les asusta más que una frontera con aduana. Don Plácido estaba casado con una mujer inteligentísima y culta, Montse. Y a Montse, como a todas las mujeres inteligentísimas, cultas, tontas e ignorantes, como a toda mujer, las aduanas le importaban un bledo. Pasaban una semana en el Hotel Londres de San Sebastián, y doña Montse planteó a su marido «hacer unas compritas en Francia».
- Te acompaño con una condición. Que no compres nada que tengamos que declarar en la aduana; - prometido, Plácido.
Doña Montse, con los años, había hermoseado bastante y gustaba de pintarse mucho la cara, los labios, los ojos y los carrillos, y acostumbraba a adornarse de muy valiosas joyas. Llegaron a Biarritz, y decidieron moverse cada uno por su cuenta y citarse a las 6 de la tarde en Dodin, un maravilloso establecimiento en el que se ofrecían las mejores pastas y bollos y un chocolate insuperable. Don Plácido, todavía sin problemas de visión, se recreó paseando junto a la playa y el Hotel du Palais, antiguo palacio de la Emperatriz de Francia, la española Eugenia de Montijo. Ella, mientras tanto, adquirió en una joyería, faltando a su promesa, un enorme elefante de plata con incrustaciones de piedras semipreciosas. En Dodin, Duarte reparó en el paquete.
- ¿ Y eso?; - nada importante, Placido, un pequeño elefante.
Plácido lo desenvolvió y montó en cólera.
- Cuando lleguemos a la aduana española, lo voy a declarar.
Tensión.
Duarte ocupó el asiento delantero junto a Alonso, el chófer. Y doña Montse se sentó en el trasero, acariciando su elefante de plata con piedras preciosas. Llegados a la frontera de Irún, un amable carabinero se acercó hasta el coche y preguntó.
- Buenas tardes, ¿Tienen ustedes algo que declarar?
El Doctor Duarte hizo un gesto señalando el asiento trasero.
- Sí, el elefante de mi mujer.
Y el carabinero no se fijó en el de plata, sino en doña Montse.
- Pasen, pasen que eso no cuenta.
Al final, ella tuvo la razón.