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Los años nuevos

Los años nuevos, la serie de Movistar+ protagonizada por Iria del Río y Francisco CarrilManolo Pavón

Series

'Los años nuevos' y la elipsis del (des)amor

Iria del Río, con sus ojos de fuego, y Francesco Carril, con su mirada profunda, transportan a una dimensión superior a la excelente miniserie de Movistar+ creada por Rodrigo Sorogoyen, Sara Cano y Paula Fabra

Frío. Hace tanto frío que Ana y Óscar no pueden más que arder. Quizá el frío sea la soledad. O una juventud —ya no tan tierna, para qué engañarnos— que busca obsesivamente en la noche una deflagración. Los días pasan y los años también mientras ellos hablan para no oírse y beben para no verse. En Madrid, en Berlín, en Lyon. Pero, ¿y si Ana y Óscar solo buscaran una noche de asilo para evitar sentir el alma en vilo? Por estas tonalidades poéticas —íntimas, cotidianas, lancinantes— transita Los años nuevos, la excelente miniserie de Movistar Plus que acaba de emitir sus diez episodios aspirando a convertirse en himno generacional.

Y lo logra.

Al menos para esa amplia porción de treintañeros que no acaban de despedirse de los placeres de la mocedad para aceptar las renuncias de la madurez: ¿Qué quiero ser de mayor… ahora que ya soy mayor? Es ese picor existencial, una ansiedad sorda que encierra a los personajes. Romper el hechizo será un rito de paso: para unos ocurrirá a los veinte, para otros a los treinta, para los de más allá –amantes secretos de Campanilla– nunca. Nunca jamás. Así lo anuncia ese misterioso duende de guardarropa en el alucinado quinto episodio: «Todos intentamos escapar de la realidad». Y en esa evasión llegará el refugio de la droga o el de la huida lejos, para dejar de escuchar ese murmullo interno que te ensordece machacándote entre el ser y el querer, entre la realidad y el deseo. No debe de ser casualidad que lo cantara hace décadas precisamente Benjamín Prado en Todos nosotros: «La vida es extraña: cuanta más vacía, más pesa».

Eso mismo había escrito antes Noel Clarasó, quizá porque está todo ya inventado. No en vano, a Los años nuevos la comparaban con Normal People, una historia de idas y venidas, de despertares y ocasos, en la Irlanda reciente. Sí, ambas capturan el zeitgeist de esta época, como dicen los políglotas, y las dos series andan atravesadas por la dilatación del tiempo y una corteza agridulce, de satisfacción amorosa inalcanzable. Unas veces, ya sea Dublín, Madrid o Tombuctú, acecha traicionero el yo como muro frente al compromiso; en otras, es la inercia de la vida que se estampa contra el corazón como un motor mortal. Normal People constituye un referente válido, por supuesto, pero resuenan muchos otros, dependiendo de la memoria emocional y cultural de cada cual.

Ahí resplandece la universalidad de Los años nuevos. Ese mensaje sin contestar del sexto episodio te retrotrae a aquella chica, dura como una guerrillera del Vietcong, que te regaló su silencio perpetuo mientras tú ardías en la hoguera. Ese espionaje de las redes sociales que, de sopetón, te infecta de recuerdos se hace demasiado cercano a cuando tu curiosidad te llevo al timeline fatal de aquel exnovio. La culpa furtiva de Ana y Óscar —buena gente, familia feliz, rescoldos imposibles de apagar— es tan global que hasta cruza las estepas siberianas de Dr. Zhivago hace un siglo. El encuentro casual que despierta el volcán dormido evoca aquel plano-secuencia de Robin Wright y Jason Isaacs en Nueve vidas. Ouch. Esa última habitación de hotel trabaja la antítesis espacial y meteorológica de Antes del anochecer, aunque mantiene esa audacia de dejar respirar la vida en el fotograma.

A esas posibles coordenadas dramáticas, Los años nuevos añade un marco narrativo rígido, autoimpuesto, que, sin embargo, le permite volar altísimo; el límite como espoleta creativa. Cada capítulo de la historia narra una Nochevieja, de modo que el espectador, ayudado por la inteligencia y la sensibilidad de los guionistas, ha de afanarse en rellenar los huecos. Así, la audiencia adivina el dolor de meses de ruptura en una mirada que simula sonreír, imagina viajes pasionales durante meses en esa pareja que se calienta a la fuerza porque se les ha roto la caldera o intuye que el olvido no ha sido una opción válida cuando, ante la derrota, uno de los protagonistas sueña una conversación de alivio y consuelo junto al río.

Los años nuevos emplea la repetición de las fiestas de fin de año como un símbolo de los ciclos emocionales: los comienzos y finales que, a menudo, se entrelazan en nuestras vidas. No es novedad juguetear así con el relato ni convertir la exigencia narrativa del formato en una fuerza extra. Hace tres años, El tiempo que te doy diseccionaba una ruptura amorosa donde cada episodio de 11 minutos invertía progresivamente el tiempo dedicado al presente y al pasado. Boyhood trasladaba el «una vez por año» a la fase de producción. Seguro que existen más. Sin embargo, el referente narrativo que mejor puede adecuarse a Los años nuevos es el de la antología. Parte del placer antes de cada episodio de la serie creada por Sorogoyen, Cano y Fabra consiste, por un lado, en anticipar el lugar de celebración de la Nochevieja: una fiesta prohibida en pandemia, una escapada tecno, una cena con las familias políticas, una noche de duelo con la peña intentando aceptar la ausencia de un familiar fallecido. Variaciones sobre un mismo tema. Pero, más aún, la máquina de interpretación que cada espectador lleva incorporada debe, en los primeros minutos de cada capítulo, hacerse cargo cuanto antes del tiempo transcurrido, cimentar las elipsis e ir reacomodando los detalles sutiles para medir —en milímetros unas veces, en kilómetros otras— la distancia física y emocional que une y separa a Óscar y Ana. Añadidos sobre una misma historia.

Y ahí, en esa cercanía, es donde da exactamente igual que Los años nuevos nos recuerde a tal o cual obra, o donde podamos aplaudir su audacia estructural. Eso es simplemente el andamio. Porque la verdadera grandeza de la serie radica en los detalles, en la inteligencia para colorear secundarios (la madre de Ana) y ocasionales (el cani valenciano), en la deliberada morosidad de ciertas escenas que enfatizan el «cómo», en el eficaz impacto emocional de una banda sonora que discurre por la potencia rasgada de Gabo Ferro, el indie-rock de Nacho Vegas o la suavidad poética de Vetusta Morla.

Porque el hilo que cose Los años nuevos es el de la autenticidad. Hay mucho mérito en la escritura, tan pegada a la calle, por supuesto, pero son Iria del Río con sus ojos de fuego y Francesco Carril con su mirada profunda quienes transportan la serie a una dimensión superior. Su naturalidad es pasmosa, cotidiana, creíble. Enternece contemplar la espontaneidad que desprenden movimientos de manos y cruces de miradas. Sorprende la facilidad para el vacile amoroso o la simbiosis en dejes y frases («hay que llevar bigote en Berlín»). Emociona cómo, ayudados por la puesta en escena de Sorogoyen, los protagonistas hierven a fuego lento un cambio de registro; cualquier conversación de cocina puede partir de la pregunta por un tenedor y acabar desembocando en una pelea sobre el deseo de tener hijos. Incluso se respira una portentosa complicidad física —o cierta zozobra en el primer roce— en las múltiples escenas de sexo. Cuesta mucho imaginar que Carril y del Río no sean novios en la vida real y, más aún, que no se enamoraran leyendo un guion.

Con tanto talento artístico, Los años nuevos propone una historia que atrapa al espectador tanto por su ambición dramática como por su ejecución. En su afán por colocar un espejo al borde del camino, el relato exhibe amor y celos, sexo casual y anhelo transcendente, ilusiones y decepciones, deseos e infidelidades, culpas y segundas oportunidades. Es una visión del amor agridulce, que se mueve entre el descreimiento y la esperanza mientras se pregunta por el verdadero precio del «y comieron perdices».

Los años nuevos no solo refleja cómo intentamos resistir al amor, sino cómo cargamos con la melancolía de sus cicatrices, esas que nunca terminan de cerrar. Al mostrar cariño hacia esos personajes a los que se afana en entender pese a todas sus contradicciones, Los años nuevos diagnostica con brillantez arrebatadora la dolencia amorosa de las últimas décadas, esas que van rompiendo la cuarta pared en cada episodio. Pero también, al poner ante el espejo del hotel a esa última pareja, marca la que parece la única solución posible al desamor: la de salir radicalmente del yo y reivindicar el compromiso, partiendo de la eterna premisa de que no hay mayor libertad que la que se entrega.

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