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'The Americans', la mejor serie de espías sobre la Guerra Fría
The Americans es uno de los más excelentes epígonos de la edad dorada de las series
El matrimonio auténtico es, por naturaleza, una tragedia romántica: melancólico porque solo la muerte puede romperlo, pero también intenso y vital porque, entre los altibajos de la rutina diaria, levanta el refugio más sólido y trascendente: un hogar. Comenzar así una reseña sobre una serie de espías puede parecer jugar al despiste. Pero no. Aguanten un párrafo y conozcan a los Jennings.
The Americans es uno de los más excelentes epígonos de la edad dorada de las series. Son seis temporadas, mucho antifaz moral, actuaciones de primera y un guion que trabaja la sutileza sin olvidar el deleite del espectador. La premisa de la serie le aplica un giro histórico-político al tema de la doble vida: una pareja de agentes soviéticos se infiltra en los suburbios de Washington D.C. haciéndose pasar por un matrimonio modelo en plena Guerra Fría, justo cuando Reagan sube al poder y la paranoia anticomunista alcanza su necesario punto álgido. Para añadirle pimienta al asunto, un obsesivo agente del FBI se les muda a la puerta de al lado, en el barrio residencial donde habitan, por lo que a los Jennings les entra la paranoia de si se trata de una casualidad o un síntoma de que el gobierno estadounidense los tiene fichados.
Volvamos al matrimonio del primer párrafo subiendo a Chesterton a cubierta: 'La familia es la prueba de la libertad, porque la familia es lo único que el hombre construye por sí mismo y para sí mismo. Otras instituciones, tanto despóticas como democráticas, están hechas en gran parte por extraños'. Ummm. ¿Es así en la serie? Pues sí, ese es el camino. The Americans no es solo tensión y operaciones encubiertas, puesto que su corazón late en otro lugar: en la exploración de un matrimonio que empieza como fachada y termina siendo trinchera emocional. Porque, y aquí está el golpe maestro de la serie, los Jennings no son solo espías simulando una encantadora familia de clase media; son padres de verdad, aunque sus churumbeles nacieran al calor de una coartada. Dos niños criados bajo el sueño americano mientras sus mayores juran lealtad al politburó. En la segunda temporada, por ejemplo, la hija mayor del matrimonio descubre su vocación religiosa, para asombro del opiáceo ateísmo de sus padres; es lo que tiene crecer en un entorno de libertad, aunque sea lejos de la madre —madrastra— Rusia. No obstante, Claudia —la pérfida e implacable mantis de la KGB en Washington— se empeña en reclamar su conciencia: 'Paige es vuestra hija, pero no es solo vuestra. Pertenece a la Causa. Y al mundo. Como todos nosotros'.
El dilema, pues, está servido: ¿Qué pesa más, la misión o el instinto, la naturaleza o la propaganda, el ideal o la libertad? Porque por muy bolchevique que seas, no es lo mismo sacrificarte por una causa política que temer por el destino de quien llevas en la sangre. Esa grieta humana es la que The Americans horada con una intensidad que te deja clavado al sofá durante más de setenta vibrantes episodios. Cuando los compromisos ideológicos chocan con la familia, el resultado es un campo de batalla donde la traición y la lealtad rebotan como balas sin nombre, provocando fuego amigo y bajas por doquier. De estas contradicciones nace la grandeza de The Americans, un relato sin moralismos, con una melancolía soterrada que te obliga a empatizar con esos 'villanos' que hoy sabemos que perdieron la Guerra Fría por goleada. Por eso, lo irresistible de la serie no reside en los giros argumentales ni en el espionaje trepidante, que los hay a raudales, sino en las miradas, en los silencios y en cómo los protagonistas se enfrentan a las grietas que sus disfraces dejan al descubierto.
En ese maremágnum perverso donde todos los personajes transitan el borde de un precipicio existencial, donde la mentira y la máscara son sus formas de vida, el hogar es el último reducto sagrado que les queda a los Jennings. Lo único que han construido ellos realmente. Una familia de encargo soviético que la insalvable naturaleza humana —esa que el comunismo y sus segregaciones siempre han negado— ha convertido en su mayor compromiso. En su verdad. Porque el hogar es ese refugio al que regresar cuando las resacas revolucionarias se han curado, los compromisos venenosos han caducado y las utopías sanguinarias han sido barridas por el viento de la historia.
Así, en este vertiginoso viaje el afecto se mezcla con la ideología, lo político es personal y la intimidad adquiere tintes históricos. Porque la complejidad moral es el primer apellido de The Americans, una historia que se afana en exhibir cómo la mentira puede ser un modo de vida, sí, pero también en constatar que la verdad siempre acaba filtrándose por las rendijas del hogar, esto es, del amor.