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La escritora estadounidense Gloria SteinemEFE

El sectarismo de izquierdas y el «compromiso» progresista vician los premios artísticos

Para ser considerado candidato a un premio, se suelen requerir credenciales ideológicas que van más allá del talento y del valor de una obra

Hace tiempo que el «compromiso» progresista (el compromiso woke) se extiende poco a poco en todos los estados de la sociedad. Hace unos días los duques de Sussex (los wokes de Sussex) anunciaban que iban a asociarse (ganarse los cuartos en el prehistórico román paladino) con Ethic, una empresa que ofrece «soluciones de inversión personalizadas» destinadas a alinear «los valores éticos con las metas financieras».

Los duques (wokes) declaraban con inusitada felicidad wokista: «Creemos que es hora de que más gente pueda sentarse en la mesa donde se toman decisiones que tendrán un impacto en todo el mundo. Queremos repensar la naturaleza de las inversiones para ayudar a resolver los problemas globales que todos afrontamos. Nuestra asociación de impacto con Ethic es una de nuestras maneras de poner en práctica nuestros valores».

Una forma de nadería espolvoreada en el aire como los valores a los que se refieren. Es posible que los wokes de Sussex no mencionen sus valores porque son innombrables en su individualidad, no así en el conjunto que podría denominarse como empezaba este artículo: el compromiso progresista.

Pocas empresas e instituciones siguen sin tener su particular huésped woke. Esa parte del compromiso progresista que todo ente (y persona o dúo dinámico como los duques) del siglo XXI ha de identificar y enarbolar sin timidez alguna. Los premios artísticos suponen un ámbito especialmente vestido de esa facha. Es realmente un vestido, un uniforme o una simple identificación homologable.

Es difícil ver galardonada una obra o un autor que sean premiados simplemente por la calidad o la importancia de la obra en cuestión. Se requiere el detalle woke, el salvoconducto, el pase VIP que permita traspasar el cordón de la discoteca de moda. Si no, «no hay tu tía», una expresión que de ninguna manera podría ni siquiera ponerse a la cola de dicha discoteca.

Los premios Nobel, como galardones mundiales representativos, han dado buena muestra en los últimos años de la especificidad necesaria para optar a su concesión. Es absolutamente antiwoke, políticamente incorrecto, decir que al ganador del Nobel de Literatura le conocían poco más allá de su entorno de Canterbury, pero miembros de la Academia Sueca admitieron haberle concedido el premio por su «conmovedora descripción de los efectos del colonialismo y la difícil situación de los refugiados en el abismo entre culturas y continentes».

Esos «refugiados», el «colonialismo» y el «abismo entre culturas y continentes» son las credenciales inexcusables para hacerse un hueco de preeminencia en casi cualquier ámbito (sobre todos los más nuevos) del mundo.

La misma Ethic, la empresa socia de los wokes de Sussex, abunda en el concepto, en los nuevos tiempos, explicando del mismo modo etéreo su relación negocial con la pareja nobilísimamente correcta: «Están profundamente comprometidos con ayudar a abordar algunos de los problemas más acuciantes de nuestro tiempo, como el cambio climático, la equidad de género, la salud, la justicia racial, los derechos humanos y el fortalecimiento de la democracia, y comprenden que están inherentemente conectados entre sí. Hasta tal punto que, de hecho, se convirtieron en inversores de Ethic a comienzos de este año y también poseen inversiones gestionadas por Ethic».

«Problemas acuciantes»

Esos «problemas acuciantes» son las licencias expedidas. «Refugiados», «colonialismo» y «abismo entre culturas y continentes», además de la indudable calidad de sus palabras escritas, han sido el pasaporte al Nobel para Abdulrazak Gurnah.

El mismo caso del Premio Planeta 2021, Carmen Mola y sus tres autores, es una demostración palmaria de lo que supone la ruptura de las «reglas de admisión». La mención especial de los premios Pulitzer fue para la adolescente Darnella Frazier por «grabar con valentía el asesinato de George Floyd, un vídeo que espoleó las protestas contra la brutalidad policial en todo el mundo, destacando el papel crucial de los ciudadanos en la búsqueda de la verdad y la justicia» según un comunicado de la institución.

Ese mismo premio al reportaje de noticias de última hora se concedió al equipo del Star Tribune de Minneapolis «por su cobertura de la muerte de George Floyd y las subsiguientes protestas». El premio de Crítica fue para Wesley Morris de The New York Times, «por su crítica implacable y profundamente comprometida con la intersección entre raza y cultura en Estados Unidos»; como el de redacción de artículos fue para Mitchell S. Jackson «por un reportaje minucioso y una experiencia personal para arrojar luz sobre el racismo sistémico en Estados Unidos».

«La feminista más influyente del mundo», como algunos definen a la periodista Gloria Steinem, es la ganadora del premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, quien, entre otras cosas seguramente más dignas de mención, asegura que «el principal desafío» para las mujeres sigue siendo «dinamitar el patriarcado».

Un «patriarcado» bien dicho y contundente, junto a un currículum notable, bien vale un Princesa de Asturias. El último ganador del Premio Nacional de Narrativa, Xesús Fraga, por su novela Virtudes (e misterios), lo ha sido, según el jurado, «por mostrar con una prosa muy cuidada, en el fondo y en la forma, la historia de dos generaciones de mujeres valientes de una familia en tiempos hostiles, y adentrarnos en un relato sobre la emigración gallega en Inglaterra y América».

Alfombras rojas

Ya es más fácil encontrar el requisito woke en un premio artístico que encontrar a Wally en uno de sus famosos cuentos. No es difícil encontrar a Wally en el Premio Nacional de Narrativa, independientemente, no faltaba más, de la calidad de las obras de los premiados que aquí no se ponen en duda.

Es posible imaginar que Xesús Fraga no hubiera ganado su Nacional de Narrativa si su Virtudes (e misterios) hubiese sido una historia en defensa del «patriarcado» en vez de una historia «de dos generaciones de mujeres valientes de una familia en tiempos hostiles».

Meterse en la harina del cine o de la música en este sentido es casi jugar a rebozarse. Los Oscars, los Grammy, los Emmy, los Cesar, Los Goya, los Bafta… son, antes y después y durante el recorrido por sus respectivas alfombras rojas (o del color del «problema acuciante» de moda), una oda esplendorosa al compromiso progresista (el movimiento Me Too), como también lo son en la motivación de la gracia de sus premios.

La última película ganadora del Óscar, por poner un ejemplo, es Nomadland, donde una mujer que lo ha perdido todo se echa a la carretera para llevar una vida alejada de la sociedad convencional. Su protagonista, la también ganadora de la estatuilla, la estupenda actriz Frances McDormand, es también autora de emocionantes discursos feministas.

Si uno da un vistazo al listado de candidatas, además, no hay ni un solo papel de todas las posibles ganadoras que carezca del necesario diploma acreditativo. El compromiso progresista avanza como el rodillo de una vieja matrona (concepto patriarcal por el que no se podrá optar a ningún laurel) aplastando su masa. Esa masa, esa pasta, esa amalgama de ingredientes indefinidos y nebulosos (la equidad de género, el cambio climático…), sacados al albur del wokie de turno, es la sociedad de hoy. La sociedad donde el individuo, el negocio, el hombre, la empresa y hasta el artista deben significarse como el woke manda (antes se decía « como Dios manda») para ser reconocido.