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La mordaza de la subcultura 'woke'

La dictadura de lo políticamente correcto persigue imponer nuevos valores como el activismo, la transversalidad o la diversidad

Woke suena a ewok. Es lo mismo si pones la «e» al final o al principio, según se mire. Lo que ocurre es que el ewok es un animalito de ficción de un planeta imaginario. Una especie de osito noble y guerrero con caperuza, amigo de los buenos de la película. Un woke también es el amigo de los buenos, pero de otra película. Un woke es un humano, una persona que, según dicen los expertos, vive obsesionado por temas como el racismo o la intolerancia y vive para aleccionar a todo el que no cumple con las leyes de lo políticamente correcto.

La subcultura woke es una corriente generada por enormes fuentes y sustentada sobre pilares tan resistentes y a la vez tan frágiles como los maderos que sostienen Venecia. Lo llaman «despertar» (woke), pero en esta época de terminologías cambiantes también podría significar «adormecerse». Quién no recuerda las palmas silenciosas, las jazz hands, del 15M en el amanecer de Podemos. Esa manera de «aplaudir» proviene de la idea de que su batir (¡qué chocante!) puede resultar agresivo para ciertas personas.

El woke como movimiento apareció por primera vez hace más de un lustro en Estados Unidos cuando distintos grupos estudiantiles trataron de censurar y expulsar a oradores y conferenciantes de las universidades. En España ya vimos el conocido escrache a Rosa Díez en la Universidad Complutense, al que siguieron otros (a imagen y semejanza de lo que ya ocurría al otro lado del océano), instigado (o dirigido: una orquesta) por unos todavía desconocidos Pablo Iglesias e Íñigo Errejón confundidos entre su rebaño.

El primer uso registrado de la palabra apareció en un artículo publicado en la revista Negro Digest en 1942, donde un minero hablaba de sus reivindicaciones usando el verbo «despertar». Algunos años después, woke ya significaba «estar al tanto», gracias a un famoso artículo de William Melvin Kelley en el New York Times (baluarte, como Hollywood o Facebook, entre otros, de esta subcultura con ínfulas de precultura) donde se hablaba del vocabulario de los jóvenes negros en Nueva York.

Luego llegó el Black Lives Matter (con uno de sus lemas: Stay woke) o el Me too y el asunto se despendoló hasta alcanzar al feminismo y todo tipo de «causas» expresamente identificadas y manejadas. El woke no admite discusión. Es dogmático porque sí, cómo no. El mismo concepto woke («despierta, todo es malo») ha cambiado, cómo no (otra vez), desde su origen. Nadie se aclara en el caos necesario para su supervivencia. Su mutación es constante.

Si un día que un hombre dejara pasar a una mujer primero no sólo dejó de considerarse una costumbre cortés sino una manifestación machista, cualquier día esto puede cambiar y si un hombre no le cede el paso a una mujer también puede ser considerado machista o algo mucho peor, ya se inventarán el qué. Los altercados internos son profundos en el mundo woke. El woke primigenio, cambiante como su propio concepto, incluso se ha rebelado contra la misma sub(pre)cultura (el mismísimo Obama la llamó la «cultura de la cancelación»), radicalizada, sectarizada y ramificada hasta el delirio.

El concepto «fascismo» empleado contra el intercambio intelectual y contra todo disenso. Se lleva oyendo esta tabarra, que empapa, a la izquierda pseudocomunista de Podemos desde hace varios años, y la utiliza, mayormente, no para vencer al contrario en el debate propio de una sociedad democrática, sino para eliminarlo, es decir: el anhelo de una sociedad antidemocrática. Es el fascismo mordiéndose la cola. Podemos es una de las ramas del confuso (y al mismo tiempo nítido) árbol del woke, como la perversión del lenguaje, el lenguaje inclusivo o la reinterpretación de la historia y de las costumbres.

Disney, contenido inapropiado

«Es una nueva forma de censura. Una censura perversa para la que no estábamos preparados, pues no la ejerce el Estado, el Gobierno, el partido o la Iglesia, sino fragmentos difusos de lo que llamamos sociedad civil», dijo Darío Villanueva, exdirector de la RAE, en una conferencia hace unos meses. Una nueva forma de censura que extiende la confusión. El «formateo de las mentes», como afirma Villanueva.

En su servicio de distribución por streaming Disney reconoce como contenidos inapropiados sus propias películas. Este es el mensaje que aparece al comienzo de muchas de sus películas clásicas, como El Libro de la Selva, de 1967: «Este contenido incluye representaciones negativas o contenido inapropiado de personas o culturas. Estos estereotipos eran incorrectos entonces y lo son ahora. En lugar de eliminar este contenido, queremos reconocer su impacto nocivo, aprender y fomentar que se hable sobre él para crear entre todos un futuro más inclusivo. Disney se compromete a crear historias con temas inspiradores y motivadores que reflejen la gran diversidad de la experiencia humana en todo el mundo».

El Libro de la Selva, ya saben: Mowgli, Baloo, Bagheera, Ka y los monos y demás son negativos, incorrectos y nocivos. Greta Thunberg, en cambio, sí es como un personaje real de una nueva Disney, supersímbolo woke y persona del año para Time en 2019. La niña mediática, el símbolo alucinante que entre bambalinas se retorcía en inverosímiles muecas de odio al ver pasar a Donald Trump, una de las grandes hormas del zapato del wokie (y del antiwokie), ese «poderoso aliado del iliberalismo, que representa una verdadera amenaza para la democracia», afirmaban 150 intelectuales en un artículo publicado en julio de 2020 en la revista Harper’s, frase que continuaba con una (siempre esclarecedora) adversativa: «…pero no se puede permitir que la resistencia imponga su propio estilo de dogma y coerción».

Iniciativa a cuenta, por ejemplo, del despido del jefe de opinión del New York Times por publicar una columna de opinión de un senador republicano que pedía una respuesta militar a las protestas violentas. Como la dimisión del presidente del consejo de la Poetry Foundation tras una carta abierta de dos mil personas que tachaban el comunicado de respuesta de la institución por la muerte de Floyd, la que provocó el estallido neoportunistamarxista (todo es mucho más sencillo) de Black Lives Matter, como demasiado tibio.

'Woke'

El desternillante libro Woke, escrito por Titania McGrath (álter ego de Andrew Doyle), explica a la perfección en qué consiste el fenómeno por medio de la parodia. Titania, la tuitera hiperactivista, feminista, vegana, interseccional, polirracial o ecologista, por poner sólo algunos adjetivos, es una caricatura del colmo izquierdista posmoderno con sentencias tan simples y deslumbrantes como «soy mucho mejor persona que tú», o tan enrevesadas como «Las clásicas conversaciones cara a cara están bien, pero lo mejor para debatir asuntos políticos serios es hacerlo a través de una plataforma online, que nos ahorra la posible intimidación que puede conllevar el contacto humano directo y donde no hace falta desarrollar los argumentos más allá de 280 caracteres».

Doyle explicaba en una entrevista para la revista The American Mind sus intenciones y la esencia del wokie: «Por supuesto, con Titania, la interpretación errónea de lo que hace es afirmar que está haciendo humor desde la parte alta de la escala social, que está atacando a las minorías. No se trata de eso en absoluto: está atacando el llamado movimiento por la justicia social, que es muy, muy poderoso, pero no se percibe a sí mismo como poderoso. Por eso dicen ser víctimas: para poder decir que burlarse de la justicia social es burlarse de los débiles. No lo es, por supuesto. Es burlarse de los que están en el poder».

Un poder que empieza a sustentarse más allá de la sociedad civil. Cuenta Esperanza Ruiz en su artículo Mr. Potato cancelado (sí, sí, le han quitado el «Mr.» para no ofender),  incluido en su libro Whiskas, Satisfyer y Lexatin, que en la Universidad de Columbia, nada menos, la ceremonia de graduación ya se realiza «en forma de graduaciones secundarias segregadas por raza, origen y sexo». No es de extrañar que sus licenciados abonen el llamado capitalismo woke o establishment comprometido, en el que participan cada vez más grandes empresas en busca del triunfo en un mercado obnubilado por tener principios, y esos «principios» no los forman conceptos como el honor o la verdad, sino como el activismo, la diversidad o la transversalidad.

Y no sólo es el activismo físico, visible, el vandalizar estatuas de Cervantes o de Colón, sino también el activismo de marca, que tiene que ver con los posicionamientos en internet, y con ellos las tendencias y al final con la forma y el sentido de la vida, que algo, pero sin risas, tiene que ver con el de los Monty Python. Las empresas buscan una causa para presentarse ante sus clientes wokies. Como los políticos que llegan con sus gobiernos de establishment comprometido: «El amor a la servidumbre solo puede lograrse como resultado de una revolución profunda, personal, en las mentes y los cuerpos humanos», escribe Aldous Huxley en el prefacio de El Mundo Feliz.

Ya nos toman a todos por wokies y no es solo el producto sino a qué minoría representas para ser competitivo. Es como si todo estuviera encerrado entre el capitalismo woke y las almas que están dentro de las miradas que en España quiere controlar Irene Montero y su multimillonario wokeministerio de Igualdad.

Dijo el gran fascista Bertrand Russell que «una de las cosas más dolorosas de nuestro tiempo es que esos que tienen una certeza absoluta son estúpidos y en cambio los que tienen imaginación y capacidad de comprender están llenos de duda e indecisión». Quizá también es la paradoja del woke y el ewok, o la diferencia entre el nuevo fanático puritano y esa antigua especie de osito noble y guerrero con caperuza, amigo de los antiguos buenos, los malos, de esta película.

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