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Carlos IV de rojo, por Francisco de Goya (c. 1789)Museo del Prado

Alioli, huevos fritos, viajes y retiros de ensueño: la vida más secreta de Carlos IV

Este monarca salía de palacio para poder disfrutar de una jornada más tranquila. Así, refugiado de la corte, se rodeaba de todo lo que más le gustaba: relojes, violines y ollas

El Rey Carlos IV de España (Nápoles, 1748 - Roma, 1819) es unánimemente conocido por los desastrosos acontecimientos del Motín de Aranjuez (1808) y las abdicaciones de Bayona (1808) que en definitiva llevaron a España a caer frente a Napoleón. Este monarca, que era un auténtico campechano, prefería pasar grandes ratos libres a la intemperie más que en reuniones ministeriales encargándoselas a su favorito Godoy: a pesar de que se levantara prontísimo (a las 5 de la mañana), no se reunía con su gobierno hasta entrada la tarde.

Escondrijos para el Rey

No era de su «real agrado» la vida en la corte, de la que procuraba escapar, al igual que su padre, Carlos III, para disfrutar, en cambio, de una vida más campestre. Una vida «campestre» que consistía en retirarse a los palacios circundantes a Madrid según las estaciones, seguidas por la corte itinerante. En algunos de estos «reales sitios» el Rey Carlos mandó construir una serie de casas para su diversión. En estas podía evadirse del estricto protocolo de la corte española.

Cuando todavía era príncipe, ordenó edificar junto al Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, la «Casita del Príncipe», lo que terminó por imitar su hermano menor e hijo favorito de Carlos III, Gabriel de Borbón y Sajonia, con su «Casita del Infante» o «Casita de arriba», donde estuvo alojado el Rey Juan Carlos I entre finales de los años cincuenta y principios de los setenta. Aún más desconocida es la «Casita del Príncipe», pero esta vez del Pardo, construida en 1784. Carlos fue coronado rey en 1789, algo que no le impidió continuar su función artística puesto que entre 1794 y 1803 tuvo lugar la edificación de la «Casa del Labrador», una mansión refulgente según el lujoso gusto neoclásico, al igual que el resto de sus lugares de retiro.

Pero ¿qué hacía el Rey en aquellos lugares? Divertirse: funciones, tertulias, refrescos, conciertos... todo un programa cultural era organizado en torno al Rey y los afortunados invitados. No obstante, Carlos también deseaba estar solo y poner en práctica una de sus costumbres más inesperadas: la cocina, y no cualquier clase de cocina, sino la más tradicional y española. «Don Carlos cocinaba con sus propias y reales manos y para su propia y real tripa migas a la española, menestras de brócoli a la napolitana, croquetas, huevos fritos, liebres, gazapos, jabalís, criadillas de carnero, sesos salteados, mollejas de ternera, costillas cíe ternera y de puerco adobadas, jamones, chorizos, morcillas, salchichas, perdices, higadillos de gallina, pollos en marinada, pavo relleno de macarrones y salchicha, que solía acompañar con queso parmesano traído directamente de Parma», cuenta un viajero inglés de la época.

Otra muestra de la afición gastronómica del monarca llega de los testimonios del viaje de la Familia Real en su viaje a Barcelona en 1802 donde los Reyes tuvieron la oportunidad y el deseo de probar platos catalanes, acompañados de alioli, salsa que superó las expectativas de los monarcas e infantes. Tanto, que al día siguiente de probarla quisieron más y más.

Los hobbies de la realeza

A Carlos también le gustaban los relojes, al igual que a otros Reyes como Carlos V o su hijo Felipe II. Dentro de la colección de Patrimonio, la mayoría de estos relojes provienen de la enorme colección que consiguió reunir el propio Carlos IV. Los ponía en hora y daba cuerda personalmente, además de montarlos y desmontarlos. También era, por supuesto, un buen cazador y un gran aficionado a la ebanistería, una costumbre seguramente heredada de su padre, al igual que la caza, quien sabía utilizar el torno y hacía el mango de sus propios bastones, intentando así que los trabajos manuales no tuvieran consideración de deshonrosos. A esto, Carlos III promulgó la Real Cédula de 1783 en la que declara «que no solo el oficio de curtidor, sino también los demás artes y oficios de herrero, sastre, zapatero, carpintero y otros a este modo, son honestos y honrados» y esperaba que su hijo siguiera su ejemplo.

La música fue otra de sus grandes pasiones, a diferencia de su padre quien la «aborrecía». Carlos IV incluso aprendió a tocar el violín muy hábilmente y fue él, cuando todavía era príncipe, que adquirió la colección Stradivarius, hoy expuesta en el Palacio Real de Madrid. Él mismo se creía un gran melómano: se dice que un día, cuando el Rey y Boccherini se encontraban preparando un dúo, don Carlos, «rugiendo de cólera, cual nuevo Segismundo, cogió a Boccherini por el traje, lo levantó con toda la fuerza de sus brazos, lo hizo pasar por la ventana y lo suspendió en el abismo». No obstante, los relatos de la época adornan este episodio con tanta floritura que es complicado averiguar qué ocurrió en realidad.