Castrati, impuntuales o jesuitas: ¿qué es lo que más odiaba Carlos III?
Por su primera biografía es posible conocerle más íntimamente y saber que ni la música, ni los jesuitas, ni Farinelli fueron de su «real agrado»
El Rey Carlos III de España, que nació el 20 de enero de 1716 hace exactamente 307 años, fue el máximo representante del absolutismo español. Hijo de Felipe V, el primer Borbón de España, centró su gobierno en una política de reformismo ilustrado encaminada hacia el objetivo número uno de los «philosophes»: la felicidad pública, un vago término ilusorio que en última instancia llevó a las radicales ideologías de la Revolución francesa.
«El mejor alcalde de Madrid»
Carlos de Borbón y Farnesio era un hombre de costumbres, lo que le obligaba a llevar todos los días la misma rutina que se puede resumir en: levantarse a las 6 a.m, desayunar, ir a misa, atender a los embajadores y ministros, comer, salir de caza, un rato más de obligaciones, cenar y a dormir a las 11 p.m. El Conde de Fernán-Núñez, hombre cercano al Rey y autor de su primera biografía, Vida de Carlos III, cuenta una gran variedad de anécdotas que desvelan las manías más recurrentes del monarca.
Todos los días desayunaba y cenaba lo mismo, su amado chocolate y «su sopa; un pedazo de asado, que regularmente era de ternera; un huevo fresco; ensalada con agua, azúcar y vinagre, y una copa de vino de Canarias dulce» acompañado de pan tostado y postre, rosquillas cubiertas de azúcar. Y según Fernán-Núñez, un día que el Duque de Medinaceli «le puso al Rey una comida que creyó mejor, porque no era la que acostumbraba, S. M. se quedó casi sin comer, y al levantarse solo le dijo con gran paz: Medinaceli, ya lo has visto, no he comido nada».
El Conde también nos devela que una de las cosas que más detestaba era que los que debían ir a verle fueran impuntuales, una falta de respeto que si se repetía el Rey no pasaba por alto: «Si el que faltaba era de los que tenían costumbre de descuidarse, no les hablaba una palabra, y su silencio e indiferencia era una muy sensible reprensión para cualquiera». No obstante, Carlos III era benevolente y comprendía que un error lo tenía cualquiera: «Amigo, habrá usted encontrado al Santísimo, a quien habrá acompañado, o las carretas le habrán detenido en el camino», les decía riendo a quienes puntualmente llegaban tarde.
«La música, cosa que aborrecía el Rey»
Por otra parte, uno de los grandes desamores de su vida fue la costumbre más cosmopolita de la época: la música. Obligado desde pequeño a asistir a la ópera italiana junto a su ayo, el Conde de Santisteban, Carlos terminó por aborrecerla. Con esto, resulta sorprendente que a lo largo de su reinado napolitano ordenase construir el Teatro de San Carlos (Nápoles), el teatro de ópera en funcionamiento más antiguo del mundo y sin duda, uno de los más importantes de la época. Durante su edificación el Rey mandó al arquitecto, Giovanni Antonio Medrano, que su palco, el palco real, se encontrase alejado del escenario y que estuviera lo más insonorizado posible. Así podía conversar (e incluso dormir) cuando el deber le obligaba a presentarse.
En situaciones como esta se desvela que Carlos fue un monarca que distinguía entre lo personal y lo que más le convenía a su corte o Estado. Él, que era austero, se esforzaba en construir grandiosos palacios como muestra del poder de su monarquía y él, que detestaba la música resultó ser quien escogió la melodía del actual himno de España, la Marcha Real, entonces Marcha de los granaderos.
Tanto odiaba la música que llegó a prohibir que se tocaran instrumentos durante su comida, costumbre que se había dado durante los reinados de Felipe V y Fernando VI. Además, expulsó de su corte a Farinelli, el cantante que mediante su brillante voz lograba calmar los desequilibrios de su padre, Felipe V, y quien fue maestro de ceremonias de su hermanastro, Fernando VI. Decidió prescindir del castrato aludiendo: «Yo no quiero capones más que sobre mi mesa del comedor».
La Compañía de Jesús al exilio
En 1767 se produjo la Expulsión de los jesuitas debido a que fueron culpados de ser los instigadores del Motín de Esquilache. Fueran culpables o no, el hecho es que el gobierno del Rey se esforzó en hacerles parecer un verdadero peligro para la estabilidad de la monarquía subrayando los altercados sucedidos en el reinado de Fernando VI y su subordinación exclusiva al Papa. Así, acompañado del general clima anti-jesuítico de las potencias europeas en el siglo XVIII y con el odio que les procesaban otras órdenes religiosas, Carlos decidió expulsarlos.
La Revolución francesa estalló en 1789, tan solo unos meses después de la muerte del Rey ante la cual muchos de los que habían sido ilustrados españoles, al ver «El Terror» de los jacobinos y compañía recularon de sus ideas, el principal de ellos el antiguo Secretario de Estado (cargo equivalente a primer ministro en la actualidad) de Carlos III y entonces Carlos IV, el Conde de Floridablanca, quien obligó a cerrar las fronteras pirenaicas y a censurar todo texto proveniente de Francia en un periodo conocido como el «pánico de Floridablanca». Al final, el Conde terminó por comprender las palabras de Goya: «El sueño de la razón produce monstruos».