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Brendan Fraser en 'The Whale'

Brendan Fraser en The Whale

Brendan Fraser, la estrella de Hollywood en bruto que encerraba por dentro a un enorme actor

Primero encasillado y luego defenestrado, el intérprete de Indianápolis ha acabado triunfando, en la paradoja que representa su papel, desprovisto de todo lo que antaño le caracterizó

No es raro que un papel con características físicas o psíquicas evidentes gane un Oscar. A vuelapluma pueden venir a la memoria personajes como el de Dustin Hoffman en Rain Man, o como el Daniel Day-Lewis en Mi Pie Izquierdo. Leonardo DiCaprio realizó su primera gran actuación en ¿A quién ama Gilbert Grape?, de Lasse Hallström, donde interpretaba a un adolescente con retraso mental. La contención de aquel personaje, hermano en la ficción de Johnny Depp, como reflejo de la América profunda es digna de mención porque además en ella también había alguien como el último Brendan Fraser.

Nunca nadie habló de su contención, con un físico que le simplificó primero en un rol de joven simpático, grande o incrédulo; y después en una especie de héroe de broma. La Momia le convirtió en un galán de poco fuste, pese a que cumplía con creces lo requerido, y George de la Jungla en un apolíneo Tarzán de chufla para niños y no tan niños.

Parecía que nadie podía tomar en serio a Fraser, que entre papeles a medio camino entre los dibujos animados, la comedia romántica o los pastiches poco clasificables, intercaló algunas apariciones, como en El Americano Impasible o, sobre todo, en Dioses y Monstruos, que hacían borrar como en un rasca y gana a la estrella de cine para que apareciese el actor que cuando no rodaba engordaba y también perdía el pelo que milagrosamente volvía a recuperar con cada regreso a la pantalla.

Brendan Fraser no podía ser George de la Jungla ni el aventurero de La Momia. Podría decirse que nunca estuvo más caracterizado y que en The Whale nunca fue más él a pesar de toda esa obesidad ficticia que no mucho tiempo atrás fue real. En Dioses y Monstruos, cuando aún se le consideraba un tosco atractivo sin demasiado talento colocado como un muñeco frente a Ian McKellen, resultó que hizo algo más que aguantarle el tipo al actor británico ganador de siete premios Laurence Olivier con una delicadeza, una contención (al fin), que tuvo un eco relativo.

A pesar de su demostración en bruto, sin los aditivos y colorantes (incluso sin el gimnasio) habituales, la industria no dio continuidad a aquello que quería salir de la propia carcasa que a él le sobraba y que la propia industria no dejaba de ponerle y arreglarle hasta su hartazgo, y entonces cayó en la depresión y en el apartamiento (con revelaciones de abuso sexual, abusos a él, de por medio, que casaban [sean ciertos o no] con la eterna y ajena construcción de su personaje, como el de un actor de cine mudo).

Brendan Fraser desapareció de la escena y se convirtió en carne de clickbait por un abandono físico que era mucho más que eso. La «caída» final que le libró de todos los sambenitos y adornos que ni siquiera nadie quiso ya ponerle, abandonado a su suerte, como un objeto inservible que renació convertido en ballena. Toda la contención al fin reunida bajo capas de grasa digitales (y reales) y a pesar de todo casi invisibles con esos ojos, la expresión inimitable de esos ojos que habían estado mirando así todo este tiempo y solo en The Whale, como con un resoplido gigantesco en medio del mar, pudieron salir a la superficie.

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