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Padres e hijos

«El riesgo era convertirme en un apologeta de las familias numerosas»

Los padres nunca fracasan del todo

Que hasta la fecha mis ideas hayan conseguido cambiar sin rezagarse no quiere decir que vayan a seguir haciéndolo

Las razones para escribir, siendo muchas y diversas, tienen en común que todas están relacionadas con la vanidad y que ninguna convence al padre de quien escribe. En mi caso concreto, además de mendigar motivos para envanecerme y preocupar a mi señor padre, al perpetrar un libro busco despojarme del tema que aborda. Lo escribo para no tener que hablar más de él, para no pensarlo siquiera. Cada libro, una purga. Por eso, cuando publiqué Crónicas coreanas y llegaron las primeras entrevistas, temí por un momento que pudieran encasillarme. No pasó tal cosa. Aquellas primeras entrevistas resultaron ser también las últimas, y mis páginas seulitas pronto cayeron en el olvido. Después di a la imprenta Confesiones de un padre sin vocación. Debía ser mi última palabra sobre la paternidad. Sin embargo, tras José y Manuel se materializaron Matilde y Claudia, de modo que me vi obligado a publicar un segundo volumen: Niños apocalípticos. Ahora, con dos libros consecutivos sobre el asunto, tres años de dedicación y cerca de 70.000 palabras al respecto, el riesgo era convertirme en un apologeta de las familias numerosas. De nuevo me libré. El fracaso me libró.

Preferiría haber vendido más ejemplares que la Obregón, eso está claro. Y aunque lo de alabar el fracaso y desdeñar el éxito es un tópico muy lucido, está reservado para los que triunfan. El éxito, como el dinero, hay que tenerlo en grandes cantidades para despreciarlo. Igual que sucedió con Crónicas coreanas, una vez fueron abusados los amigos periodistas, dejaron de llamarme para hablar de sobre la paternidad. El lado bueno es que la irrelevancia me ha conservado tan libre como un vagabundo. Nadie espera que diga nada, con lo cual puedo decir lo que se me antoje. También podría callarme, pero aún me serpentea dentro la tenia de la literatura; aún me levanto eufórico si tengo que corregir un texto y, cuando me palpo la mollera, la noto todavía dispuesta a darse algún que otro cabezazo.

En suma, sentimientos encontrados: por una parte triste porque apenas me he puesto la americana de las conferencias a cuenta de los libros paternales; por otra, contento de no ser aún un sujeto monotemático, uno de esos hombres perejil, presentes en todas las salsas controversiales. Porque las ganas van por días; también la convicción. Si todo va bien y, por ejemplo, es martes, los niños se han portado más o menos e incluso han espolvoreado el piso con su encantador polvo de hadas, pues mira, todavía puedo plantarme en el foro de turno y alisarme la camisa para lanzar una encendida defensa de hacer lo que hay que hacer, y sobre todo de hacerlo a pelo. Hasta puedo endilgar una disertación sobre la familia como institución precristiana y, aun así, requetecristiana y, además, último bastión contra el paganismo tecnológico. Todo ello, insisto, siempre y cuando el día esté luminoso por dentro y por fuera. Pero si no, si me anubarro… o si Claudia pidió agua a las cuatro y me desvelé con el móvil; si los niños se despiertan con el pie izquierdo y se descubre el núcleo radiactivo de la infancia, ruidosa, caprichosa, parásita, y el piso se electrifica de desasosiego, y se me queman las tostadas o se derrama la leche… me descubro de repente malthusiano, preocupado por la superpoblación y convencido de que todo este énfasis en la familia no es tan cristiano como parece, sino más bien conservero, miedoso y de un sospechoso aire burgués.

Mis ideas, por tanto, dependen de mis circunstancias; así serán de débiles unas o de fuertes las otras. De hecho, las convicciones brotan en las huellas que dejo en esto de estar vivo y en movimiento. Cualquier otra cosa sería poner el carro delante de los bueyes. Lo he dicho en otra parte: tenía la peor de las consideraciones sobre el matrimonio, y aunque no sé si en realidad mi opinión ha cambiado, me alegro casi continuamente de haberme casado con mi mujer. Era un antinatalista convencido, pero reconozco que habría sido suicida escoger un camino en el que José, Manuel, Matilde y Claudia no hubieran tenido la oportunidad de salirme al paso. No obstante, que hasta la fecha mis ideas hayan conseguido cambiar sin rezagarse no quiere decir que vayan a seguir haciéndolo. Tampoco implica que la postura sea coherente y mucho menos defendible. Así pues, me alegro de que el fracaso me haya librado de ser un hombre-idea, un predicador. Habría amortizado la americana en un santiamén, eso sí, pero a costa de convertirme en un potencial hipócrita, un sapo con su croá-croá saltando de charla en charla.

Lo curioso del asunto es que, por más que me alegre no ser un apologeta obligado, al final acabo siéndolo por amor al arte. No voy con esa intención a bodas, bautizos y comuniones, pero como de algo hay que hablar y la literatura interesa más bien poco, siempre terminan preguntándome por los niños. Que para qué tantos. Que si pretendemos tener más. Que si no tenemos Netflix. Entonces contesto que Netflix tenemos, un usuario cuco en la cuenta de mi padre, así que el problema será que no lo vemos bien o no lo suficiente. Y respecto a tener un quinto… ya veremos. Estamos en edad, y en el matrimonio, quieras que no, abundan las situaciones de peligro. Es más –continúo diciéndole–, ¿sabes qué? Lo mejor que puedes hacer es tener hijos. Te casabas, ¿no? ¡Ah, en dos años! Bueno… podéis concebir el primero ya, así el día de la boda lo dejáis en la guardería. Y luego sigue teniendo criaturas, sin mesura, hasta que te salgan por las orejas, hasta que tengas que ponerles cartelitos para no llamar a uno con el nombre de otro. Razones para ello hay muchas, pero la principal para mí, la que interiormente me asegura haber acertado, fue que el otro día, cuando encontré esta puñalada en Jules Renard: «¡Qué estéril es la vida de un hombre de letras que no triunfa!», pude escribir al margen: «Estéril, lo que se dice estéril, tampoco».

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