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Una de las herramientas más poderosas de lenguaje, el diccionario

Una de las herramientas más poderosas de lenguaje, el diccionarioPexels

El Debate de las Ideas

Recuperar el nombre de las cosas

La neolengua no se sustancia como creación, sino como destrucción de lo dado. No habrá auténtica libertad mientras se siga transigiendo con la mentira institucionalizada

El término neolengua fue acuñado por el escritor británico George Orwell, quien en su novela 1984 lo introdujo para dar cuenta de uno de los instrumentos de que se sirve el poder para modelar la mente de los ciudadanos. Con un sentido de la anticipación que habla bien a las claras del alcance de su genio visionario (la novela se publicó en 1949), Orwell comprendió que en el mundo que se avecinaba cualquier forma de opresión que aspirara a lograr un control absoluto sobre la conciencia de las masas debería hacerlo a través de la manipulación del lenguaje.

Un fragmento de la novela ilustra con nitidez esta tesis. Dirigiéndose a Winston –el protagonista del libro que no tardará en empezar a dudar de las bondades del régimen bajo el que vive sometida una parte de la población del planeta– un personaje que trabaja en la elaboración de la neolengua le hace notar: «No aprecias la nuevalengua en lo que vale, Winston. Piensas en viejalengua hasta cuando escribes. No comprendes la belleza de la destrucción de las palabras. ¿No ves que el objetivo final de la nuevalengua es reducir el alcance del pensamiento? Al final conseguiremos que el crimen del pensamiento sea literalmente imposible, porque no habrá palabras con las que expresarlo. Todos los conceptos necesarios se expresarán exactamente con una palabra cuyo significado estará rígidamente definido y cuyos significados subsidiarios se habrán borrado y olvidado. Cada año habrá menos palabras y el rango de la conciencia será cada vez más pequeño».

El fragmento contiene varias referencias en las que merece la pena detenerse. La primera es aquella que alude a «la destrucción de las palabras» y la califica de «bella». Esta constatación es clave porque sitúa en la base de la neolengua un concepto que viene a definirla: el de destrucción. La neolengua no se sustancia como creación, sino como destrucción de lo dado. La neolengua consiste, primeramente y ante todo, en la supresión masiva de palabras para, en un estadio subsiguiente, alcanzar una simplificación tal del pensamiento que haga imposible cualquier desviación de la ortodoxia. Este proceso de amputación se adjetiva, además, como «bello», con lo que ingresamos en el terreno de la barbarie. Pues bárbaro no es sino aquél que se afirma a través de la destrucción.

Una vez eliminadas las palabras, el resultado natural es una limitación del pensamiento. A menor cantidad de palabras, menor número de ideas susceptibles de ser puestas en circulación, sencillamente porque no llegan a ver la luz y mucho menos a articularse a través de una secuencia coherente. De ese modo, sin necesidad de coacciones explícitas, surge un individuo incapaz de pensar por sí mismo, sometido a las directrices del poder no sólo en su conducta, sino en su intimidad más sagrada, en su acervo de creencias y valores y hasta en sus sentimientos personales; es decir, en aquello que fundamenta su ser. Es éste un sometimiento que el sujeto interioriza hasta el punto de operar en él de un modo instintivo, como un reflejo condicionado. En otro pasaje de su distopía, Orwell lo sintetiza así: «A los miembros del Partido se les exige no solo que tengan las opiniones correctas, sino los instintos correctos. Si se trata de alguien ortodoxo por naturaleza, sabrá en cualquier circunstancia, sin pararse a reflexionar, cuál es la creencia verdadera o la emoción deseable. Pero en cualquier caso, el elaborado entrenamiento mental, llevado a cabo desde la infancia, le vuelve incapaz de pensar con demasiada profundidad en algo».

El fruto de este empobrecimiento radical del lenguaje cristaliza, pues, en una secuencia lógica: en primer lugar, hay menos ideas; en segundo lugar, estas son de naturaleza superficial; y, por último, las cada vez más escasas nociones que calan en el individuo tienen como objeto su subordinación incondicional a un modo de pensamiento único.

Empobrecido el lenguaje, simplificado el pensamiento, desembocamos en una realidad de seres indistinguibles. Se trata de un estado de indiferenciación cultural y social que nos arroja a un mundo donde los matices se desvanecen. Cabe mencionar que, antes que por Orwell, esta tendencia a la uniformización ya fue denunciada por Alexis de Tocqueville como una de los elementos constitutivos de los regímenes democráticos. En un pasaje de La democracia en América (1835-1840) afirma: «En las democracias, todos los hombres son semejantes y hacen poco más o menos las mismas cosas. El aspecto de la sociedad norteamericana parece agitado porque los hombres y las cosas cambian sin cesar, pero resulta monótono porque todos los cambios son iguales». Y un poco más adelante, añade: «Todo cuanto digo de los americanos es aplicable, por lo demás, a casi todos los hombres de nuestros días. La variedad desaparece de la especie humana; las mismas maneras de obrar, de pensar y de sentir se dan en todos los rincones del mundo».

Hay que puntualizar no obstante que esta corriente uniformizadora no supone de entrada un factor necesariamente negativo. Para que se pueda hablar de la existencia de una sociedad, debe darse en su seno un cierto nivel de homogeneidad. En La democracia en América se lee también: «No hay sociedad más que cuando los hombres consideran un gran número de cuestiones bajo el mismo aspecto; cuando respecto a numerosos asuntos tienen las mismas opiniones; cuando, en fin, los mismos hechos originan en ellos las mismas impresiones y los mismos pensamientos».

Entonces, si esto es así, es decir, si las democracias, por la misma inercia que les es propia y que Tocqueville describe de una forma tan clarividente, tienden a una igualación de los modos de vida y de pensamiento; si por un lado denunciamos que la neolengua constituye un instrumento de nivelación de las conciencias y, por otro lado, constatamos que sin un determinado grado de homogeneidad la vida en sociedad resulta inviable, ¿dónde radicaría la originalidad de la propuesta que Orwell nos hace llegar a través de su novela? Sin duda en un fenómeno que, a diferencia de Tocqueville, a él le tocó conocer de primera mano, y que no es otro que la irrupción en los dominios de la historia de los dos grandes totalitarismos del siglo XX. A partir de la experiencia del nazismo y del comunismo, Orwell supo ver que el mundo corría el riesgo de encaminarse hacia una forma de despotismo que, sin recurrir al recurso de la intimidación física, amenazaba con desembocar en un sistema de control absoluto sobre la población a través de la transformación de las conciencias. Y la clave de bóveda de ese nuevo sistema iba a ser el lenguaje.

Bajo la premisa de que «El poder construye la realidad con sus palabras», tal como sentencia Dalmacio Negro, la lengua deja de ser un instrumento de creación de un espíritu común, un ethos que haga posible la convivencia, y se transforma en una herramienta que divide al cuerpo social, genera versiones de la realidad acordes a intereses particulares y adjudica al disidente (es decir, al que se aparta de la única línea de pensamiento que el poder decreta permisible) la nefanda condición de enemigo. En síntesis: 1984.

El punto culminante del proceso en virtud del cual la neolengua adquiere las característica de un mecanismo de control y censura a escala masiva se identifica con el momento en que alcanza a convertirnos en censores de nuestra propia conciencia. Es éste un hecho decisivo. En su distopía, Orwell le da el nombre de «doblepiensa» al fenómeno en razón del cual el individuo acepta que algo claramente falso es verdadero, o que dos ideas contradictorias son a la vez correctas. Su éxito aparece vinculado al surgimiento de una nueva forma de escrutinio íntimo: la del sujeto que se autocastiga cuando se sorprende a sí mismo en el trance de cuestionar el estado de cosas vigente. La neolengua revela así su faz más terrible, la propia de un mecanismo persecutorio asumido hasta tal extremo por el conjunto de la ciudadanía que ésta, inmersa en una deriva esquizoide, llega a otorgar a las mentiras que propaga el poder un rango de incuestionabilidad superior a las evidencias mismas de los hechos.

Pues bien, este mundo de interpretaciones desquiciadas, saturado de significantes vacíos y regido por una férrea teología de lo punitivo es ya el nuestro. Fieles a su vocación totalitaria, los proxenetas del lenguaje se han tomado el máximo interés en no dejar que un solo resquicio de nuestra existencia permanezca a salvo de la podredumbre de su aliento. Pero la adulteración del lenguaje nos condena a la servidumbre de unas vidas empequeñecidas, circunscritas a los viciados límites de la cárcel mental donde nos confinan los nuevos gendarmes del Bien. Si aspiramos a modificar el signo de la época, habrá de producirse una vuelta a las raíces del ser. Será preciso entonces rescatar las palabras de la degradación en que las han sumido la caterva de manipuladores que se han apropiado de ellas para sus fines espurios, de manera que, una vez rescatadas, puedan de nuevo expresar las verdades más hondas de lo humano.

No habrá auténtica libertad mientras se siga transigiendo con la mentira institucionalizada. Las palabras que vertebran el debate acerca de los asuntos comunes han de volver a designar la esencia de las cosas. En un tiempo carcomido por el cáncer de la mendacidad y el íntimo deseo de las masas de ser tratadas como esclavos, Ernst Jünger dejó escrito este párrafo memorable: «El lenguaje forma parte de la propiedad del ser humano, de su modo propio de ser, de una patria que le toca en suerte sin que él tenga conocimiento de su plenitud y riqueza. El lenguaje se asemeja no sólo a un jardín con cuyas flores y con cuyos frutos se reconforta el heredero hasta su más avanzada edad; el lenguaje es también una de las grandes formas para todos los bienes en general. Así como la luz hace visible el mundo y su figura, así el lenguaje lo hace comprensible en lo más íntimo, y no cabe prescindir de él, pues es la llave que abre las puertas de los tesoros y secretos del mundo. La ley y el dominio en los reinos visibles y aun en los invisibles comienzan con el poner nombre a las cosas».

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