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César Wonenburger

El Real salda su deuda con una digna 'Medea'

La obra maestra de Cherubini inaugura la temporada operística en una nueva producción de Paco Azorín, bien acogida por el público del estreno

La ópera Medeadel Real fotografia

Ya era hora. Las más célebres funciones de la Medea de Cherubini, las que se llevaron a cabo en La Scala, con una inigualable Maria Callas, se remontan a 1953, aunque la ópera de Cherubini ya se había representado en ese mismo teatro milanés en 1909. Al Real acaba de llegar ahora, aquí siempre vamos con retraso, pero al menos la deuda ha quedado saldada en este inicio de una temporada en la que el coliseo madrileño se ha propuesto, además, pagar otras inaplazables, como la posibilidad de disfrutar del «Rey Lear» de Aribert Reimann. El dato no es ocioso, la historia del teatro lírico se nutre de varias posibilidades, senderos divergentes que, en algunos casos, se abrieron paso al margen de las modas del momento, intentando restituirle al género su primigenia condición de teatro «en música» (no «con música», cosa muy diferente). Y una de esas líneas argumentales podría trazarse perfectamente desde Monteverdi hasta Gluck, para proseguir más adelante de Cherubini al propio Reimann.

Lo más pertinente es felicitar al Real, por tanto, por haber logrado, al fin, rescatar del desván una partitura que pudo haber influido a Beethoven en su único desafío lírico (Fidelio), encandiló al siempre exigente Brahms e inspiró a Wagner (no sólo para el final de su Ocaso, en algunos instantes de esta pieza se aprecian ecos hasta del propio «Oro del Rin» e incluso puede que de Tristán). Eugenio Montale, el escritor italiano, cuando Medea regresó a La Scala otra vez más, en 1961, de nuevo con una Callas, en ese momento, ya en temprano declive vocal pero intacto hasta el final su infalible sentido dramático, creyó ver en ella un anticipo del expresionismo. Y es que hay mucho de «Elektra» en el personaje principal, de una intensidad incandescente, que arrasa todo lo que toca hasta casi fundirse en la inevitabilidad conclusiva de las llamas: en realidad, la pariente de los dioses sería rescatada por los suyos, pelillos a la mar, aquí paz y luego más gloria, pues ejecutada su venganza aún tuvo tiempo de desposarse un par de veces más, sin incidentes reseñables.

La ópera Medeadel Real fotografia

Medea es ópera de gran figura de la interpretación vocal pero también de director, no en vano la Callas pensó, propuso y obtuvo nada menos que a Leonard Bernstein para su bautizo de fuego, nunca mejor dicho, con esta obra maestra de un neoclasicismo que mira abiertamente hacia el inmediato futuro romántico anticipando los retratos de aquellas féminas atrapadas sin remedio en la hostilidad de unas convenciones, escritas por los hombres, que les dejaban escaso margen para explorar los límites de su libertad, conculcada en la mayoría de los casos.

Aunque en el caso de Medea nos encontremos aún en el privilegiado campo de acción de los dioses, donde todavía queda espacio para una cierta rebeldía: más que de un ataque de cuernos, la esposa de Jasón (que a su vez busca en su nueva amante, Dirce, no tanto saciar su apetito de nuevos abrazos como utilizarla para que su influyente padre vuelva a situarlo en lo más alto del público escalafón), sufre por tener que someterse a las tortuosas obligaciones de los humanos con sus bajas pasiones azuzadas por celos, ambiciones, amores contrariados y menores rencillas.

Ella, de naturaleza elevada, desea sobre todo despojarse de una humanidad que le parece el colmo de lo vulgar, un elemento indispensable del personaje principal de esta obra que el director de escena, Paco Azorín, explota poco en su más bien chata lectura, interesado, como parece, por resaltar precisamente aquello que esta semidiosa detesta, esa recién adquirida vulnerabilidad contra la que se manifiesta al alejarla del Olimpo y sus costumbres, mucho más civilizadas.

La ópera Medeadel Real fotografia

Decía que en Medea es fundamental, para poder calibrar sus virtudes, contar con una batuta de fuste. El siempre nervioso Ivor Bolton, con rasgos de hooligan, no es precisamente un modelo de refinamiento, pero conoce el estilo y aplica con rigor sus fórmulas, obteniendo además una gran respuesta de las fuerzas estables, orquesta y coro. A partir de una obertura algo plana, su lectura fue creciendo paso a paso, destilando matices, sobre todo en los acompañamientos, aplicando vigor y transparencia a partes iguales hasta dotarla de su justo dramatismo, con unos finales de acto muy bien calibrados y sostenidos, rotundos.

De las numerosas opciones existentes, se empleó aquí la edición con los arreglos de Alan Curtis, que propone recitativos donde Cherubini había empleado diálogo hablado. Su labor resulta admirable pues se funden con el texto, directo, conciso, como un guante, aunque en cualquier caso se trate de una versión espuria. No es la que en su día concibió el autor, pese a que aquí se ofrezca en la original lengua francesa que, por cierto, atenúa la esencia de la forma y el fondo de lo que en su día conocimos en italiano: no es lo mismo decir «te voy a matar» en la lengua de Molière que en la de Manzoni: el empleo de las vocales confiere otra intensidad.

Esa intensidad es la que no siempre logra Maria Agresta, la protagonista absoluta del primer reparto, pese a los merecidos aplausos cosechados al final de su irreprochable actuación, que premiaron justamente su enorme entrega. Sin poseer los medios adecuados de partida (no pasa de ser una lírica, con un registro agudo cada día más castigado), se volcó en una caracterización plausible que comenzó a pasarle factura a partir del segundo acto, donde ya comenzó algo apagada. Lógico, porque en el primero echó el resto, mayormente en su tenso dúo con el amante desleal, para luego dejarse algo de la fortaleza inicial.

En su particular naturaleza no se encuentra una Medea como las recordadas en el tiempo, que tampoco son tantas: se trata de un rol tremendamente exigente, que requiere grandes dosis de resistencia para mantener un parejo nivel de compromiso dramático y llegar al final teniendo aún que echar el resto, un empeño titánico que recuerda algo al de la Ermione rossiniana. Agresta completó el reto, pero llegó muy justa a la conclusión: en este último tramo las estridencias en el extremo agudo, con alguno abortado sobre la marcha, denotaron su inmenso esfuerzo. Pese a todo, la voz mantiene su belleza, algo que aquí incluso puede resultar un hándicap: la propia dureza del personaje, su altivez y osadía, exigen por momentos sonidos no tan puros pero siempre sostenidos por una técnica cabal.

Al lado de la soprano italiana, empalideció el tenor, su compatriota, Enea Scala, de timbre pobre y escasas dotes heroicas, que ofreció un Jasón lejos de su imagen de líder de los argonautas, dispuesto a avasallar a quien sea menester para satisfacer las demandas de su inconmensurable ego. Tampoco anduvo sobrado de nobleza el Creonte, un Jongmin Park poseedor de un instrumento privilegiado, caudal abundante, timbre bello, pero en manos de un intérprete poco proclive a los matices. Justo lo contrario de Nancy Herrera, que pese al desgaste lógico de los años sobre las tablas mantiene incólume esa clase a la hora de decir característica de casi todas sus apariciones, y que le faculta para dotar de sentido un rol como el de Neris, al que Cherubini regaló un aria de enorme belleza, donde la mezzo canaria tuvo ocasión de brillar. Fantástica en su breve pero fundamental prestación Sara Blanch, Dirce ideal en lo físico y dotada de un fraseo de gran pureza, facilidad para el adorno y un agudo rutilante.

Decía Barenboim, no hace mucho, que es preciso dejar que el oído se familiarice con lo que va a escuchar, «que entre en calor» de algún modo, antes de que al espectador de ópera se le empiece a saturar con imágenes. Como es cada vez más habitual, la acción arranca aquí con un añadido del director de escena, Paco Azorín, cuando ni siquiera ha comenzado a sonar la obertura. En ese inicio, Azorín incurre en «spoiler» al escenificar el asesinato de los hijos de Medea y Jasón. Es su decidida apuesta por conferirle un mayor protagonismo a los infantes, intentando que se haga más visible, desde el primer momento, la violencia contra los menores en el seno de las propias familias. Tesis que el director refuerza con una serie de estadísticas proyectadas en una pantalla, más alguna cita añadida.

Además se intenta dotar de una mayor presencia a los chavales, ataviados como cualquier adolescente de hoy, con ese estilo «urban-pijo» (calculado desaliño de diseño que tanto juego ofrece a las marcas), en acciones paralelas que en realidad aportan muy poco al conjunto. Siendo tremenda, y siempre censurable, la utilización que algunos padres hacen de los niños en sus propios conflictos de pareja, hasta llegar en ocasiones a la violencia última, en el original sobresalen otros temas importantes que aquí parecen expuestos de manera secundaria. Por ejemplo, la incomprensión y el desprecio, cuando no el odio, con los que se mira al extranjero, un mal que sufre la protagonista, fruto de la ignorancia, a menudo causa y origen de la violencia que en buena medida sacude nuestras sociedades.

Imagen de la ópera Medeadel Real fotografia

He leído por ahí que Azorín dice algo sobre infiernos, Dante y los círculos concéntricos para referirse a la escenografía. Antes se recurría a la monumentalidad de palacios y ruinas de cartón piedra (o a la habilidad de auténticos artesanos, dibujantes que hacían maravillas manejando perspectivas). Condenados al averno por «retrógrados», aquellos delineantes han sido reemplazados por constructores de mecanos, habilidosos con el hierro y otras estructuras metálicas, que dan vida a «novedosos» entornos industriales, o post, como los que Antonioni ya retrató en filmes como El desierto rojo en la prehistoria del cine. Ya se repiten, el ascensor de Medea parece calcado del que Livermore empleó para su aún reciente Macbeth.

Por cierto, se inauguraba en esta apertura regia, que contó con la presencia de los monarcas, aclamados a las puertas del teatro por el público que aguardaba solo para verlos entrar al recinto, una cúpula para el teatro ideada por Jaume Plensa. Lo que mejor puede decirse de esta creación, un firmamento proyectado en imágenes («De Madrid al cielo», ya saben), es que, al parecer, ha sido fruto de una generosa donación privada.