60 años de 'Cuadernos para el diálogo': la revista que jugó un papel crucial en la Transición
Las revistas tuvieron influencia en la formación de una nueva mentalidad española por aquellos años gracias a que el régimen las juzgaba mucho menos peligrosas que la prensa diaria
El primer número de los mensuales Cuadernos para el diálogo se publica en octubre de 1963. El primero de la segunda etapa del semanario Triunfo, la que inaugura su vertiente política, había visto la luz en junio del 62. Ni una ni otra publicación hubieran sido imaginables cinco años antes. Con el «plan de estabilización» del año 1959, el período autárquico de la dictadura quedaba clausurado. Los sucesivos «planes de desarrollo» asentarán, entre 1964 y 1975, las condiciones de una economía moderna en España. En términos históricos, la transición española se inicia entonces. Y completa el largo recorrido de una década y media, sin el cual la mutación sellada a partir de 1975 no sería comprensible.
En paralelo con la modernización económica, el proyecto de hacer la política española compatible con los estándares europeos corrió suertes disparejas. Fueron los años del permanente conflicto de los medios de prensa con los dictámenes de la censura. El laberinto era difícil de salvar para la prensa diaria y habría de tener su momento épico en las imágenes de la voladura del diario Madrid, el 24 de abril de 1973, dos años después de su cierre gubernativo. Pero las revistas gozaron, en esos años, de una mayor tolerancia dentro de aquel permanente juego del ratón y el gato; antes incluso de que la ley de prensa de Manuel Fraga diera, en 1966, soporte institucional a los resquicios por los cuales hacer pasar una cierta libertad de expresión.
Una prensa rnovada
El artículo segundo de esa ley era, desde luego, limitativo, pero trazaba una fisura, que no fue desaprovechada por los primeros proyectos de una prensa renovada. Recordemos ese texto: «La libertad de expresión y el derecho a la difusión de información… no tendrán más limitaciones que las impuestas por las leyes. Son limitaciones: el respeto a la verdad y a la moral; el acatamiento a la Ley de Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales; las exigencias de la defensa Nacional, de la seguridad del Estado y del mantenimiento del orden público interior y la paz exterior; el debido respeto a las instituciones y a las personas en la crítica de la acción política y administrativa; la independencia de los Tribunales y la salvaguardia de la intimidad y del honor personal y familiar».
No eran pocas, esas limitaciones. Pero, al acotarlas tan prolijamente, se daba pie a aquellos sutiles modos de bordear sus prohibiciones, en los que fueron virtuosos los periodistas de los años sesenta y setenta. Empezó cartografiarse un nuevo mapa de lo posible en prensa. Siempre en riesgo.
Si las revistas pudieron jugar un papel tan importante en la formación de una nueva mentalidad española por aquellos años fue porque el régimen las juzgaba mucho menos peligrosas. Estaban pensadas para una clientela muy limitada: la bastante germinal burguesía ilustrada, de la cual no esperaba el régimen que le vinieran grandes conmociones. Pero acabaron por llegar, sobre todo, a la mucho más inquieta juventud universitaria, que, en publicaciones como Cuadernos para el diálogo o Triunfo, empezó a tener noticia de sus coetáneos europeos: los libros que leían, la música que escuchaban, la películas que los conmovían… Y, en contraste con eso, los llevó a percibir el mundo en el que no querían vivir: el mundo en que vivían.
Nada del inmediato 68 español es inteligible sin pasar por el previo aprendizaje hecho en las páginas de aquellas dos publicaciones, cuyos orígenes eran tan ajenos: democracia cristiana, Cuadernos; marxismo, en diverso grado explícito, Triunfo.
Una nueva generación de revistas
Luego, en los años mismos de extinción del franquismo, surgiría una nueva generación de revistas, a caballo entre la política, el pensamiento, la literatura… Sus redacciones eran asombrosamente jóvenes. Más aún que la radicalidad de sus propuestas, las definía una estética en la cual la guerra de Vietnam, el rock and roll, el underground californiano y las vanguardias post-situacionistas amalgamaban un producto, desconcertante a veces, siempre fascinante para quienes entonces andábamos por la veintena.
Iban a ser los años, sobre todo, de dos publicaciones con sede en Barcelona, el primer Viejo topo –entre 1976 y 1982– y el Ajoblanco, que –en sus tres discontinuas singladuras– había puesto en marcha Pepe Ribas a partir de 1974. Más arrimada a la izquierda radical, el Topo; el Ajo, con vocación inequívocamente libertaria. Y, en las maquetaciones de ambas, una resonancia de la plástica pop hasta entonces inédita en la prensa española. Por las páginas de esas dos revistas pasó lo mejor de la intelectualidad europea y estadounidense de esos años. Y en sus páginas se formó la generación de articulistas españoles que iba reconfigurar nuestro horizonte literario en los tres decenios siguientes. Por aquel tiempo, tenían todos menos de treinta años.
Recorrer, en las hemerotecas, las páginas de Cuadernos es catalogar los nombres de quienes, bajo el patronazgo de Joaquín Ruiz-Giménez, atisbaron la tierra prometida que apenas si llegaron a pisar. En Triunfo percibimos la promesa de lo nuevo en un lenguaje que hoy reconocemos como ya entonces viejo… Después, el Topo y Ajoblanco anunciaron el esplendor de los ochenta. Fue un fogonazo. Breve. Y el mundo cambió de pronto.