Bradbury es una máquina de escribir
El maestro de la ciencia ficción no tenía dinero, pero tampoco fe en la universidad. Su programa de estudios superiores fueron diez años de biblioteca pública tres días a la semana
No tengo claro –ni ha lugar aquí– todo lo que necesita un escritor para serlo de verdad –además de escribir ficción, claro–. Pero sí tengo claro lo que menos necesita: estudios oficiales. Puede tener una carrera para contentar a los padres y para intentar una profesión que luego nunca ejercerá; con las necesarias excepciones que confirman la regla, las biografías de los grandes nos dicen que estos estudios maltratados fueron Derecho y Medicina; más tarde, también Ingeniería y Arquitectura. Pero la historia nos demuestra que los grandes libros de ficción poco o nada tuvieron que ver con la «titulitis» universitaria.
La prueba «viviente» del caso es Ray Bradbury –o Dickens, o Twain, o Wells, o Capote, o Faulkner–. El maestro de la ciencia ficción interrumpió sus estudios después de cursar secundaria. No tenía dinero, pero tampoco fe en la universidad. Su programa de estudios superiores fueron diez años de biblioteca pública tres días a la semana: «Las bibliotecas me criaron».
Una máquina de escribir alquilada
Por la treintena seguía sin tener dinero, en este caso para una oficina y una máquina de escribir propias desde las que potenciar su carrera como escritor y dar el salto a la novela, pero algo de fe en la Universidad sí debió recuperar –siquiera por conveniencia– cuando, paseando por el campus de la Universidad de California descubrió que existía una sala de mecanografía donde alquilar una máquina por diez centavos la media hora: «El tiempo era, de hecho, dinero», dijo Bradbury.
Entre esa máquina de alquiler del sótano, y la influencia de sus maestros los libros de la Biblioteca Lawrence Clark Powell situada en pisos superiores, Bradbury escribió una de las dos obras por las que sería recordado –él mismo y el género de la ciencia ficción–, su primera novela: Farenheit 451. La terminó en tiempo récord –aunque ayudado por cinco de sus relatos, en los que se basó– para ahorrar dinero, pero también para volver cada día lo más pronto posible con su mujer e hijos. En total, nueve días; 9,80 dólares en monedas de diez centavos; 98 monedas.
Diez centavos la media hora
De su Posfacio a esta obra: «No puedo explicarles qué excitante aventura fue, un día tras otro, atacar la máquina de alquiler, meterle monedas de diez centavos, aporrearla como un loco, correr escaleras arriba para ir a buscar más monedas [...]. No podía detenerme. Yo no escribí Fahrenheit 451, él me escribió a mí. Había una circulación continua de energía que salía de la página y me entraba por los ojos y recorría mi sistema nervioso antes de salirme por las manos. La máquina de escribir y yo éramos hermanos siameses, unidos por las puntas de los dedos».