Cicerón. Un poco de pluma, mucho de espada
El paso del tiempo primó el luminoso recuerdo de sus intervenciones orales y encumbró su faceta como estadista y hombre de letras, tapando con eficacia el rastro de vileza y crueldad que también él dejó en la historia
«¡Oh tiempos, oh costumbres!» es una de las muchas famosas locuciones que plagan las Catilinarias, los cuatro discursos con los que un Marco Tulio Cicerón cónsul denunció entre noviembre y diciembre del 63 a. C. «la conjura de Catilina» como se conoció y debatió desde entonces la conspiración del senador Lucio Sergio Catilina contra la República –pero sobre todo contra la persona del primero, a quien siempre se enfrentó como su más fuerte oponente político–. Pues bien se podría aplicar la máxima a la actuación misma de Cicerón en el desmantelamiento del complot, dando auténtica fe de su propósito.
'Las Catilinarias'
Las Catilinarias son ejemplo excelso de la retórica, del uso de la palabra y la astucia política; son estudiadas al detalle tanto por latinistas como por comunicadores, candidatos y gobernantes que quieren destacar en el arte de la palabra y de la persuasión. La importancia de estos cuatro discursos de Cicerón para convencer al Senado de las peligrosas aspiraciones de Catilina –así como la intervención de otras famosas figuras de la historia de Roma, como Cayo Julio César o Marco Licinio Craso– y para presentarse a cambio como el salvador del Estado es indiscutible, pero la palabra no fue el único recurso utilizado por Cicerón para hacer prevalecer su consulado, poniendo en duda por adelantado el tópico literario decimonónico, aquello de que «la pluma es más poderosa que la espada».
Lo sabemos bien: como señala la gran especialista y divulgadora del mundo romano Mary Beard, no hubo nadie más en la Antigüedad hasta san Agustín cuya vida esté documentada hasta el punto de «poder reconstruir una biografía plausible en términos modernos». Sin embargo, el paso del tiempo primó el luminoso recuerdo de sus intervenciones orales y encumbró su faceta como estadista y hombre de letras, tapando con eficacia el rastro de vileza y crueldad que también él dejó en la historia.
En la pugna política y elecciones contra Catilina por el consulado en el 63 a. C., no dudó en aparecer ante las urnas con coraza bajo la toga y seguido de una guardia armada, «como si un político moderno –estima Beard– entrase en la asamblea legislativa ataviado con traje formal y una ametralladora colgada del hombro». las urnas acompañado de una guardia armada. Tras su victoria electoral, comenzó a recibir pruebas del violento complot que planeaba Catilina. Consiguió el visto bueno del Senado para proteger al Estado, y Catilina huyó fuera de Roma al encuentro de su ejército, con el que no consiguió vencer a las legiones romanas. Él mismo cayó en combate.
Los colaboradores de Catilina fueron condenados a muerte por orden directa de Cicerón, en un ejercicio abusivo de sus poderes y sin mediar siquiera un juicio de farsa, una decisión que le pasó factura al terminar su mandato, costándole el exilio, el descrédito reputacional una vez rehabilitado, y la inquina de quienes le asesinaron veinte años más tarde, en el 43 a. C., en las guerras civiles que siguieron al brutal apuñalamiento colectivo de Julio César. Su mano derecha y su cabeza fueron clavadas en el centro de Roma para que todo el mundo pudiera participar de su mutilación. Otra sentencia, esta de origen bíblico, nos da la lección: «Quien a hierro mata, a hierro muere».