El Debate de las Ideas
Conservatismo VIII: sobre las formas de gobierno
Sin minusvalorar, por tanto, las consideraciones de índole teórica, el conservador tenderá a priorizar siempre lo real concreto, resultado último de una historia vivida, aunque no siempre elegida
«¿Cuál es la mejor forma de gobierno?», se pregunta Balmes, para responder: «Parécenos que la respuesta debiera ser otra pregunta: «¿De qué pueblo se trata?». La respuesta-pregunta del pensador de Vich sintetiza elocuentemente un principio clave del pensamiento conservador, y es éste: la mejor forma de gobierno es aquella que mejor se ajusta a la historia y al carácter de cada pueblo en concreto; por lo que no hay una fórmula universal válida para todos los pueblos y todos los tiempos. Para el conservatismo, por tanto, pensar en formas de gobierno es pensar en la tradición de cada pueblo, en su particular forma de ser y aprender de lo que enseña su «antigua constitución» o «constitución interna», según la fórmula empleada por Cánovas del Castillo. Pero incluso esta atención a la particular naturaleza histórica de cada pueblo puede ceder en función de cuáles sean las circunstancias existentes en un momento dado. Puesto que las formas de gobierno están para la preservación de un pueblo y no al contrario, bien podría suceder que la salus populi, que es siempre suprema lex, exija en una determinada circunstancia un cambio de régimen y abandonar, no sin dolor, la forma vigente hasta ese momento; pues, en un sentido conservador, la prudencia de lo concreto siempre prevalece sobre lo idealmente deseable en abstracto.
Este carácter relativamente aleatorio de las formas de gobierno se incrementa cuando se considera que éstas presuponen fines e intenciones que van más allá de ellas mismas. «Volviendo, pues, al punto de donde partimos –dice Balmes–, es preciso convencerse de que en España la cuestión dominante no es la de formas políticas; que sobre ella descuella la de creencias e intereses. Poned sobre el trono a un rey impío, y los hombres religiosos protestarán contra el absolutismo e invocarán ardientemente la libertad». Mutabilidad señalada por Balmes que es una enseñanza perenne de la Historia. Basta leer la literatura política de los siglos XVI y XVII en Francia para comprobar hasta qué punto la opinión acerca de cuáles eran o debían ser las prerrogativas del poder real variaban en función de si los monarcas eran percibidos como próximos al partido hugonote o al partido católico. Cuando se sospechaba que el rey podía profesar un filoprotestantismo, la Liga católica oscilaba decididamente hacia el antiabsolutismo, en tanto que los protestantes se inclinaban en la dirección opuesta, defendiendo un deber de obediencia incondicional al monarca. Huelga decir que, si la situación confesional de la monarquía revertía, se invertían igualmente las posiciones respecto de la extensión del poder real. ¿No fue acaso Voltaire un firme partidario de la monarquía absoluta en Prusia o Rusia? ¿O qué católico, por muy conservador y monárquico que sea en su propio país, verá con malos ojos que los irlandeses sean republicanos?
Sucede, en definitiva, que toda forma de gobierno no deja de ser un medio al servicio de unos intereses y fines que van más allá de dicha forma. Con su habitual eclecticismo, Balmes señala que no hay que adoptar como un absoluto este o aquel sistema, «sino apelar a los grandes principios conservadores de la sociedad, a aquellos principios que no son exclusivamente de ninguna escuela, que no son nuevos, sino antiguos como el mundo, existentes desde toda la eternidad en el tipo de toda perfección, comunicados a las sociedades como un soplo de vida… Razón, justicia, buena fe». Podría decirse incluso que el conservador no tiene una teoría propia, estrictamente hablando, sobre las formas de gobierno, por cuanto hace suyas las reflexiones elaboradas por los grandes pensadores de la gran tradición occidental, comenzando por los fundadores de la filosofía política, Platón y Aristóteles. El pensamiento conservador no deja de ser a este respecto una continuación en el tiempo de estas primeras reflexiones sobre el mejor régimen político, elaboradas, eso sí, bajo las circunstancias históricas surgidas con la Revolución de 1789.
Y, sin embargo, esta relativa aleatoriedad de las formas de gobierno está lejos de constituir un relativismo absoluto. Cierto que para los conservadores las ideas acerca de la bondad de un determinado sistema político están en función de los principios sobre los que se fundamenta. Y que la estima por la democracia, por ejemplo, estará condicionada por la calidad de sus fundamentos y fines, es decir, por si es acorde con la ley natural y las costumbres del país con vistas al bien común. Pero lo mismo cabe afirmar de la aristocracia o de la monarquía, como ya se ha visto. El conservatismo asume que toda forma de gobierno posee virtudes y defectos en una cantidad variable, pero de tal modo que ni los defectos inhabilitan una forma política por completo ni sus virtudes la consagran absolutamente. No obstante, siempre será verdad que para el pensamiento conservador la forma política que en su interior integre, del modo más prudente y ajustado posible, principios monárquicos, aristocráticos y democráticos, de acuerdo siempre con las costumbres e intereses vigentes en el país, habrá alcanzado su forma política óptima. Forma óptima que, por supuesto, se situará dentro de la esfera de imperfección que acompaña a todo lo humano, dado el carácter antiutópico que es inherente al conservatismo.
Para entender adecuadamente esta teoría de la forma mixta de gobierno es necesario considerar que ésta no es incompatible con la preponderancia de uno de sus elementos. Por lo que es perfectamente concebible una democracia temperada por elementos aristocráticos y monárquicos. De hecho, es más que plausible considerar que este fuera el modelo que tenían en mente los «padres fundadores» de los Estados Unidos de América. Y lo mismo cabe decir de la monarquía, perfectamente susceptible de mezclarse con la democracia y la aristocracia, como así fue el caso de la Corona inglesa hasta tiempos relativamente recientes. Es cierto, sin embargo, que el resultado de una forma mixta de gobierno tenderá a propiciar un modelo donde el elemento aristocrático ocupe un papel central, pues, por definición, la aristocracia se halla en una posición intermedia entre la monarquía y la democracia.
Existe aún otro aspecto del pensamiento conservador que no puede dejar de señalarse, y es su preferencia por formas políticas donde la dimensión personal y concreta de quien gobierna no quede diluida en abstracciones o en fórmulas anónimas de poder. Un ejemplo de esto último sería el poder ejercido por una burocracia, una forma de mando y obediencia a la que el conservatismo guarda una especial repugnancia. Pero aquí debe incluirse también el gobierno de las grandes abstracciones, como puede ser la de una «democracia» cuando ésta se identifica con el poder de la masa, o el de una opinión pública evanescente y de origen incierto cuando no oscuro. Por instinto, el conservatismo tenderá a preferir formas de gobierno personales antes que la de una clase anónima de gestores de cosas. Y de ahí la natural preferencia del conservador por la persona de un rey. Porque la concreción simbólica del poder en una persona determinada lo humaniza, lo convierte en un poder entrañable, según reza el expresivo título de la obra de Vicente Marrero sobre la monarquía. Todo lo que sé es que el conservatismo (Torysm), decía Newman, es lealtad a las personas.
Sin minusvalorar, por tanto, las consideraciones de índole teórica, el conservador tenderá a priorizar siempre lo real concreto, resultado último de una historia vivida, aunque no siempre elegida. Porque la historia, la personal y la de los pueblos, es fuente de revelación de sentido para el que la sepa reconocer. Por lo que bien podría decirse, con María Antonia Labrada, que, si bien es verdad que la historia podría haber sido de otra manera, una vez comenzada sólo cabe la fidelidad a ella.