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Amigos brindan con cervezas

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El Debate de las Ideas

Cerveza fría para un mundo mejor

Cada almuerzo es un mundo inédito

Hay dos tareas para las que estoy naturalmente dotado; dos cosas para las que nací y en las cuales aventajo al resto de los mortales. Una es meter el lavavajillas; la otra, enfriar cerveza.

Lo del lavavajillas es digno de ver. A diferencia de vosotros, que metéis los platos como quien llena un saco, yo empleo cada ranura como es debido, para lo cual hay que tener en cuenta, por supuesto, al cacharro en sí –pues cada uno tiene su propia personalidad, como demostró La Bella y la Bestia–, pero también las relaciones que se establecen dentro de un lavado. El niño que pide un vaso de agua con la cocina a medio recoger te obliga a una reestructuración completa. Es apenas un aleteo, un vasito de plástico, pero puede desestabilizar a las temblorosas copas o tapar al repanchingado cucharón. Cada almuerzo es un mundo inédito cuyos derroteros conducen a escenarios lavavajillísticos imprevisibles. Por eso meter el lavavajillas no es un arte que pueda adquirirse, sino un instinto, un don. Solo mi madre y yo lo tenemos. De ella lo recibí por vía genética.

Lo segundo, lo de enfriar cerveza, es digno de probarse. Quizá no sea yo la mejor compañía ni tenga la conversación más amena, pero si estás conmigo y de mí depende, vas a beberte la cerveza en su punto; eso está garantizado. Otra cosa es que no dependa de mí porque hayamos quedado en un bar. Entonces insistiré en escoger el sitio según el recipiente que utilicen, ya que ningún otro contenido se ve tan drásticamente afectado por su continente. Hay que evitar los bares donde empleen el vaso de caña, la cañita, la de toda la vida, 20 centilitros de cerveza desperdiciada. Solo la costumbre explica que sigan utilizándose esos vidrios deprimentes, que entristecen la cerveza, que la sirven ya agonizante y al tercer buche amarronada e indistinguible de los restos olvidados en los vasos de ayer. Los vasos de caña son nichos, y la cerveza que en ellos se vierte es una cerveza que se bebe muerta.

Mejor opción es la copa. Está la barriguda, que cumple su cometido. También la copa tulipa, a la que jamás me opondré porque es la usada en el Museo del Jamón, abrevadero social para quienes alguna vez hemos vivido en Madrid al borde de la indigencia. Sin embargo, siempre que sea posible, hay que decantarse por las copas altas, es decir, las cabezonas, las copudas, las de tallo fino. Cuanto más precario sea su equilibrio, cuanto más fácil resulte volcarla en un despiste, tanto mejor. Ese riesgo se trasmite de algún modo a la cerveza, que se vuelve audaz y contenida como el trapecista, temeraria pero elegante, llena de emoción. De hecho, lo único que puede competir con la copa copuda son los vasos tipo sidra, eso sí, hechos de un cristal levísimo, de los que se quiebran con la mirada, de los que prácticamente ya están rotos… y lleno en un tercio, no más, pues una cantidad mayor apelmazaría la cerveza. El líquido se precipita del grifo a cierta altura, escanciado, y así se espabila, encabrita, burbujea. Es justo lo contrario al vaso de caña. Aquí la cerveza está viva mientras se tira, está viva en la boca y aún permanece viva gañote abajo.

Pero todo lo anterior son al final conocimientos de dominio público. Donde de verdad destaco, donde puedo garantizar la plenitud cervecística, es en reuniones familiares, fiestas campestres, bautizos… cualquier encuentro donde el enfriamiento de la cerveza dependa de mí. En esto, a diferencia de lo del lavavajillas, más que talento innato, hay experiencia; aunque una experiencia espoleada por un prurito de beberme la cerveza perfecta con el que supongo nací. He ido, por ende, mejorando, aprendiendo de mis errores, hasta conseguir que la Cruzcampo sea la mejor Cruzcampo posible. Porque sí, aquí se bebe Cruzcampo, es lo que hay. Muchos, allende Despeñaperros, se declaran furibundos detractores. Son libres de hacerlo; yo mismo tengo mis más y mis menos con la marca sevillana; pero es forzoso reconocer que en su marco –la primavera o el verano andaluz–, su tiempo –antes del almuerzo– y su temperatura –fría hasta acalambrar los dientes–, la Cruzcampo tiene su punto. Pero si la bebes en un otoño madrileño, tibia y a las seis de la tarde, ¿de quién es la culpa?

Para organizar la cerveza de cualquier sarao vuelve a ser fundamental el recipiente. Lo primero a evitar son los botellines. De un quinto o de un cuarto, lo mismo da, igual de malos son. Su problema radica en que constriñen y entontecen la cerveza. Es como si en su interior el líquido no cuajase del todo, lo cual te obliga a bebértelo en estado embrionario, a lo sumo fetal en el caso de los tercios. Y si a la gente le gusta es por razones que nada tienen que ver con la bebienda. El botellín es cuco, individual, lucido. Queda bien en Instagram. Proyecta un espejismo de buena vida cuando se clava en una cubitera hasta los topes de hielo picado. Por eso protagoniza los anuncios y por eso el personal, que está aborregado, hace por bebérselo.

Lo suyo, sin lugar a discusión, son los litros de chapa. Se excluyen los de rosca, un horror que arruina la cerveza en su intento de conservarla. Una vez abierto, el litro tiene que caer, entero. La misma idea de volver a enroscarlo resulta detestable. Hay cosas que deben ser hechas de una tacada; cosas perentorias e inaplazables, entre cuyo inicio y final nada debe interponerse. No se puede hacer el amor un poquito ahora y otro poquito después. No se puede comer media ostra y guardar el resto en una fiambrera. Del mismo modo, un litro abierto no puede ser cerrado, ha de ser bebido, y pronto, antes de que se escapen las vitaminas.

Descartados los litros de rosca como infracerveza, lo que toca es, primero, aprovisionarse de litros de chapa –dos por comensal, tres si abundan los vikingos– y a continuación comenzar el proceso de enfriamiento. No es aconsejable utilizar una espuerta con agua y hielo: se aguachirla la cerveza. Pero si no queda otra, adelante. Eso sí, por lo que más quieran, no vayan a añadirle sal por no sé qué superstición científica que te contó tu cuñado. La cerveza no es un filete. Además, aunque después vayas a servirla en un vaso, si el vidrio está salado, la cerveza también lo estará.

Nada conviene tanto a los litros como el frío artificial del congelador. Los enfría sin inmiscuirse, gentilmente. Eso es lo ideal. Un congelador tanque. En su interior se colocan los litros con una antelación que vendrá determinada por los usos y costumbres del electrodoméstico. Así pues, hay que conocerlo bien: virtudes, flaquezas, manías… la manera en que se comunica a través del zumbido de su motor, así como de la temperatura y aspecto de sus paredes. Hay que escucharlo y acariciarlo. Es una cuestión de intimidad, no tanto de tecnología. Se necesita tiempo, perseverancia. También discutir a veces y reconciliarse luego.

Pero cuando alcanzas ese conocimiento, cuando el congelador y tú sois uno y entre vosotros sobran las palabras, los litritos salen que da gloria verlos… muchos escarchados por debajo del gollete, vestidos de novia, como suele decirse. Entonces hay que abrirlos con un solo golpe seco y preferiblemente propinado por un mechero Clipper. Ahí la temperatura ambiente empieza a desprenderlo de su vestido, se le resbala por los hombros y brotan las primeras gotas de sudor. Y se sirve, y gluglutea, y donde antes había cerveza se forman burbujas hexagonales. Y le das un buche, y acto seguido otro más largo, y ole, y como una ráfaga te viene el pensamiento de que el mundo sería mejor, o al menos más vivible, si pusiéramos un poquito de nuestra parte. Aunque para qué vamos a engañarnos, piensas abriendo el segundo litro, tampoco este mundo está mal del todo.

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