
Vanitas Vanitatum et omnia vanitas". Ecclésiaste, livre II. Gravure, 1578. Paris, BN. RV-323475
Nada está perdido
Un recorrido por las lecturas del 'Eclesiastés'
Armando Pego Puigbó (Madrid, 1970) ha escrito un extraordinario ensayo sobre el Eclesiastés (Qohélet / lector. Alegría en tiempos de vaciedad, Universidad Pontificia de Salamanca, 2024). El interés del libro y su fecundidad animan a una lectura en cualquier tiempo, en el tiempo de llorar y en el tiempo de reír, en el de sembrar y en el de recoger; pero quizá ningún día sea más apropiado que el Sábado Santo. Lo señala una cita axial de Jesús Asurmendi: «Ahora que parecen estar derrumbándose los restos de todo el orden que el periodo inaugurado por las Revoluciones ha luchado por subvertir hasta sus raíces últimas, los cuales en Occidente son inseparables de la herencia judeocristiana, es tarea de los cristianos meditar también la enseñanza de Qohélet ante la tumba sellada el Sábado Santo».
La estructura de esta meditación es un caleidoscopio. Pego Puigbó propone un juego de lecturas que, como los espejos enfrentados que Dante describió en el Paraíso, multiplican la luz original del texto. El libro arranca con la misma cita en cinco idiomas: «No pensará mucho en los años de su vida, si Dios le concede alegría interior». La cita recoge el espíritu del libro, su encrucijada de caminos entre la melancolía de la edad y la alegría, pero esa sucesión de idiomas también es importante: estamos ante un libro que gira sobre sí mismo, que insiste, que amplía.
Armando Pego recoge las lecturas del Eclesiastés de José Jiménez Lozano, T. S. Eliot, J. H. Newman, san Jerónimo y hace una lectura paralela entre Qohélet, su autor, y Teognis de Megara. Y eso es sólo el comienzo. O el pre-texto. Las incontables citas multiplican exponencialmente las lecturas yuxtapuestas y, de fondo, entre líneas, está la lectura pudorosa y atrevida del propio Pego Puigbó, con todo su bagaje intelectual e íntimo a cuestas. Tanto la actualidad social («entre tal amontonamiento de ruinas (inmigración, invierno demográfico, desestructuración globalista, ideología de género, cultura woke…») como la crisis personal de la mediana edad del autor hacen sus apariciones, fugaces, pero esenciales, para dar el tono auténtico del ensayo. Y de vuelta: «Es en realidad Qohélet quien lee nuestra época líquida, y no al revés».
Estos giros y estratos han sido meticulosamente previstos por el escritor, que los advierte. «Al leer se escribe, como mientras se escribe se está leyendo», constata; y pone ejemplos: «Eliot, en cambio, persigue el eje invisible, trascendente en su inmanencia, que hace circular la historia: 'at the still point of the turning world'». Parece que se excusa, pero es lo contrario. Nos ofrece unas exigentes instrucciones de uso: «Las mentalidades apolíneas desconfían de cualquier estructura y de cualquier formulación que no permitan con un golpe de vista observar las conexiones que establecen con su objeto de estudio. […] Interpretar un texto como interpretar la realidad es difícil. Todas las páginas anteriores han querido reproducir el ritmo interior del Eclesiastés».El ensayo quiere ser, por tanto, fiel a la lectura que propone el libro que lee: «El Eclesiastés, pese a su apariencia fragmentaria y también gnómica, está marcado por un desarrollo concéntrico que pasa cuenta de todos los aspectos de la existencia humana. Cosmología, antropología, sociología, ética y religión, nada quedaría fuera del alcance de la mirada crítica de Qohélet». Su espacio se desdobla en paradojas y el tiempo también es múltiple en cuanto que se entiende referido a Cristo, que lo ilumina, y cuya luz revierte sobre nosotros, como observaba san Jerónimo.
No estamos ante un ejercicio exquisito y apabullante de erudición. En absoluto. Hay una pulsión vital insoslayable en estas páginas, que es el germen de su inesperada pero irreductible alegría. Su defensa de la cita –como el encuentro, también, de dos o más personas– y de la glosa –como el momento en el que la idea ajena se hace vida del que lee, que escribe a su vez, e invita a leer, a releer, a vivir y a revivir al lector– no dejan lugar a engaño: «¿Acaso, en apariencia insignificante, no es la glosa el embrión de la vida que encarna la forma del pensamiento? Por más tenue que sea, la glosa es la respuesta a la llamada de una creación que siempre la precede y a la que quisiera atender solícita».
«Y así observé que el único bien del hombre es disfrutar con lo que hace: esa es su paga» (Ecl. 3,22).
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El anuncio de la Resurrección es la respuesta a una contemplación activa que no desfallece. [Refiriéndose a las mujeres, piadosas y ejemplares, que encontraron la tumba vacía.]
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En el relato de la Creación casi diríase que puede advertirse entre el paso de los versículos el creciente entusiasmo de Dios.
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…el hombre, llega siempre «después», el último. Al séptimo día Dios descansó. El hombre siempre empieza a crear «tarde». Hubo algo antes; habrá algo después.
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Relato, tinieblas, retorno a la nada, sí, pero también voz que sostiene la dignidad herida de una naturaleza que no se resigna a dejar de alzar la voz y a afirmar que somos, aunque sea a-penas.
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Releer exige una suspensión: la de volver a ser una primera lectura.
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Al fin y al cabo, la propia palabra cita en español incluye como sus dos primeras acepciones el sentido de señalar la fecha de una reunión o un encuentro entre dos o más personas.
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Lev Shestov planteó que «es perfectamente admisible que los historiadores deban algún día rendir cuentas a los difuntos».
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La destrucción de Occidente exige la proscripción de la transmisión.
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Léon Bloy en una carta a Raïssa Maritain de 1905: «No hay más que un dolor, haber perdido el Jardín de las Delicias y no hay otra esperanza ni otro deseo que recobrarlo. El poeta lo busca a su manera y el más sucio disoluto a la suya. Es el objeto único».
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[J. H. Newman en una alegre homilía:] «Ahora mismo todos estamos más cerca de la tumba que cuando entramos en esta iglesia».
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Todo intérprete cumple de este modo un acto ético.
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Es este tiempo que abarca la liturgia entera el que condensa el versículo de Qohélet: «Tiempo de llorar y tiempo de reír, tiempo de llevar luto y tiempo de bailar». (Ecl. 3,4).
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La herejía es a la tradición lo que la rebeldía filial a la figura paterna: una venganza y un reconocimiento. Por ello, resulta tan importante, y tan pesada, la carga de los orígenes.
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En el desierto de nuestra época cualquier jerarquía que recuerde que nos iguala la verticalidad del cielo y no la horizontalidad de los sepulcros está proscrita.
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El último intento fallido de reconciliación [de la tensión fundante de Occidente entre Atenas y de Jerusalén] podría señalarse en el Discurso de Ratisbona de Benedicto XVI.
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Teognis y Qohélet respectivamente advierten que la virtud y la justicia, por un lado, y el temor de Dios y la guarda de los mandamientos, por otro, no son sino los cauces que la vida misma dispone para no ser arrollada por su propia necesidad.
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«Anda, come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ha aceptado ya tus obras. Lleva siempre vestidos blancos, y no falte el perfume en tu cabeza, disfruta de la vida con la mujer que amas, mientras dure esta vana existencia que te ha sido concedida bajo el sol. Esa es tu parte en la vida y en los afanes con que te afanas bajo el sol. Todo lo que esté a tu alcance, hazlo mientras puedas». (Ecl. 9, 7-10)
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En medio del ruido y la furia, como un escenario shakespereano, un rayo lo atraviesa de parte a parte: la alegría de un instante. […] La clave de vuelta es la alegría. […] Mientras no se pierda la alegría, nada está perdido.