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Fernando Bonete Vizcaino
Anecdotario de escritores

El Evangelio según Balzac

Balzac dedicó este brevísimo ensayo a alertar de los peligros de cinco sustancias que creemos inofensivas: alcohol, azúcar, té, café y tabaco y que consideraba que podrían llegar a tener graves consecuencias para el mundo

Fotografía de Honoré de Balzac, de Nadar

Una mayoría de personas con cualquier tipo de relación con las letras –siempre y cuando amen las letras– dependen del café para vivir. Escritores, lectores, profesores y estudiantes huelen, compran, filtran, calientan, recalientan, saborean, degustan, compran y hasta beben café para mantenerse en pie, porque cada minuto que uno se mantiene en pie es una posibilidad de renovar el compromiso adquirido, ineludible y vitalicio con la literatura y escribir o leer una página más.

Quiere decirse que beber café –en relación con la literatura– no siempre es un acto del connoisseur. De hecho, casi siempre es un condicionante para leer más y mejor. Esto lo sabía muy bien Honoré de Balzac, que bebía hasta cincuenta tazas de café al día para mantenerse a tono para escribir. Como sabía también, como sabe todo adicto a este elixir que la productiva y fecunda misión del café tiene sus límites en cuanto que sus efectos vigorizantes se van diluyendo con el tiempo, conforme el cuerpo se hace a su influencia.

Tanto y tan bien conocía esta diatriba que rodea al café que, además de crear su propia mezcla –«Honoré de Balzac, Paris 1839», casi un eau de parfum para Navidad– se salta la lógica de su Tratado de excitantes modernos (1839) en el tratamiento que da al brebaje.

Balzac dedicó este brevísimo ensayo a alertar de los peligros de cinco sustancias que creemos inofensivas –alcohol, azúcar, té, café y tabaco–, pero que consideraba que podrían llegar a tener graves consecuencias para el mundo –no le faltó razón en cuanto a su incidencia en la economía y la articulación de grandes grupos de poder con influencia global–.

Fisiología del gusto. Tratado de los excitantes modernos de Balzac

Lejos de abundar en el tono alarmista que despliega para el resto, hace la excepción con el café –si se bebe café se defiende su consumo a toda costa–, se contradice a sí mismo –sin la contradicción la genialidad de Balzac haría de menos–, y la emprende con una serie de consejos para que el adicto pueda seguir insuflando ánimos en el organismo a base de cafeína: «Como esta ciencia es altamente necesaria para muchas personas, no podemos dejar de describir aquí la manera de obtener de ellas valiosos beneficios. ¡Ustedes, ilustres luminarias humanas, que se consumen por la cabeza, acérquense y escuchen el Evangelio de la vigilia y del trabajo intelectual».

Balzac nos presenta una enumeración de prácticas a modo de manual de autoayuda que como todo buen autor de autoayuda ha puesto en práctica en sus propias carnes para comprobar su valía: desde el clásico duplicado del número de tazas, hasta el café molido a la turca –«en materia de instrumentos mecánicos destinados a la explotación de los placeres, los orientales son muy superiores a los europeos»– o la preparación de la misma o mayor cantidad de café infusionado con menos cantidad de agua, pero agua fría.

Y la más extrema de todas las medidas –«un método terrible y cruel»–, solo apta para «hombres dotados de excesivo vigor, de cabellos negros y duros, de piel ocre-rojiza, manos cuadradas, piernas en forma de balaustradas como las de la plaza Louis XV» –hombres como Balzac, se entiende–: la ingesta de café sin agua y en ayunas.

La narración que sigue a este método, acerca del estado de excitación en que pone al consumidor, la dieta a seguir para recuperarse de la experiencia, sus nefastas consecuencias para las naturalezas débiles, pero sobre todo los excelentes resultados que procura al escritor es mejor leérsela a Balzac –y leerla con una buena taza de café–.