El éxito de Flaubert
El autor de Madame Bovary supo esconder muy bien –en eso que ahora llamamos el «subtexto»– el erotismo y la sexualidad que abundaron, muy explícitas, en sus borradores y notas
A Gustave Flaubert lo sentaron en el banquillo de los acusados por la publicación de Madame Bovary, por escribir una novela pornográfica, por atentar contra la moralidad y aun contra la fe con sus letras.
La ley del mínimo esfuerzo exigiría parar aquí y dar lo anterior por suficiente anécdota para esta semana. ¿O acaso no resulta anecdótico, casi risible para nosotros que, en el momento de mayor éxito de OnlyFans –una red social que alienta y normaliza la prostitución por suscripción–, en un momento en el que cualquier pantalla ofrece acceso gratuito al porno a dos o tres clics de distancia y un poco de teclado consideremos que Madame Bovary atenta contra la moralidad de sus lectores?
No siempre la censura fue tonta
Flaubert supo esconder muy bien –en eso que ahora llamamos el «subtexto»– el erotismo y la sexualidad que abundaron, muy explícitas, en sus borradores y notas, e inundaron, muy implícitas, el texto final. Pero no siempre la censura fue tan tonta como se dice.
Madame Bovary vio la luz por entregas en Revue de Paris (de octubre a diciembre de 1856) tras casi cinco años de intenso y dedicado trabajo de escritura por parte del escritor. No había visto la luz como libro, pero la justicia ya se había movilizado. Era la Francia del Segundo Imperio, la Francia autoritaria de Napoleón III, una Francia donde la Iglesia también tenía mucho que decir, y para una novela en el que se obra el despertar sexual de una muchacha en un convento, y se obran escarceos extraconyugales en una catedral, y tanto tenía que decir.
La Iglesia incluyó la novela en el Índice de libros prohibidos en 1864, a falta de una condena por juicio, que comenzó el 29 de enero de 1857 y no duró ni diez días. Flaubert fue absuelto gracias a la trabajada defensa del abogado Jules Senard –una intervención de cuatro horas con citas a Bossuet, Massillon, Montesquieu, etc. y a un Misal para defender la buena fe religiosa de Flaubert–. El escritor no solo acabó dedicando la obra a su defensor cuando fue editada como libro, sino que llegó a incluir el texto de su alegato en la edición de 1873 –Flaubert pagó a un estenógrafo a 60 francos la hora para que recogiera la intervención en el juicio–.
De otra parte, el fiscal Ernest Pinard, no contento con el resultado, fue a por Baudelaire ese mismo año, consiguiendo prohibir siete de los poemas de Las flores del mal –los más lésbicos y sadomasoquistas–, volumen que no se publicó completo hasta 1949. Otros tantos judiciales hicieron medrar a Pinard y alcanzó el puesto de ministro del Interior en 1866, fecha para la que Flaubert tampoco se queda corto: frecuenta las propiedades del emperador, acude a recepciones de palacio, y es nombrado Caballero de la Legión de Honor.
Madame Bovary alcanzó un éxito sin precedentes y los elogios de todos sus contemporáneos –hasta su «competidor» Victor Hugo y el temido crítico Sainte-Beuve se deshicieron en halagos–. Salambó, su siguiente incursión literaria, arrasó. Gracias a su genio literario, sí, pero también al juicio. No le vino mal. Ya se sabe, lo prohibido gusta.
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