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Banderas institucionales

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El Debate de las Ideas

¿Vivimos en un régimen liberal?

A partir de los años 70 y 80 la derecha y la izquierda abandonaron a sus respectivos «pueblos» de referencia –la derecha a la nación, la izquierda a los «trabajadores»– provocando el vaciamiento del sistema representativo

La depresión moral y la desorientación intelectual que desde hace veinte años se han apoderado de nuestro país tienen una causa principal: ya no sabemos en qué sistema político vivimos. Más concretamente, el régimen en el que vivimos ya no es aquel en el que se supone que vivimos. Se supone que vivimos en una democracia liberal, pero las instituciones de este régimen se nos muestran cada vez más vacías y son incapaces de cumplir su función. Entonces, ¿en qué régimen vivimos realmente?

El régimen liberal-democrático se basa en la asociación de dos principios que deben estar estrechamente ligados para que el régimen funcione bien, pero que en sí mismos son distintos y pueden separarse, como estamos viendo precisamente hoy en Europa y especialmente en Francia.

Primer principio: el Estado es el guardián imparcial de los derechos de los ciudadanos, protegiendo la igual libertad de todos y cada uno de ellos. Segundo principio: el gobierno es representativo, representativo de los intereses y deseos de un pueblo históricamente constituido, representativo de su modo de vida y de su deseo de gobernarse a sí mismo. Estos dos principios están unidos por un tercero, el de la soberanía del pueblo.

Así, en el régimen moderno, un pueblo histórico se gobierna soberanamente a condición de que se respete la igualdad y la libertad de los ciudadanos en la formación y aplicación de la ley. El Estado es imparcial, pero partidos políticos necesariamente parciales se alternan en el Gobierno. Esta alternancia permite que las opiniones e intereses que dividen al cuerpo cívico se sientan lo suficientemente representados por las instituciones de gobierno. Este sistema, que permite las más vivas oposiciones, está en el origen de una mayor estabilidad, porque permite un intercambio moral y afectivo entre gobernantes y gobernados, entre, por una parte, la confianza de los gobernados, si no en el partido que gobierna, al menos en el sistema que organiza la alternancia, y, por otra, el sentimiento de responsabilidad de los gobernantes que saben ante quién son responsables.

Hoy en día, este intercambio moral y afectivo está, por así decirlo, como congelado, ya que la alternancia en el poder se ha visto privada de su virtud representativa y purgativa. A partir de los años 70 y 80 la derecha y la izquierda abandonaron a sus respectivos «pueblos» de referencia –la derecha a la nación, la izquierda a los «trabajadores»– provocando el vaciamiento del sistema representativo. La derecha y la izquierda «de gobierno» se unieron de hecho en una referencia común a «Europa», pero lo que parecía anunciar una política menos partidista condujo en cambio a la desconfianza, e incluso a una especie de secesión, de los dos «pueblos» así abandonados. La clase dirigente busca ahora su legitimidad no de una representatividad que se le escapa, sino de su adhesión a ciertos «valores» que pretende inculcar a las poblaciones recalcitrantes. De este modo se ha permitido que el gobierno representativo se atrofie, trasladando el grueso de la legitimidad política al Estado como productor de la norma imparcial. Para ser perfectamente imparcial, para ser intachable, la norma tendría que acabar desvinculándose por completo del cuerpo político en el que el Estado está enraizado y de aquella legitimidad a la que su propia legitimidad estaba estrechamente asociada.

La despolitización del Estado

Vemos así a dónde nos lleva este movimiento. Si la institución del Estado está dispuesta y es capaz de garantizar eficazmente la igualdad de derechos de los miembros de la sociedad, así como la libre y no distorsionada persecución de sus intereses particulares, ¿hay realmente necesidad de un gobierno representativo con ese intercambio moral y afectivo, siempre precario, entre gobernantes y gobernados que antes he evocado? ¿Por qué el Estado, garante de nuestros derechos e intereses, tendría que estar estrecha e indisolublemente ligado al cuerpo político histórico llamado Francia? El desplazamiento de la legitimidad al que asistimos se debe al hecho de que un Estado vinculado a un cuerpo político determinado siempre parecerá menos imparcial que un Estado desvinculado de cualquier pertenencia política. Sólo la despolitización completa del Estado puede entonces garantizar su perfecta imparcialidad. Según la nueva legitimidad, el derecho del «migrante climático», por ejemplo, prevalece sin discusión posible sobre el derecho de la instancia política que no puede invocar más que su «bien común», noción en verdad ininteligible hoy en día para un juez, administrativo o penal, que no quiere juzgar más que en nombre de la humanidad en general, de la humanidad sin fronteras. Así pues, y ésta es la inmensa revolución de la que somos testigos hoy, o más bien de la que somos actores y víctimas, en este nuevo régimen es el cuerpo político del que somos ciudadanos el que está en el origen de toda injusticia a causa de esta autopreferencia que no puede evitar aprobar y ejercer. Merece la pena detenernos en este punto.

Para la opinión que nos gobierna, todo cuerpo político, toda república, es un corte arbitrario en el tejido sin costuras de la humanidad. ¿Qué derecho tenemos a separarnos así de la humanidad? ¿Qué derecho tenemos a declarar como «bien común» lo que como máximo es el bien propio de unos pocos, de un «nosotros»? Además, incluso dentro de nuestras propias fronteras arbitrarias, «nosotros» ejercemos un poder no menos arbitrario sobre todo tipo de grupos –las «minorías»– a los que imponemos ese supuesto «bien común». La labor de la justicia consiste, pues, en sacar a la luz a las minorías oprimidas, en hacer oír su grito, tarea indefinida, tarea interminable, porque no podemos adivinar hoy qué nueva minoría oprimida saldrá a la luz mañana. Hay que remarcar que quienes reclaman un nuevo derecho no suelen alegar otra justificación que una genérica «igualdad», sin molestarse en argumentar que ese criterio sea aplicable o pertinente en el contexto considerado.

¿Por qué los nuevos derechos escapan de la obligación de justificarse? ¿Por qué este rechazo a argumentar? Sencillamente porque la deliberación, el intercambio de argumentos, presupone necesariamente una sociedad constituida, una conversación cívica, un modo de vida compartido, un mundo común, en definitiva, todo aquello que la reivindicación minoritaria denuncia y rechaza como lo que la oprime, lo que la asfixia, su verdugo. El debate presupone, en efecto, no un acuerdo sobre la verdad política, religiosa o de otro tipo, sino al menos ese mínimo de sentido compartido y confianza que hacen posible la discusión y que la reivindicación minoritaria rechaza como la forma más insidiosa de opresión de la mayoría.

Las falsas promesas de Europa

El aspecto más nocivo de este doble movimiento que intento identificar es que, tanto hacia el interior como hacia el exterior, obedece a un principio de ilimitación. Nunca acabaremos de abolir las fronteras, como nunca terminaremos de emancipar a las minorías. Nunca terminaremos de deconstruir lo que el animal político ha construido, de deshacer lo que con tanto esfuerzo ha ordenado.

Quizá nunca nos hubiéramos embarcado en una aventura tan estéril si no hubiéramos creído que la supresión de las fronteras nacionales prometía una «nueva frontera», la «frontera exterior» de Europa, o que la supresión de lo «común» nacional prometía el nuevo «común» de la Unión Europea. La prueba de que esta promesa era ilusoria es que la Unión Europea es incapaz de poner fin a su «ampliación». Y sin embargo, cada paso en esa dirección ha supuesto un debilitamiento político de Europa, tanto por el aumento de su heterogeneidad interna como por la disminución de su capacidad para relacionarse juiciosamente con el exterior. Esta compulsión por la ampliación ignora que cuanto más nos extendemos, más entramos en contacto con nuevos contextos y dificultades inéditas que exigen una capacidad cada vez mayor para deliberar, decidir y actuar, algo de lo que Europa ha carecido desde sus inicios.

Así pues, la Unión Europea, lejos de sustituir con su fuerza la debilidad de las naciones que la componen, no hace sino confirmar y hacer irreversible el abandono de la república representativa, que fue el régimen en el que nuestros países, Francia en particular, encontraron en la época moderna esa alianza de fuerza y justicia que es la finalidad misma de la existencia política.

  • Pierre Manent, publicado originalmente en La Nef.
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