El chico que enfermó «de una sinfonía»
El legado de Stanislaw Skrowaczewski, el director de orquesta y compositor polaco, cobra vida estos días a la luz del bicentenario de Anton Bruckner, su autor fetiche y del que nos regaló algunas de las mejores interpretaciones posibles
Hace unos meses ya que se alcanzó el centenario de quien, para el gran pianista Krystian Zimmerman (que llegó a colaborar con los tres), merecería ocupar, al menos, idéntica posición que Herbert von Karajan y Leonard Bernstein en la cima de los directores de orquesta de la segunda mitad del siglo XX. Y como además, nos dejó en 2017, y por tanto no voy a alcanzar a tratarlo en otras ocasiones (por ahora), es preciso recordar como se merece a este músico humanista, entre los más afortunados valedores de Anton Bruckner, tan presente a lo largo de este año en todas las programaciones por su señalado aniversario.
No lo duden, si durante estos meses, por celebrar la efeméride o simple curiosidad, se han propuesto repasar el legado sinfónico del organista de San Florián, algunos entre los más doctos en la materia quizá les sugerirán enseguida acudir a las primitivas grabaciones de Eugen Jochum (a poder ser en vinilo), que aún hoy conservan ese perfume algo añejo, pero sin duda encantador, de la sólida tradición germana; aquel sonido que podría considerarse como el equivalente a un buen asado de cerdo, aderezado con una salsa de cerveza negra y chucrut de acompañamiento, en una taberna muniquesa.
La Filarmónica de Berlín reclamaba sus interpretaciones de Bruckner
O quizá les impelan a seguir los postulados místicos de otro gran exegeta 'bruckneriano', por ver de intentar apreciar entre las morosidades que impone Celibidache los misterios insondables de la vida, alargando hasta el infinito esa espera que en realidad no espera nada, por tratarse del «acontecer inconsciente». No, dejémonos de historias… los buenos 'brucknerianos' conocen ya de sobra estas y otras versiones entre las más socorridas, incluso la de Günther Wand.
En cambio, si se les pregunta a algunos de estos supuestos sabios por la integral que el polaco Stanislaw Skrowaczewski grabó en su momento con una de sus orquestas de cabecera, la Deutsche Radio Philharmonie Saarbrücken Kaiserslautern, seguramente cambiarán oportunamente de tema. Y hasta es posible que varios ni siquiera hubiesen escuchado hablar de Stan, para los amigos: sus seguidores aún se refieren a él como Skro.
Sus impecables credenciales se forjaron fuera de los grandes circuitos, en conjuntos con los que estableció largas, profundas y muy fructíferas relaciones artísticas, como la Orquesta de Minnesota o la Hallé de Manchester, por más que a veces recibiera invitaciones de conjuntos prestigiosos como la Sinfónica de Londres (con la que realizó impecables registros del Segundo de Brahms junto a Gina Bachauer y varios de los conciertos para violonchelo debidos al magnífico Janos Starker) o la Filarmónica de Berlín, que en sus últimos años solía llamarle cuando deseaba darse algún genuino festín 'bruckneriano'.
Una bomba hizo cambiar su destino
Skrowaczewski (Lwow, Polonia, 1923) nunca se concedió la menor importancia. Su principal interés era que le dejasen hacer música con las agrupaciones que dirigía, en varios continentes. Aunque a él, la batuta casi le cayó entre las manos por accidente. Ya de niño su mayor deseo era componer (escribió su primera sinfonía a los ocho años), al mismo tiempo que comenzó a despuntar muy pronto como pianista. A los once, había ofrecido su primer recital, y poco después interpretó y dirigió él mismo desde el teclado el Tercero de Beethoven. Pero la última gran contienda mundial habría de sellar su destino definitivamente, inclinándole hacia otros derroteros.
«Durante la guerra, una bomba cayó muy cerca de donde yo me encontraba. Las heridas en las manos provocaron que dejara de tocar, aunque en cualquier caso tampoco me veía haciendo carrera como pianista, a mí lo que realmente me gustaba era componer. Lo de dirigir ocurrió del modo más natural, interpretando música de cámara y gracias a mi interés por el estudio de las obras de los grandes compositores. Poco a poco, después de la guerra, empecé a dirigir ópera en Breslau (Polonia) y más adelante, en 1956, gané el Concurso Internacional de Santa Cecilia, en Roma. A partir de ahí ya no paré, lo cual me ha dejado poco tiempo para componer», me comentó en una ocasión, hace algunos años.
En realidad, Skro, que nunca cesó del todo de crear, sí aparcó en buena medida la composición. Como tantos otros, resultó casi expulsado del paraíso de los elegidos por su falta de compromiso con el nuevo credo forjado por los extremistas guardianes de las esencias más puras del vanguardismo, cocinado tras la guerra en los sofisticados fogones de Darmstadt. Para estos, con Pierre Boulez como primordial mandarín, todo cuanto oliese al pasado debía condenarse inmediatamente a la hoguera.
La emoción como base primordial de la creación musical
Él había hecho los deberes, se formó con Nadia Boulanger, que entre sus alumnos tuvo también a Olivier Messiaen, autor de la monumental San Francisco de Asís, y a Quincy Jones, icono de la aún reciente música popular norteamericana. Pero a pesar de haber fundado Zodiaque, una agrupación con vocación experimental, nunca le perdonaron su deseo de ir por libre, concibiendo solo aquello que le gustaba y no lo que necesariamente era menester para congraciarse con los celosos cancerberos de aquella sola verdad musical, la única revelada.
«Cuando estudiaba en París, quizá lo que hacía con mis compañeros podía ser considerado algo parecido a la música de vanguardia. Pero luego llegó Pierre Boulez, y claro, rápidamente todo lo que nosotros componíamos pasó a ser ‘música desfasada’, algo anticuado, de otro tiempo. Yo mismo intenté seguir sus pautas en alguna de la música cinematográfica que compuse durante mis años en Polonia, pero finalmente descubrí que para mí la emoción es la base primordial en la música. Necesito escribir algo que me motive desde el punto de vista emocional, lo otro no me interesa», me dijo.
En sus creaciones buscaba sobre todo la belleza. «Nadie sabe a ciencia cierta lo que es, pero yo continúo persiguiéndola. Lo único que podría añadir al respecto, lo que he podido comprobar, es que solo nos acercamos a ella cuando la sentimos verdaderamente». Hay luminosos destellos, alejados de todo vano sentimentalismo, en algunas de las obras que nos transmitió; varias fruto de encargos realizados durante su larga etapa americana, a partir de los años 60, y casi todas vinculadas de un modo obsesivo con ese reinado de las sombras que propicia la oscuridad al final del día. Quizá conociese La noche oscura del alma de san Juan de la Cruz, tenía que habérselo preguntado.
Enfermó al escuchar el Adagio de la «Séptima» bruckneriana
Su Music at night, la Fantasía para flauta y orquesta, Il piffero della notte, el Concerto Nicolò, el Concierto para orquesta o su Sinfonía se nutren fundamentalmente del misterio y una cierta mantenida tensión que resulta a la vez inquietante y cautivadora. La primera desprende un fuerte aroma cinematográfico, como si nos adentrásemos en los territorios que Bernard Hermann holló en su conocida banda sonora para Psicosis.
El amor incondicional hacia Bruckner se traslada hasta sus propias creaciones, con el segundo movimiento del mencionado Concierto para orquesta dedicado a él: Adagio ‘Anton Bruckner’s Himmelfahrt’ (El Día de la Ascensión de Anton Bruckner). Aquel sortilegio se gestó durante su adolescencia. Escuchó el sonido de una sinfonía del compositor vienés colándose desde la ventana de un primer piso. La impresión resultó tan honda que le doblegó: tuvo que guardar reposo en cama durante varios días, en los que fue preciso llamar a un médico. «Me puse enfermo de escuchar su música maravillosa… paralizado por la belleza y el poder de esta sinfonía». Era el célebre Adagio de la Séptima, en el que el compositor llora la muerte de su amado Wagner, y que Visconti emplearía para ilustrar la zozobra interior de Livia Serpieri en la maravillosa Senso, con la condesa recorriendo desesperada las calles de una Venecia en penumbras, que nunca lució tan inhóspita.
Con los años, Skro habría de convertirse en uno de los más apasionados traductores de los pentagramas brucknerianos. Cuando le pregunté por el secreto, que le hizo acreedor de la preciada Medalla de oro de la Sociedad Mahler-Bruckner, me contestó: «Tienes que conocerlo y amarlo, eso es lo imprescindible. Hay gente que lo conoce, pero no lo ama. Debes estudiar bien todas sus posibilidades, su increíble forma. Para mí lo esencial en Bruckner es la armonía vertical, la más refinada de entre los compositores del siglo XIX. Es lo que más me emociona de él».
Su amarga visión acerca del futuro de la civilización
En sus últimos años gastaba un cierto aire a lo Otto Klemperer, a lo que sin duda contribuía ese hablar pausado, como rumiando cada palabra, lo enjuto del rostro, las gafas de pasta y el canoso cabello aún abundante. Me quedo con la última reflexión que me compartió, de una lucidez reveladora y aplastante, acerca del futuro:
«No me gustaría ser pesimista, pero vivimos un momento muy peligroso para nuestra civilización. El hombre sin la cultura es un ser incompleto, y sin embargo ahora mismo solo parecemos interesados en la tecnología. El arte, la filosofía, la historia han dejado de ocupar un lugar central en nuestras vidas, no parecen interesar ya a nadie. Y hasta cierto punto me parece lógico. Somos demasiadas personas en el mundo, no hay dinero para todos y las desigualdades son tremendas, cada vez vamos a peor. Sin recursos es imposible dotarse de una buena educación. Cuando un padre debe decidir entre dar de comer a su hijo o proporcionarle una educación musical, la opción resulta obvia».