El mejor tenor del mundo vuelve a decirle «no» a La Scala
Tras su reciente triunfo en este teatro, con un concierto dedicado a Puccini, Roberto Alagna se borra de la otra gran celebración dedicada al compositor: la Turandot que el templo de la lírica internacional escogió para clausurar su temporada
Una de las magníficas plumas de las que se benefician los lectores de El Debate me proponía hace unos días la siguiente pregunta: ¿quién es, en la actualidad, el mejor tenor del mundo? Y no tuve ningún reparo en responderle que, para mí, Roberto Alagna encarna hoy, al menos, el único ejemplo actual de tenor capaz de situarse en una hipotética (siempre caprichosa, por fuerza subjetiva) lista junto a los intérpretes de su cuerda que en las últimas décadas han hecho méritos por entrar en ese olimpo reservado a los cantantes históricos del siglo XX, donde se encuentran ya firmemente instalados los Caruso, Gigli, Schipa, Fleta, Lauri Volpi, Di Stefano, Bergonzi, Corelli, Del Monaco, Kraus o Pavarotti, mientras aguardan sin prisas a Domingo, Carreras y Aragall.
Por carisma, temperamento, inteligencia, dominio y calidad del instrumento sumados al regalo de una belleza tímbrica que distingue a los elegidos, Alagna se sitúa en nuestro tiempo como la gran referencia entre los tenores, conectándolo con la tradición de los grandes que lo han sido en el pasado. Basta escucharle estos días, cuando accede a prodigarse en plenitud, que es casi siempre, porque suele entregarse a fondo en un repertorio comprometido. Superada su quinta década, el agudo aún resiste, sin titubeos ni enmascaramientos, y la pujanza de un fraseo delicado, ardiente, fantasioso en ocasiones, preocupado del sentido, del significado, pero sin vulnerar por ello la justa vibración, le permiten exhibirse en un estado de forma exultante, que ya quisieran para sí mismo muchos de esos jóvenes que a veces nos venden como prodigios a medio tostar.
Un recital con casi todas las arias de tenor que escribió Puccini
Ahora acaba de anunciarse que Alagna no cantará en La Scala las funciones que tenía previsto interpretar allí, estos mismos días (desde el martes), del príncipe Calaf, el protagonista masculino de Turandot, por una anunciada indisposición comunicada a los espectadores en el último momento. Lo cual no hace más que reforzar mi juicio sobre sus capacidades: como artista inteligente que es, y después de la magnífica impresión que dejó en ese teatro hace un par de semanas, con un recital de lo más comprometido, en el que interpretó prácticamente todas las arias concebidas para tenor por Puccini en sus óperas, quizá no era el momento de empañar ese feliz recuerdo con una actuación seguramente tan meritoria como alejada de los cánones más ortodoxos, una aproximación parcial a un rol que requiere de otros mimbres, ni mejores ni peores, simplemente distintos.
Casi todos los tenores puramente líricos sucumben ante los cantos de sirena que les guían casi inevitablemente a empeñarse en papeles que exigen un mayor peso vocal del que ellos mismos disponen. Pero Alagna ya había tenido, en ese sentido, una mala experiencia en La Scala que lo mantuvo alejado del principal templo lírico mundial durante poco más de una década. Recuérdese el célebre incidente de 2006, que incluso llegó a los telediarios, cuando después de escuchar algunos abucheos al concluir su aria de presentación en Aida de Verdi, el artista decidió abandonar en ese punto primero el escenario, e inmediatamente el propio teatro, para no volver jamás, según mantuvo durante mucho tiempo en sentidas declaraciones públicas, en las que incluso llegó a meterse con el público de ese coliseo, tildándolo de «viejo» e inflexible.
Pero ningún gran tenor podría mantenerse por siempre fiel a una promesa como esa, que en el fondo, a través de sus apasionados reproches, no hace más que reafirmar una melancolía, el secreto anhelo del retorno. Imposible resistirse a los encantos de la amante más pretendida, cuyos desdenes no provocan en el novio ofendido más que una mayor inflamación del deseo, una intensidad del ardor cuya materialización aplazada provoca ansias desconocidas, incontrolables. Así que en 2017, restañadas las antiguas heridas de aquel último encuentro fallido, Alagna volvió a presentarse en el Piermarini con una ópera exigente, pero cuyo protagonismo no recae en el tenor, la Fedora de Giordano. La reconciliación pudo saldarse, entonces, con éxito, y ahora estaba programada un doble reencuentro: primero el recital mencionado, y a los pocos días, las representaciones de la última ópera de Puccini que también protagoniza allí la pareja recién separada, pero que aún se mantiene al menos sobre las tablas, Anna Netrebko y Yusif Eyvazov.
Alternó su recital milanés con actuaciones en Barcelona
Digamos que Alagna, esta vez, ha decidido complacer a medias a sus seguidores, pero en compensación la primera prueba se saldó con los más altos honores. El tenor se había «escapado» entretanto de Barcelona, donde participaba en unas funciones de Adriana Lecouvreur que él mismo, con su carisma y buen hacer, logró elevar del mediocre conformismo actual, para protagonizar un concierto en el que se mediría, él solo, no con seis Miuras, pero casi. Para rendirle homenaje a Puccini, del que este año se conmemora el centenario de su fallecimiento, La Scala programó, en junio, un recital en el que se exhibiría interpretando fragmentos de casi todas sus óperas, al menos las que contienen algún momento de singular relieve e inspiración para el tenor.
Consciente del valor de la cita, Alagna se vació del todo, hasta el punto de que en su posterior vuelta al Liceo, las últimas funciones de Adriana Lecouvreur en las que intervino ya no resultaron tan brillantes: la voz, el instrumento humano, tiene sus propias exigencias impostergables. Pero de algún modo ese fue el precio que accedió a pagar por contentar a la afición milanesa, ofreciéndole una muestra real del mejor tenor de su tiempo. Con la única inestimable colaboración de su pianista, sin el concurso de discutibles escenografías que él mismo suele combatir con arrojo cuando vulneran el espíritu de la obra, fue desgranando cada pieza encarnando casi mejor que nadie, en estos tiempos, aquello que el gran Borges proclamaba en el prólogo de su Biblioteca Personal, «la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica».