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Politician Marine Le Pen during the European Parliament election in Henin-Beaumont, north of France on June 9, 2024.

Marine Le Pen ejerciendo su derecho al votoFRANCOIS GREUEZ/SIPA

El Debate de las Ideas

La democracia convertida en antropología. Parte I.

Roosevelt formuló gran parte de su programa político contra el parecer de la Corte Suprema. También mandó construir la bomba atómica que cuatro meses tras su muerte cayó sobre la población japonesa. Después de la bomba, llegó la democracia

Vivimos en una época interesante —sí, es un eufemismo—, interesante de veras para analizar qué sea eso que denominamos democracia. Cuando oímos hablar de democracia en la escuela, se cita la Atenas de Pericles, un sistema político en el que la inmensa mayoría de la población —esclavos, inmigrantes, mujeres— carecía de derecho de voto y derecho a la propiedad de la tierra. Tucídides califica la etapa de Pericles como «el gobierno de un solo hombre». Tres décadas tras la muerte de Pericles, la democracia decide que Sócrates debe morir. Por el bien de la ciudad. Y Sócrates acata con la cicuta. Aquella Atenas, para defenderse de enemigos como Persia, había establecido con otros estados griegos un sistema de alianza conocido como la Liga de Delos, la cual, al cabo de escaso tiempo, se convierte en una red clientelar y extractiva, imperialista, de Atenas.

Los detractores de las diversas formas de la democracia —no tanto del parlamentarismo medieval— cuentan con un amplio catálogo de ejemplos: no pocos de los Padres fundadores de la democracia en América eran esclavistas; en Suiza no se aceptó el sufragio femenino hasta hace medio siglo; las potencias europeas que decían luchar contra Hitler y a favor de la libertad poseían extensos imperios coloniales; los negros —incluyendo esos que ganaron medallas en Berlín en 1936— padecieron discriminación racial en Estados Unidos hasta la segunda mitad del siglo XX.

La Europa posterior a la I Guerra Mundial no mostró un entusiasmo descomunal ante la irrupción de los principios liberales y democráticos que había intentado implantar Woodrow Wilson —durante su segundo mandato presidencial, por cierto, se aprobó la Ley Seca. Quizá porque lo que predicaba Wilson —el principio de autodeterminación de las naciones— sonaba, allende el Imperio de los Habsburgo, más bonito en la teoría que en la práctica: un indochino de 29 años llamado Nguyen Sinh Coong —vulgo, Ho Chi Minh— anduvo por Versalles buscando a Wilson para concretar la puesta en marcha de este tema en su país, aunque sin resultado. Asimismo, Estados Unidos se desentendió de sus responsabilidades de Versalles y de Sèvres, lo que ocasionó la muerte de una Armenia independiente y con las heridas del genocidio que le había infligido Turquía aún manando sangre.

En aquella Europa posterior al colapso de los Imperios Centrales moría Kafka y —con pocas semanas de diferencia— nacía como parisino el hijo de unos exiliados armenios, un tal Shahnourh Varinag Aznavourián, al que solemos recordar como Charles Aznavour. Mussolini y sus camisas negras marchaban sobre Roma; en Portugal, en España, en Polonia, en Austria se instauraban gobiernos que preferían la eficacia y la estabilidad por encima de las urnas y del debate entre distintos partidos políticos. Mientras un inmigrante austriaco nacionalizado alemán —e hijo de un funcionario de aduanas— se encerraba en un paraje de Prusia oriental llamado la Guarida del Lobo, se reunían en Teherán Roosevelt, Churchill y Stalin. Unidos para defender la democracia. Tanto Stalin como Churchill. Y también Roosevelt, único presidente estadounidense que ha gobernado más de ocho años, y que formuló gran parte de su programa político contra el parecer de la Corte Suprema. También mandó construir la bomba atómica que cuatro meses tras su muerte cayó sobre población japonesa. Después de la bomba, llegó la democracia.

Y en Teherán, en 1979, una revolución que algunos definen como «democrática» logró derrocar la monarquía y crear la república. República islámica, para ser más precisos. Poco antes, España había dejado de ser una «democracia orgánica», pero la mitad oriental de Europa y el entero Imperio Soviético se seguían presentando como «democracias populares». Aquí, durante nuestra guerra civil, gozamos casi tres años de una forma democrática de justicia gracias a los «tribunales populares». El triunfo de Fidel Castro en 1959 permitió al Kremlin exportar marxismo por toda América y, especialmente, África: a la hora de argumentar las ventajas del comunismo, mucho mejor un camarada negro como el ébano nacido en La Habana que un eslavo rubio y pálido que recuerda demasiado a los demonios anglosajones y franceses esclavistas y colonialistas. El indigenismo es el racismo socialista.

Con la caída del Muro de Berlín en 1989, algunos pensaron que había llegado el «final de la historia». Caía en Checoslovaquia la opresión bolchevique y en Nicaragua la señora Chamorro iniciaba una era de gobierno democrático. ¿Qué otra cosa se podía esperar en aquel fin de siglo, sino fiesta democrática? Incluso en Pakistán las mujeres estaban en el poder, a despecho de las admoniciones del Profeta. ¡Ay, Benazir Bhutto!

En nuestros días, seguimos observando el avance de la democracia, que a fin de cuentas es aquello que nosotros queremos que sea. En Cuba tiene una forma, en Rusia otra, e incluso en China. Puede que en Ferraz y en Génova haya una concepción similar de democracia. ¿Conoce usted un país que no haya incluido en su tarjeta de visita la fórmula «estado democrático»? No bajó Moisés del Sinaí con un tratado sobre doctrina política. ¿En qué parte de la Suma Teológica de Aquino se dice cuántos partidos se necesitan para que nuestro sistema sea «pluralista»? ¿O cada cuántos años han de celebrarse elecciones? ¿Dónde afirman los Padres de la Iglesia que ha de haber Comunidades Autónomas? ¿En qué capítulo de la Metafísica de Aristóteles se regula la publicidad electoral? Es cierto que el Estagirita, en Constitución de los Atenienses, señala que la multa por malversación se cifra en una cantidad diez veces superior a la defraudada. Pero para corregir a Aristóteles, nosotros disponemos de un Tribunal Constitucional presidido por Cándido Conde–Pumpido.

Las recientes elecciones legislativas francesas han supuesto un ejemplo de gran claridad acerca de qué sea la democracia. Se han celebrado a resultas del contundente triunfo del Rassemblement National (RN), la formación liderada por la señora Marine Le Pen, en los comicios del mes anterior para elegir diputados en el Parlamento Europeo. Excepto en París, el partido más votado en las elecciones europeas en cada provincia francesa fue RN. Tras la primera vuelta de las legislativas, las dos grandes coaliciones electorales hostiles a RN —el Frente Popular encabezado por un partido de extrema izquierda; y el conglomerado presidencialista— decidieron concurrir sólo en las circunscripciones donde pudieran derrotar a RN, de modo que una de estas dos coaliciones se retiró para la segunda vuelta, en beneficio de la otra coalición. Perro no come perro.

¿Qué ha sucedido en la segunda vuelta? Pues que el partido más votado (RN, 38 % de votos) es el tercero en resultados (25 % de escaños); la coalición de izquierdas obtiene el 26 % de votos, pero el 32 % de escaños; la coalición gubernamental, 25 % de votos y 28 % de escaños. RN ha recibido tres millones de votos más que el Frente Popular, pero unos 40 escaños menos; ha quedado, en representación parlamentaria, incluso por detrás de la coalición del presidente Macron. El que gana en votos pierde, en este caso.

Esta disparidad entre votos y escaños obedece al sistema electoral galo. Cada país tiene su propio sistema; en el Reino Unido, hace también pocos días, los laboristas se han hecho con cuatro de cada seis asientos en la Cámara de los Comunes, a pesar de que su respaldo electoral es de un tercio de los votantes. La suma de conservadores británicos y del partido de Nigel Farage supera en cinco puntos porcentuales a los laboristas, pero sus escaños son tres veces y media menos; el señor Farage ha logrado cinco escaños con más de cuatro millones de votos, mientras que los Liberales, con 600.000 papeletas menos en las urnas, escalan hasta los 72 diputados electos. En Estados Unidos se puede ser presidente, a pesar de cosechar en las elecciones presidenciales menos votos que el oponente: caso de George W. Bush el año 2000 o de Donald Trump en 2016. El principio de «un hombre, un voto» no es más que un criterio que orienta, pero no determina, el modo como la urna se traduce en poder electo.

Uno de los problemas de la democracia consiste en que su deslumbrante belleza abstracta es irreal; a la hora de concretar, no se trata tanto de «un hombre, un voto», sino de facilitar la formación de gobiernos. Porque, como dicen algunos, la democracia es una forma de cambio incruento de gobierno, lo cual trasluce la necesidad implícita de cambiar de gobierno cada cierto tiempo. Sea como fuere, los sistemas electorales se diseñan, en teoría, para permitir la solidez parlamentaria de dos o tres grandes partidos. Así, el cambio de gobierno se realiza mediante el llamado turnismo político o bipartidismo. No sabemos si el pueblo es sabio o soberano, pero sí estamos convencidos de que lo mejor es ofrecerle el número mínimo de opciones. Lo que no quita para que haya países con querencia por la alquimia parlamentaria, como Italia o Bélgica. Cada pueblo, su sapiencia.

Aunque no falten rectos varones y juristas decentes encargados de la urdimbre de los comicios, hay veces en que la definición del sistema electoral imposibilita o enrarece la aparición de una tercera o cuarta fuerza política de suficiente pujanza como para complicar la competencia. Una democracia muy al pie de la letra puede devenir inestable y yerma. Aparte, existen otros mecanismos —más o menos ilegítimos e incluso ilegales— que aseguran la alteración del resultado: desde el voto cautivo o clientelar —de esto sabemos no poco en España— hasta la compra del voto o el «pucherazo». Acerca de esto último, los jueces siguen pensando que no está bien. Al menos, mientras no volvamos a disponer en España de una «justicia popular», una «justicia democrática».

A la postre, las elecciones son un rito impregnado de denso pensamiento mágico. Son «la voluntad del pueblo», una suerte de «decisión de los dioses» u oráculo de Delfos. No en vano, la «democracia» no es exactamente el «gobierno del pueblo», sino el «poder de la población». El griego kratos no es tanto la auctoritas latina, sino «fuerza» o imperium. La comunidad es la que tiene el poder. Lo cual nos suele conducir a una concepción colectivista; quien no está con el pueblo está contra el pueblo. Esta actitud no es sólo palpable en los regímenes totalitarios, sino en nuestros días y de boca de los analistas más moderados y más centristas posibles.

De hecho, han respirado con alivio, toda vez que el partido más votado en Francia no ha ganado las elecciones. La democracia a veces gana y a veces pierde las elecciones. En Francia, la democracia ha ganado, aunque no en votos. Aún más: «Francia derrota a la ultraderecha», titula en portada El País. Porque los que han votado al partido más votado en Francia no son Francia, se colige. No son «pueblo». Es complejo de entender y de explicar. Si RN hubiese alcanzado la mayoría absoluta en la Asamblea Nacional, la conclusión «correcta» sería decir que la democracia ha perdido.

Se adivina, pues, que el pueblo es «pueblo», pero no siempre. Si nos referimos a «las instituciones que nos hemos dado» —todo lo que sea «nos hemos dado»—, entonces el pueblo sí es «pueblo». Pero, por poner un ejemplo, si hace un año el PP y Vox hubiesen sumado en el Congreso cuatro diputados —cuatro entre 350, una minucia— más de los que obtuvieron, ¿el pueblo habría sido «pueblo»? Esto recuerda a una etapa de Pablo Iglesias —el que ahora ha montado la Taberna Garibaldi, en un freudiano homenaje a la Isabel Díaz Ayuso de los bares y terrazas, y en honor a un revolucionario del siglo XIX que derrocó a los Borbones de Nápoles para entregar media Italia a otro rey—, cuando animaba a «rodear el Congreso». Porque el Congreso no representa al «pueblo», si elige como presidente a alguien «de derechas». En cambio, los escraches dejan de ser «jarabe democrático» si se los aplican a él mismo en su palacete de Galapagar. El Congreso es «el pueblo», si dentro mandan los nuestros, por decir de manera resumida.

Algunos pensarán que todo eso no es más que el sectarismo y la hipocresía que siempre han sido a la largo de la historia humana. Quizá, pero no del todo. Porque nos hemos olvidado de que descendemos del «pacto social», de Locke, de Rousseau, y muchas otras mentes. La «voluntad popular» no es, necesariamente la expresada en las urnas. Alguien como Chesterton diría que la voluntad popular debe incluir a las generaciones que nos han precedido, opinión que hoy apenas comparte nadie, porque el «pueblo» hoy ¿qué es? ¿Son franceses, españoles, alemanes, belgas esos millones de extranjeros que viven en nuestros territorios? ¿Nacer aquí, de padres foráneos, en un gueto donde nadie tiene intención de asimilarse —a una supuesta tradición, cultura, civilización—, es el signo inequívoco de ser español? Son preguntas que ni siquiera nos atrevemos a formular. Al menos, en voz alta. La democracia, el pueblo. Son conceptos que van más allá. La «voluntad popular» es una especie de Espíritu inasible. Es, de hecho, nuestro nuevo dios.

Rousseau negaba el concepto de pecado original —Chesterton, por el contrario, decía que esta era la verdad teológica más evidente— y aceptaba el de «buen salvaje», aunque, en su caso, se trataba de una idea alejada de la realidad histórica: no creía que, de hecho, hubiera existido o vaya a existir nunca un pueblo primitivo que viva según los cánones del «buen salvaje». Rousseau se refería más bien al hombre tal como nace y sale de la naturaleza, y al cual él llama el «hombre natural», en contraposición al «hombre artificial». Este «hombre natural» (espontáneo, silvestre) es bueno y se guía según sus impulsos y su empatía. Podría decirse que, antes de que lo corrompa la sociedad —el heteropatriarcado, por ejemplo—, el «hombre natural» inspira la «voluntad general». Por eso, el modelo político de Rousseau se caracteriza por la sumisión al poder del Estado y a la «voluntad general», que es abstracta, colectiva, orgánica, y con la que el individuo se identifica. Esa «voluntad general» no es, en consecuencia, el consenso explícito ni tampoco el resultado de unas elecciones concretas, sino lo que se supone que debe ser la aspiración ideal de la comunidad.

En la práctica, este modelo de democracia —transmutada en antropología y teología— explica que hoy el adjetivo «democrático» haya desplazado a otros como «bueno, justo, bello». Asumimos que lo democrático es el nuevo criterio antropológico, más allá del bien y del mal —no es casual que el «bien común» ha cedido el paso ante el «interés general». Por eso, es innombrable no sumarse a lo que decide la democracia. No ya el pueblo, sino la democracia. La democracia ha hablado. Va más allá del pueblo y nos ha conducido a una etapa que supera los principios fundamentales del Derecho. Entre la «democracia» y el Derecho, estamos hoy forzados a optar por lo primero.

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