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Los escritores y sus maníasMario de las Heras

Los lápices, esos seres vivos que torturaban a John Steinbeck

El autor de La perla, premio Nobel en 1962, tenía una limitante fijación con sus instrumentos de trabajo que confesó en sus diarios

Madrid Actualizada 04:30

El escritor John Steinbeck

John Steinbeck, autor de La perla, Al este del edén , De ratones y hombres o Las uvas de la ira, entre algunas de sus novelas más famosas, las cuales tuvieron su correspondiente versión cinematográfica (quizá la más famosa de ellas fue Al este del edén, dirigida por Elia Kazan y protagonizada por James Dean), desarrolló una verdadera obsesión por los lápices, estudiados en su forma, longitud, tipo de mina, marcas o modelos.

Hablaba de ellos como de un amigo

En los diarios que escribió precisamente en la época de Al este del edén, dejó el detalle manuscrito de su ofuscación lapicera de auténtico experto, una autoridad en lápices, como Luis XVI de relojes, como si se tratase de un diario escrito para recibir tratamiento psiquiátrico, lo cual es, tantas veces, el destino oculto de la escritura, el desahogo en un sentido o en otro. Primero empezaba hablando de sus preferencias: «Están entre el Calculator negro que robé en Fox Films y el Mongol 2 3/8 F, que es bastante oscuro y escribe muy bien, de hecho mucho mejor que los lápices Fox».

Julie Harris y James Dean en una escena de Al este del edén (1955)

De la descripción y las sentencias, pasaba inmediatamente a las inseguridades y contradicciones, acaso una acumulación de conocimientos sobre lápices que hacía tapón sobre su discernimiento: «He descubierto un nuevo tipo de lápiz, el mejor que he tenido nunca», hablaba como de un amigo. «Por supuesto también cuesta tres veces más, pero es negro y blando, a sí que no se rompe. Creo que siempre usaré estos. Se llaman Blackwings y se deslizan de fábula sobre el papel».

La tragedia del lápiz roto

De este modo continuaba con sus disquisiciones acerca del lápiz totémico, el instrumento freudiano: «He buscado durante años el lápiz perfecto. He encontrado algunos muy buenos, pero nunca el lápiz perfecto (...) Ayer utilicé un lápiz especial blando y fino que se deslizaba de fábula sobre el papel, así que esta mañana he querido repetir la experiencia, pero no ha funcionado, se ha roto la punta y ha sido un desastre...». Es la auténtica tragedia del lápiz roto a la que sigue toda una vida en común, como ver una película sobre hormigas y sus hormigueros y sus afanes:

«El afilador de lápices eléctrico pude parecer un gasto inútil, pero nunca he tenido nada que use más y me resulte más práctico». Toda una declaración de amor al afilador: «Afilar a mano todos los lápices que utilizo cada día, no sé cuántos, pero al menos sesenta, no solo me llevaría mucho tiempo, sino que me cansaría la mano». Y entonces llega de nuevo un momento de confesiones de niño y de carboncillo y de diván: «Me gusta afilarlos todos de golpe y así no tener que volver a hacerlo en todo el día. Dirás que me hace perder bastante tiempo, pero también he conseguido algo: me he liberado de la sensación de apremio con la que comencé a escribir estas páginas, y eso es exactamente lo que pretendía».

De repente empiezo a humear y a echar chispas

El lápiz como objeto de liberación y también de tortura: «Bueno, aquí están; acabo de afilarlos. ¡Ay, Dios mío!, creo que mi afilador de lápices se ha estropeado. Y si es así me pondré malo. Tendré que comprar otro o hacer que me arreglen éste. Cuando acabe el trabajo lo abriré y veré qué le pasa. Si no puedo arreglarlo, es probable que recibas una llamada pidiéndote que te des prisa. Aunque tal vez descubra lo que le pasa. De repente empiezo a humear y a echar chispas, y eso no tendría que pasar. Dependo mucho de esa máquina».

El crudo testimonio de las dudas, del miedo o el terror, de la hipocondría, de la dependencia absoluta de un objeto fino, pequeño y alargado, su instrumento sagrado de trabajo, del que padecía con la aprensión propia no de una cosa, sino de una parte de su cuerpo y de su alma.