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20 de septiembre de 2024

Vinicius, en el partido del Real Madrid ante el Betis del pasado domingo

Vinicius, en el partido del Real Madrid ante el Betis del pasado domingoAFP

El Debate de las Ideas

El racismo de Vinicius

Un profesor africano solía confundirme con un compañero que me sacaba una cabeza en la que crecía un cabello muy diferente del mío. Un día le pregunté por qué no era capaz de distinguirme de mi compañero, y me replicó: «Perdona, pero es que, para mí, todos los blancos sois iguales»

El anónimo autor de El Lazarillo de Tormes pone en boca de su protagonista el relato de una existencia marcada por el orgullo del lucro —nada de honra del alma, ni cultivo de virtudes o santidad— y de la satisfacción de los placeres y necesidades que —según Rousseau— constituyen la naturaleza humana previa a que la sociedad nos corrompa. Dice Lázaro que, teniendo ocho años, a su padre lo condenaron por unos hurtos: «confesó y no negó, y padeció persecución por justicia». Añade Lázaro: «Espero en Dios que está en la gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados». Luego explica que el padre falleció en «cierta armada contra moros», y podemos interpretar que el padre, desterrado por sus escamoteos, andaba entre la morisma al servicio —como acemilero— de algún noble muslim. Para solventar el quebranto, la madre de Lázaro «determinó arrimarse a los buenos por [=para] ser uno de ellos»; comenzó a cocinar para estudiantes de la universidad y lavar ropa para mozos de caballerizas. Al frecuentar este ambiente de establos, conoció a un negro —podemos entender que era un siervo— de nombre Zaide.

La madre de Lázaro y Zaide intimaron hasta el límite de engendrar un hermanastro para el protagonista de esta novela. Con el chiquitín disfrutaba Lázaro, pero el pequeñuelo sentía espanto cuando veía entrar en la casa a su padre: «¡Madre, coco!», decía, porque estaba acostumbrado a los rasgos blancos de Lázaro y de la mujer que lo había amamantado. El negro Zaide se reía y replicaba: «¡Hideputa!». Lázaro reaccionaba de modo similar: «habíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas, de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne y en el invierno leños a que nos calentábamos». Esta familia «no normativa» —por usar una denominación hodierna— no pudo continuar mucho más tiempo su próspera y feliz existencia, porque las autoridades no aceptaron los abundantes hurtos de su nuevo padre, émulo del anterior. Tras una larga serie de azotes, los jueces establecieron que Zaide y la madre de Lázaro no podrían seguir viéndose.

Dos años después de que esta novela —picaresca, resentida, anticlerical, descreída— se publicara, en Granada se concedía la cátedra universitaria de Gramática Latina a quien suele conocerse como Juan Latino. Este Juan había nacido esclavo, hijo de una esclava negra traída de África y cuya ama era hija del Gran Capitán. A Juan le encomendaron quedar como sirviente personal de Gonzalo, hijo de su dueña y más o menos de su misma edad. La relación entre ellos —como solía ser habitual entre un paje o ayuda de cámara y su señor, en aquella época— fue comparable a la amistad que hubo entre Cicerón y su esclavo y secretario Tirón. Juan acompañaba a Gonzalo a la universidad y permanecía fuera del aula, pero atento a las clases. Cuando tenía veinte años, Juan fue manumitido y pudo ser estudiante de pleno derecho. Obtuvo el título de bachiller y se convirtió en maestro. Se casó con una de sus alumnas, que era de familia noble, y tuvo cuatro hijos.

Más o menos en el año en que se casó Juan Latino, fallecía Hernán Cortés. El conquistador extremeño había tenido dos esposas legítimas —españolas y blancas— y dos destacadas concubinas —Malinche, de cuna noble y perteneciente a la alianza de castellanos y totonacas y tlaxcalas contra los aztecas; e Isabel, hija del emperador Moctezuma—, aparte de varias amantes más y una docena de hijos, muchos de ellos habidos fuera del matrimonio. Cuando, al cabo de tres siglos, Méjico se emancipó de España —e inició un recorrido cuyos primeros pasos fueron la pérdida de Tejas y, dos décadas después, la entrega de la mitad de su territorio: California, Arizona, Nevada…—, una gran parte de la población de la América que hubo estado gobernada por la Corona era mestiza o mulata. Blancos, negros e indios se habían estado mezclando —y porfiando— con una intensidad como quizá nunca se haya hecho hasta la fecha. Asimismo, desde la nación Apache, Tulum, las profundidades de Guatemala, las calles de Lima o la inhóspita Patagonia, los rostros precolombinos continuaban tan prístinos como cuando arribaron los Pinzones al despertar el otoño del año 1492. Algo que hoy puede comprobarse paseando por ciertos barrios de la capital española.

No en vano, en las Cortes de Cádiz de 1812 Dionisio Ucchu Inca Yupanqui y Bernal —amerindio de tez aceitunada, educado en el Seminario de Nobles de Madrid— formaba parte del nutrido grupo de diputados no peninsulares que daban fe de que «la Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». Él, que lamentaba los «ultrajes hechos a aquellos inocentes de Ultramar» y criticaba la manera como España gobernaba América, fue uno de los que defendió el fin de la esclavitud —todavía al exceso de labor lo llamamos «trabajar como un negro», aunque quizá porque tengamos en mente al confederado con su látigo y sus inmensos campos de algodón. El ecuatoriano Mejía Lequerica —con nombre de calle madrileña y defensor de la plena igualdad de derechos— fue otro de los abolicionistas de Cádiz. Un tema que hubo de debatir en sede parlamentaria, a finales del siglo XIX, Cánovas del Castillo y que persistía en la Cuba de los cafetales y las plantaciones de caña. Bastantes de los últimos esclavos en la Cuba española eran chinos procedentes de Estados Unidos —llegaron a la isla caribeña embaucados por los patronos de las zafras, y quizá dieron origen a ese dicho de «engañar como a un chino».

Un tanto de huella hispánica también hay, hibridada con la francesa, en aquellos descendientes de los esclavos de Nueva Orleans que han acabado alumbrando el jazz, el blues y el germen de la música comercial popular a que estamos acostumbrados. Aparte de esa gastronomía —cajún, jambalaya, para quienes lo conozcan mejor— que sabe a Mediterráneo, pero con más aderezos y otros aromas.

Durante la Edad Media, la mitad meridional de España —y Aragón— estaba bajo gobierno mahometano; nuestros califas eran de estirpe siria y de piel clara como la leche, ojos garzos y cabello cobrizo o dorado. Un considerable contingente del ejército califal eran eslavos —la etimología de eslavo y esclavo es la misma—, y otros eran de pellejo obscuro como el azabache. Durante aquellos siglos, judíos, muslimes y cristianos —esas eran las únicas razas, las del credo— vivían en barrios separados, con leyes diferentes y discriminación legal. Tanto en la tierra dominada por la Cruz, como en aquella donde imperaba el Corán y la Sharia.

A los descendientes de la raza hebrea expulsada de España en 1492 la dictadura de Primo de Rivera les concedió el acceso a la ciudadanía. Cierto que se trataba de una medida limitada, ambigua, poco clara y, en principio, pensada para los sefardís que vivían en el Marruecos bajo soberanía española. Pero, tras el dictador, tanto la II República como los embajadores y cónsules del gobierno franquista durante la II Guerra Mundial ampliaron esa puerta —en la extremeña Hervás, de donde procedía mi tatarabuela, los sefardís habían permanecido, desoyendo el decreto de los Reyes Católicos. Franquearon esa puerta decenas de miles de familias judías —sefardís y no sefardís— que, con pasaporte español, lograban eludir el portalón de los trenes de carga cuyo trayecto concluía en Dachau, Auschwitz y otros centros planificados como «solución definitiva» por parte de los ingenieros de la «raza superior» y del Reich Milenario que duró doce años.

En la España del «Desarrollismo», las niñas empezaron a jugar con muñecas negras —como aparece en La gran familia (Fernando Palacios, 1962)—, y en las Cortes aparecieron procuradores de Guinea y del Sahara. Con la Transición bien avanzada, un médico guineano —y profesor de universidad en Canarias— anduvo, con su esposa y su hijo, unos días en casa: viviendo con nosotros pudo ayudarnos a atajar un gravísimo problema. Luego, a lo largo de mi vida, he tenido algún que otro profesor negro: como el rey Baltasar, todos eran divertidos, cercanos y fascinantes. Uno de ellos solía confundirme con un compañero que me sacaba una cabeza en la que crecía un cabello muy diferente del mío. Un día le pregunté por qué no era capaz de distinguirme de mi compañero, y me replicó: «Perdona, pero es que, para mí, todos los blancos sois iguales». Uno de los grandes aprendizajes de mi vida.

Fuera de las cosas importantes de la vida —donde, como una vez me dijo Jorge Bustos, podemos permitirnos ser populistas sin mayores consecuencias—, está el fútbol. Cierto que hay lugares donde los hinchas convierten el escudo de su equipo en una religión fanática y, aparte de memeces y excentricidades maradonianas, la sangre llega a los ríos. Pero, por término general, ese delirio de turba que provoca el fútbol suele verterse en la catarsis de algunas represiones, y sale más barato que acudir a un psicólogo de la escuela de Freud. Recuerdo, con apenas diez o doce años, ir al campo de fútbol del Linares con mi padre y un tío suyo. Aquel pariente ya casi anciano era un señor apocado, timorato, dominado por su esposa. Sin embargo, en las gradas del estadio se transformaba como el científico del relato de Robert Louis Stevenson, y no paraba de insultar, en especial al árbitro. Sin necesidad de motivo. El fútbol tiene eso. Señores que, según nos dicen, son hermosas almas —como Gaspart, aquel que fuera presidente del Barça— y se comportan con la camiseta de su club como posesos con la boca repleta de espumarajos y la xenoglosia de la palabrota. Hubo una época en que personajes pintorescos como Ruiz de Lopera, Jesús Gil o José María Caneda aportaban una pimienta un tanto zafia a esta otra parte del espectáculo. Porque el fútbol quizá no nos vuelva racistas, sino que, durante un rato, nos retrotraiga a aquella caverna brutal de la que nacimos. Puede que se trate de la mejor manera de recordarnos que somos salvajes aún en proceso de refinamiento.

Y puede que Vinicius no se haya dado cuenta de que —más que pertenecer a la raza de los Lamborghinis, como diría Pedro Sánchez— forma parte de una escueta raza: la de aquellos futbolistas que, con menos de 24 años, han marcado (y ganado) en dos finales de la Copa de Europa, el torneo por excelencia dentro del universo del balompié. La vida consiste en emanciparse de ruido y centrarse en la esencia. Epicteto —que fue paciente esclavo durante una parte de su vida— aconsejaría a Vinicius: «No seas esclavo de aquellos que te increpan desde el graderío». Walt Whitman escribió algo que se recita en El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989): «¡Subir al patíbulo, adelantarme ante los cañones de los fusiles con perfecta indolencia!».

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