Albert Serra y la tauromaquia fílmica que retrata el relativismo almodovariano
Hay ideas, cultura, en Serra (con independencia de los gustos de cada uno), frente a las soflamas sectarias que han ido ocultando la original frescura monotemática del manchego
Hasta el antitaurino y animalista Urtasun, el ministro de Cultura más sectario de la democracia española, dijo que estaría «encantado» de ver el documental sobre el torero peruano Andrés Roca Rey, obra del inclasificable (o puede que perfectamente clasificable en su inclasificabilidad) director español Albert Serra.
La revista Cahiers du Cinema lo seleccionó cuando apenas tenía 30 años entre los mejores directores de su generación. Quizá Urtasun haya oído campanas, como casi siempre, de la carrera única del gerundense, fuera de cualquier tópico. De su buñuelismo del XXI, de su surrealismo moderno y versátil o de su mirada extensa.
Quizá no imaginaba con sus elogios que el cineasta que contaba con todos los aparentes requisitos para ser incluido en el nuevo canon occidental resultó ser taurino. Ahí ha habido una falla en el sistema de la que existe curiosidad por ver cómo sale Urtasun, en cualquier caso nada que no se pueda solucionar con la demagogia acostumbrada o directamente con la mentira.
No se entienden sus conocidas, hasta la saciedad (parece un disco [de vinilo] rayado), opiniones sobre la imposibilidad de entender cualquier espectáculo donde se dé el «maltrato animal» y sus recientes declaraciones de estar «encantado» de ver una película supuestamente donde se ve ese «maltrato animal».
Ha habido un cortocircuito en el sistema «urtasuniano», «sumariano» y gubernamental, que además ha puesto en evidencia los parabienes hacia todo lo almodovariano que el León de Venecia ha elevado a los cielos de la gloria cinematográfica de parte. De parte porque todo lo que filma el manchego tiene un sentido ideológico y hasta argumental completamente rígido en comparación a la obra de Serra.
El director de Tardes de Soledad, presentado en el Festival de San Sebastián contra viento y marea, ha rodado ahora sobre tauromaquia, pero antes lo había hecho sobre el mito de los reyes magos, sobre el mito de Drácula mezclado con el de Casanova (toma ya). La mezcla siguió con 101 horas de filmación sobre Hitler, Goethe y Fassbinder (hala), hasta la crítica sobre la crisis nuclear de Pacifiction. Lo que se podría llamar un director de mundo frente a Almodóvar, un director que no se ha quitado en cuarenta años las pantuflas de estar en casa para rodar.
Hay ideas, cultura, en Serra (con independencia de los gustos de cada uno), frente a las soflamas sectarias que han ido ocultando la original frescura monotemática del manchego, ciego ya de política y casi profano en el arte. Serra se atreve a mostrar el mundo del toro, a través de la gran figura actual de Roca Rey, y de hablar de ello sin tapujos, definiéndose como taurino en su heterogeneidad personal y cultural. Un diez para su objetivo cinematográfico, donde habla con claridad de la «muerte poética» del toro con la modernidad de un auténtico moderno.
Y no de uno falso que ya casi solo se aprecia en el atrezo para cubrir el silencio artístico que dejan sus películas más allá de su nombre. Serra dice con orgullo que va ir junto a Almodóvar al Festival de Nueva York, donde Almodóvar es ya absolutamente previsible y Serra va a triunfar con la tauromaquia y su visión verdadera, pura y no tergiversada. La verdad (con una mirada personal) del toreo y de la Fiesta.
«No sé que les pasa», dice tranquilamente a los que critican la tauromaquia. «Protestad contra las injusticias sociales, los problemas de la calle, pero no ante una obra de arte...», ha dicho, como si fuera la horma del zapato del progresismo, al menos el artístico, que palidece sin esperarlo ante la falta de complejos, los redaños creativos singulares de Albert Serra.