Fundado en 1910
César Wonenburger
Bocados de realidadCésar Wonenburger

¿Qué salvarían los españoles: su cine o el vino?

Francia ya prefirió el champán a sus películas, mientras Trump les pone ópera a sus invitados de Mar-a-Lago y se despide el gran colaborador español de Orson Welles, que llegó a suplicar un papel en la televisión

Actualizada 04:30

Humprey Bogart e Ingrid Bergman brindan con champán en 'Casablanca'

Humprey Bogart e Ingrid Bergman brindan con champán en 'Casablanca'GTRES

Cine por champán. A eso se redujo, en grandes términos, la negociación que durante los años de despegue de la gran industria cinematográfica norteamericana desplegaron los más altos representantes diplomáticos franceses y estadounidenses.

En Hollywood lo tenían claro, pero mucho más aún en Washington. Como en los años 30 había dicho un alto político de aquella gran nación: «Allí donde penetre una película americana, allí se venderán más gorras americanas, más automóviles americanos y más productos de nuestro país».

Los franceses, siempre preocupados de su rico patrimonio cultural, de ofrecer una visión propia y particular del mundo a través de sus poetas, pintores, cantantes y cineastas, cazaron al vuelo las intenciones de los norteamericanos y se propusieron blindar su incipiente industria cinematográfica.

No era tan poderosa como llegó a serlo (antes de la guerra) la UFA en Alemania, el primer gran centro mundial de elaboración de películas (hábilmente destruido y descabezado tras la derrota), pero procuraba a los franceses buenas dosis de entretenimiento servido por artistas y operarios locales.

Viéndole las orejas al lobo, que comenzaba a expandirse rápidamente por toda Europa desde su guarida de Los Ángeles, las autoridades impusieron ciertas condiciones para limitar el libre flujo de películas norteamericanas, y proteger de ese modo sus propias creaciones, al menos, en sus fronteras. Pero los amigos del otro lado del Atlántico se opusieron a cualquier suerte de cuotas. Y presionaron donde más suele doler.

Los políticos estadounidenses amenazaron con imponer aranceles imposibles al champán y otras viandas galas si a su cine no se le permitía circular con total libertad en aquel país. Los franceses optaron, entonces, por la bebida. Humphrey Bogart y Claude Rains sellaron con espumoso su eterna amistad.

Ahora, Trump exige que España derogue las normas que ponen trabas a su industria audiovisual, tanto en las salas como en las plataformas, para garantizar un mínimo espacio a la exhibición de productos españoles.

Así que no resultaría ocioso preguntarse: ¿estaríamos dispuestos a rebajar las dosis de Resines o Verdú para que el Ribera del Duero y el aceite de oliva pudieran exportarse con menores aranceles a Estados Unidos? Una vez ceda el histerismo, de esto básicamente va la cosa: negociar.

Trump, inesperado DJ lírico

Las crónicas que han acompañado, estos días, las andanzas de fin de semana de Trump lo dibujan como a un nuevo Nerón. Tras pulsar el botón rojo de los aranceles, no habría tenido reparo alguno en retirarse plácidamente a sus dominios de Mar-a-Lago para jugar al golf, como si tal cosa. Y acto seguido, según se ha informado, incluso disfrutó de una mágica cena «a la luz de las velas».

¿Cómo se habrá desarrollado uno de esos banquetes nocturnos, tan habituales en la cálida residencia sureña del mandatario? Algunos detalles tenemos, y otro tanto podemos conjeturar, gracias a las oportunas revelaciones de uno de eso personajes secundarios que, a veces, resultan de mucho más efecto que los principales –mayormente obligados a guardar una cierta discreción–, a la hora de calibrar los actos y pensamientos íntimos de los poderosos.

Al morir uno de sus hermanos, durante el velorio, Trump se encontró hace unos años con un cantante, un proclamado tenor que solía amenizar los actos privados del familiar, cosas de beneficencia y saraos varios.

Conmovido por la actuación que este hombre, Christopher Macchio, realizó allí mismo (alguna canción sacra, suele prodigarse mediante el Ave Maria de Schubert), el hoy dos veces presidente se presentó ante él. «Quizá algún día llegues a ser tan conocido como mi buen amigo, Luciano Pavarotti», le dijo.

A partir entonces, Macchio se convirtió en un colaborador asiduo de Trump que, durante la última campaña electoral, contó con él en citas tan relevantes como su mitin en el Madison Square Garden, donde interpretó una versión del clásico New York, New York.

Macchio suele visitar con cierta frecuencia Mar-a-Lago, unas veces como invitado y casi siempre para amenizar los encuentros. Por él sabemos que a Trump no solo le gusta la ópera, si no que hasta suele ejercer de dj durante las cenas. Sirviéndose de un IPod (ahora será ya un IPhone), el líder de los republicanos va seleccionando la música para los comensales, donde jamás faltarían los grandes «hits» de la lírica.

Pensando en la selección del pasado viernes, lo más natural, ahora, sería decir que ese día, entre sus propuestas, debió figurar la Inmolación de Brunilda, el final de El ocaso de los dioses de Wagner, cuando el mundo corrupto de quienes solo codician bienes materiales y poder colapsa por completo para dar paso a un nuevo amanecer. Demasiado obvio, incluso si Macchio nos descubriera que su patrocinador resulta ser un leal devoto wagneriano.

Adiós al amigo español de Welles

Ha muerto Juan Cobos. ¿Y quién demonios era Juan Cobos?, se preguntarán algunos. El titular del obituario publicado en este mismo periódico lo expresa claramente: tertuliano de cine, o sea, no como los palmeros habituales de este o aquel político, sino de los genuinamente útiles al bien común, como lo eran sus frecuentes apariciones en los programas de Garci.

Pero Cobos fue algo más, un animador cultural de primera fila por su espíritu inquieto, un apasionado del séptimo arte al que precisamente el veneno de su cinefilia, sus amplios, sólidos conocimientos de la historia y el oficio pudieron truncar la materialización de personales aspiraciones e intuidas habilidades artísticas.

Si uno tuviera que elegir entre pasarse la vida intentando poner en pie el proyecto de una película que nunca llegará a hacerse, o llevarle la maleta a Orson Welles, ¿qué elegiría?

Por supuesto, Cobos fue bastante más que el amanuense del autor de Ciudadano Kane. En primer lugar, gozó de su amistad, un bien más preciado que cualquier otra cosa tratándose, encima, de un prodigio como Welles. Pero sobre todo pudo aprender a su vera, cuando trabajó como ayudante de dirección en Campanadas de medianoche, esa obra maestra.

A algunas personas el contacto directo y frecuente con sus ídolos les infunde vigor, a otras, en cambio, las aplasta o cohíbe hasta la inacción. Algo de esto ocurrió con Cobos, que también fue secretario de Berlanga. Escribió algunos guiones, realizó un par de cortos, pero jamás pasó de ahí como autor.

Sus mayores logros quizá consistieran en preservar los recuerdos de glorias pretéritas, las que pudo saborear al costado de genios inmortales, para su mejor difusión. También para eso se precisan colosos. Sin sutiles poetas capaces de glosar las virtudes del héroe, estos últimos verían mermada su grandeza.

Los genios también suplican

El Teatro Real inaugurará su próxima temporada con la misma producción de Otello que ya ofreció unos años atrás, ahora con otros cantantes. En su nuevo curso, el coliseo madrileño desea rendirle tributo a Shakespeare.

No estaría mal que a alguien se le ocurriese, en esos días, proponer un ciclo con las películas que Orson Welles rodó basadas en el genial bardo: precisamente «Otelo», pero también Macbeth y Campanadas a medianoche (su visión de Falstaff), rodada en España.

A Welles le pasó como a Verdi: igual que el compositor italiano, se despidió del mundo sin ofrecerle su definitiva obra maestra, una adaptación de El Rey Lear. El director sentía una especial admiración por las versiones que el compositor italiano había realizado de Otello y Falstaff, sus últimas creaciones para el teatro: “Verdi compuso obras magníficas en su juventud, y tuvo un éxito clamoroso.

Pero en su etapa intermedia se limitaba a supervisar los montajes de sus óperas, a orquestarlas… a trivialidades, principalmente. Luego, cuando ya era viejo, alguien le dijo: ‘Wagner ha muerto’. Y revivió. Y compuso sus mejores óperas, después de décadas sin hacer nada”, afirmó.

Bueno, en realidad, eso no sucedió realmente así… pero ahora no vamos a ponernos aquí a discutir con un Welles ya desaparecido. Hubiera resultado un impagable privilegio llegar a disfrutar de su Rey Lear.

La financiación nunca apareció. Para todos esos actores y directores actuales que, estos días, se quejan de la dureza de su profesión, aquí va la lacerante súplica de uno de los mayores entre todos, el propio autor de Sed de mal, a un productor mientras intentaba poner en marcha, sin éxito, su Shakespeare:

«No hay ‘mientras tanto’. Hay la cuenta del supermercado. No tengo dinero y es urgente. Me estoy volviendo loco. No puedo permitirme trabajar con la esperanza de obtener ingresos en un futuro».

«Es la hora de esforzarse al máximo. Lo único que hago es sudar y trabajar. Soy prisionero de unas simples cifras. Si consigues meterme en la maldita pequeña pantalla, me cambias la vida». Solo eso pedía un Welles que ya había realizado todas sus grandes obras, aunque se refiriese a la televisión como «basura».

3
comentarios
tracking