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César Wonenburger
Bocados de realidadCésar Wonenburger

Ni Belén Esteban «salvará» a Pedro Sánchez

El magnate de «Ciudadano Kane» no pudo con Roosevelt y Marisú cae presa de sus propias contradicciones, mientras Yvonne Reyes se despeña entre fragmentos de Joseph Roth y tres jóvenes españolas conquistan los teatros europeos

Actualizada 01:19

Ciudadano Kane (Amazon Prime Video y Movistar+)

Fotograma de 'Ciudadano Kane', de Orson Welles

«A menos que los estadounidenses deseemos seguir trabajando indefinidamente para dar dinero a Europa, debemos procurar personalmente que el hombre elegido como candidato a la presidencia este año tenga por lema ‘Estados Unidos primero’».

¿Lo aquí transcrito formaba parte del programa electoral del republicano Trump a la presidencia de su país? ¿Acaso se trate, tal vez, de un tuit inadvertido de Elon Musk en su propia red social?

En ningún caso: pertenece a un discurso radiofónico que el todopoderoso magnate de los medios de comunicación, William Randolph Hearst (el mismo al que Orson Welles retrató en Ciudadano Kane), dirigió a sus compatriotas en 1932.

Contra los deseos, influencia y manejos del empresario, Garner perdió por un puñado de votos, los que sirvieron para proclamar a Roosevelt, que luego se convertiría en presidente.

El primer mandato de Roosevelt fue el del constante forcejeo entre Hearst y el nuevo inquilino de la Casa Blanca. El magnate quiso, desde el inicio, convertirse en su principal consejero. Roosevelt le dio largas porque le parecía un personaje atrabiliario y, aunque guardase las formas, lo despreciaba en privado.

La pugna entre ambos fue continua, intensa y variada. Ninguno se propuso causarle verdadero daño al otro, aunque Hearst (que llegó a tener en nómina, como articulistas, a Mussolini y a Hitler), le enseñó los dientes varias veces con editoriales y campañas radiofónicas contrarias a las políticas de Roosevelt.

Mientras, el presidente valoró recíprocamente un par de sucias artimañas para acabar con el editor: desvelar su relación adúltera con la actriz Marion Davies y, sobre todo, enviarles a ambos a un inspector de Hacienda (algo que han practicado con ahínco Solbes, Montoro y ahora Marisú).

En el último tramo, un Hearst definitivamente herido en su orgullo (anteponía su deseo de ejercer una suerte de presidencia «in pectore», mediante su influencia, al cuidado del negocio, y casi acaba en la ruina absoluta) se lanzó finalmente a la yugular de su rival. Cayó derrotado. Roosevelt se reeligió con una mayoría abrumadora.

Aunque los tiempos sean otros distintos, los medios de comunicación nunca ganan las elecciones, como bien sabe Trump y parece ignorar Pedro. Por más que Belén Esteban se convierta en vehemente prescriptora, y hasta pueda llegar a entrevistar a las vicepresidentas (las verían muchas más personas que si lo hiciera la esforzada hooligan Intxaurrondo); Broncano intente convencer a los jóvenes de que la derecha es el demonio que prohibirá el «Orgullo» y reinstaurará la Mili, fusilando de paso a todos los trans; a Oughourlian lo envíen de vuelta a Londres privándolo de su abono en el Real, y Contreras logre poner en marcha un «Telemaratón Sánchez» de 24 horas con Afra Blanco de mamachicho, el péndulo de la calle parece haber comenzado ya mismo a dictar su sentencia inapelable. Solo falta que pongan las urnas.

La universidad pública catalana al rescate de Alves

De Stefan Zweig siempre puede aprovecharse todo, también sus aforismos, que andan por ahí reunidos en un librito publicado el año pasado. Hay uno, por ejemplo, que comienza afirmando que «dos horas en España son una experiencia más intensa que un año en Inglaterra».

Ciertamente, nada más hay que reparar en lo que ha sucedido aquí desde el viernes, que empezó con Alves, doctor en marrullerías sobre el terreno de juego (pero al que no por eso, ni mucho menos por la desgracia de ser hombre, se le podía condenar sin pruebas serias), y ha seguido inmediatamente con los rebuznos del Gobierno contra la universidad privada.

El reduccionista imaginario de Marisú, propio de la actriz protagonista de la nueva Blancanieves «woke» (que dice haber sentido «pánico» al ver la película original de Disney, con esos hombres acosadores), logra que algunas de sus obvias contradicciones se vuelvan en contra del panfleto.

Esos malvados depredadores, ricos y poderosos, como Alves, deberían buscar apoyo, en trances tan decisivos para sus propios destinos, en otros como ellos.

El deportista, naturalmente según su instinto sobrevenido de clase (nada más hay que ver a la familia), debió haber contratado, para su defensa, a uno de esos abogados como los que aparecen en las series: engreídos, altivos y testosterónicos, resultado de los privilegios que concede el haberse licenciado en alguno de esos centros académicos a los que solo se accede con dinero y las debidas relaciones (la ausencia de méritos del alumno siempre puede compensarse mediante oportuna donación, un nuevo anexo para la biblioteca, del progenitor).

Pero aquí resulta que la auténtica heroína del «caso Alves» es una mujer, doctora en Derecho Penal por la Universidad de Barcelona. Sin los sólidos conocimientos de Inés Guardiola, una de las mejores penalistas que hay en España, aplicados al expediente, el futbolista seguramente seguiría con sus pachangas entre presidiarios.

La fábula construida con las ideas primarias de la vicepresidenta patina: una chica de orígenes plebeyos, formada además en el sistema público (que solo concibe la formación de mentes puras, rectas y concienciadas) jamás se plantearía sacar de un apuro a un detestable machirulo, encima acusado de violación.

Pero Inés Guardiola no solo ha salvado a Alves, cobrándole una minuta tan merecida como elevada, si no que ha aparecido en todos los medios celebrando jubilosa que «por fin se ha hecho justicia».

¡Qué inmenso desvarío! Una fémina proletaria, educada gracias a los impuestos, alquila su talento al vil abusador de la favela. Vaya, tampoco estudiar en la pública ofrece ya garantía de los más acreditados valores (y si la abogada, con lo ganado, puede enviar a sus hijos a Harvard, seguro que no lo dudará un segundo).

Yvonne Reyes en el espejo de Joseph Roth

Pepe Navarro, para los mayores, ha pasado a la historia como la persona que puso de moda en España la fórmula norteamericana conocida como «late night», esos espacios televisivos de la última franja horaria en los que un presentador carismático invita a los famosos para que vendan lo suyo entre chascarrillos (casi siempre aderezados con unas gotas de tabasco), además de incorporar gracietas y alguna actuación musical o incluso circense.

La caída en picado del periodista se certificó el día siguiente a la cancelación de su programa, cuando a veces se dejaba caer por Joy Eslava, donde ya solo se le acercaban para saludarlo (hace ya tanto que no había ni selfies), los relaciones públicas del lugar, comerciales de provincias y alguna contorsionista habitual.

A falta de nuevos formatos, ahora ha regresado a las pantallas para aclarar, de nuevo, su historia de presuntas paternidades con una antigua compañera, la venezolana Yvonne Reyes.

Al ver las imágenes presentes de esta última, y pensando también en sus sustitutas en la gran picadora audiovisual, las nuevas ninfas recauchutadas de insulares paraísos prefabricados, solo cabe pensar en aquello que un día dijo Joseph Roth, aquel extraordinario escritor «gallego» (pues nació en Brody, pequeña localidad de la Galitzia, entonces perteneciente al berlanguiano Imperio austrohúngaro):

«A medida que crece su peso y edad, víctimas de un penoso reglamento, las cimbreñas bailarinas van resbalando poco a poco y de la región en la que se derrocha bajan a aquella en la que ya se hacen números, luego a donde se ahorra y, finalmente, a donde solo se gasta por pura casualidad». La buena prosa todo lo embellece.

Tres jóvenes españolas triunfan fuera

España no es país amable con el talento propio. Antonio Machado lo explicaba diciendo que «nos falta respeto, simpatía y, sobre todo, complacencia en el éxito ajeno». Pero aún lo clavaba mejor cuando expresó: «No creáis que ese hombre silba al torero –probablemente él lo aplaudió también–: silba al aplauso».

¿En qué programa de «broncanizada» máxima audiencia (pero valdría también para El Hormiguero, donde siempre van los mismos) se ha entrevistado a Rosalía Cid, Serena Sáenz o Sara Blanch?

Las tres son jóvenes sopranos españolas, en la treintena (alguna casi recién estrenada), que derrochan voz y palmito por los mejores teatros de ópera de Europa.

Rosalía Cid acaba de cantar Falstaff en La Scala milanesa, donde ya ha intervenido en otras dos producciones. Por el momento, ninguno de los grandes teatros españoles la ha contratado. Tampoco le hace falta. La próxima temporada participará en cuatro óperas de las que ha programado la Semperoper de Dresde, uno de los mejores teatros de Europa. Inaugurará allí el curso lírico con el Falstaff de Verdi, y también aparecerá en La Bohème. Mientras, en unos días, cantará con la Orquesta Nacional de Francia, Un Réquiem alemán de Brahms.

Quizá Serena Sáenz y Sara Blanch han tenido algo más de suerte, sobre todo porque ambas son catalanas y en el Liceo suelen contar con ellas (la presencia local puntúa entre el nacionalismo). Pero tampoco es que se prodiguen demasiado por los escenarios españoles. Sáenz, que acaba de sacar un cedé, actuará varias veces en los principales coliseos líricos de Alemania, la Bayerische Staatsoper de Munich, donde protagonizará un nuevo montaje de Rigoletto, y la Staatsoper de Berlín.

Ayer se supo que la nueva producción de Peleas et Melisande, de Claude Debussy, que La Scala ofrecerá como una de sus principales apuestas para el año próximo, tendrá como protagonista a la tarraconense Sara Blanch.

Todo esto ocurre cuando el tenor asturiano Alejandro Roy, que apenas pisa los teatros españoles (solo los pequeños), acaba de cantar Aida en el Met de Nueva York. Pero aquí, ya se sabe, lo de fuera siempre es lo mejor (y lo más caro).

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