Andy Warhol quería un mundo sin latinos
El adalid de las vanguardias no deseaba viajar con cubanos feos, a Santiago Segura lo envían a la hoguera los partidarios del «Orgullo», mientras Bernard Shaw ya reivindicaba la paradoja y ‘Tardes de soledad’ desprende ramalazos de verdad frente al arte vacuo de Arco

A Andy Warhol no le gustaban los latinos
Al organizar la anual visita a Arco (más que nada por ver si en alguna ocasión comienza a declinar el engaño y se regresa a aquel Arte verdadero, el que suscita embeleso), me detuve a ojear los diarios de Andy Warhol. Aquellos en los que el cotizado artista norteamericano registraba con afán notarial lo que le costaba cada taxi.
En una de sus entradas, de 1980, el fundador de la célebre Factory escribe: «La línea Nueva York-Miami es la peor que se puede coger. Los pasajeros son horribles, puertorriqueños, cubanos y sudamericanos, es fatal. Florida ha cambiado de verdad. Es muy diferente, un mundo totalmente nuevo». Y seguramente peor, viene a insinuar.
¡Cielos! ¿Y cómo es que este hombre no ha sido cancelado, sus obras retiradas de las principales pinacotecas?
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Aunque algún policía de la moralidad reparase en el ácido comentario, la progresía ya se encargaría de absolverlo sin juicio póstumo alguno. Acaban de hacerlo ahora, también, con la propia Karla Sofía: después de zarandearla brevemente, sus colegas actores la han rehabilitado en España. Le han concedido un premio en reparación por el escarnio del Oscar (apreciadas las otras actuaciones, jamás lo hubiese merecido).
En cambio, del pobre de Carlos Vermú, un director otrora venerado por sus compañeros y la crítica, nadie se acuerda ya. Ejecutado mediante un reportaje que consignaba una retahíla de abusos cometidos contra varias chicas, jamás probados (que se sepa, no parece haber demandas en su contra), el silencio ominoso de la profesión lo condena a buscar empleo, quizá en Bollywood.
A Santiago Segura no le van los disfraces
Santiago Segura aún no ha comprendido que no estamos para bromas. Hay que darle a leer los Ensayos escépticos de Bertrand Rusell, donde ya se advertía sobre «el recrudecimiento del puritanismo», esa nueva tiranía de los que promueven la indignación moral ante cualquier opinión o idea que cuestione alguno de los dogmas del «wokismo».
El famoso cómico se ha deslizado, con temerario arrojo, por una de las pendientes más pronunciadas de la nueva indignación al referirse como «frikis», en tono jocoso, a aquellos de los participantes en los animados festejos del «Orgullo» que deciden disfrazarse como si acudieran a los carnavales de Río. Las hogueras de las redes ya funcionan para Segura a pleno rendimiento, tal que en san Juan a medianoche.
El creador de Torrente simplemente se animó a establecer una comparación entre los asistentes a los certámenes de cómics, que suelen vestirse como los superhéroes de las historietas preferidas, con quienes se ciñen la bata de cola para proporcionar más color a las carrozas mediante las que suelen recorrer las principales calles de la capital. De ese modo, a menudo se asemejan más a una fiesta de disfraces que a cualquier acto reivindicativo. Es lógico, confirmados ya todos sus derechos, como sucede en las sociedades civilizadas, ahora ya solo les restaría celebrarlo.
Y si alguien opina que quien acude a una reunión de fans de héroes de Marvel con capa y antifaz, o a una celebración de la diversidad solo en tanga y pelucón, se le puede considerar extravagante (una de las definiciones de «freak») pues no pasa nada. También hay quienes llaman «fachaleco» al que se vale de esta prenda (a veces empleada por debajo de la americana para resguardarse del frío o el viento frente al uso del más pesado gabán); o facha simplemente a quien se adorna con pulseras con la bandera española, sin que por ello estas personas invoquen para su defensa a los tercios de Flandes. Al ingenio popular, tan presente en nuestra cultura (la zarzuela, sin ir más lejos), no se le deben poner fronteras.
El sutil encanto de la paradoja
Nos falta sentido del humor. Quizá es que nos hemos vuelto todos un poco gallegos. Y, claro, así es difícil hacerse entender.
Cuando en lo alto de la torre de Hércules ardió la pira brigantina, según narra Cunqueiro, las distintas tribus celtas se dispersaron. Algunas, a lomos de aquel «dragón de alas verdes como la hoja de nogal», sobrevolaron los maretazos del bravo Orzán hasta llegar a las acogedoras costas de Eirín. Y desde allí varias de ellas aún partirían luego hacia la isla vecina, Gran Bretaña, la patria de George Bernard Shaw y de Chesterton, dos conspicuos cultivadores de la paradoja, o sea, del humor en su aspecto más noble, pulcro y elevado.
Seguro que la podemita Ione Belarra no ha leído nada del autor de La profesión de la señora Warren que, en su estreno parisino, desconcertó al público francés como contaba Julio Camba, que allí estuvo. «No saben cuando Bernard Shaw habla en broma ni cuando habla en serio; cuando deben reírse o cuándo deben enternecerse», contaba el escritor gallego, como si aquella reacción de la perpleja audiencia gala le resultase próxima, casi familiar.
A Camba, por supuesto, no se le escapaba ninguna de las sutiles punzadas de ingenio de aquel autor que se permitió despreciar el dinero del Premio Nobel porque no lo necesitaba. El periodista pontevedrés, lo mismo que Fernández Flórez o, a su propio modo singular e inalcanzable, Valle-Inclán, e incluso Torrente Ballester, había heredado idéntico talento seguramente de los ancestros comunes, celtas.
Por supuesto, tampoco a los compatriotas ingleses de Shaw, su peculiar sarcasmo les resultaba ajeno. Acudían a disfrutar de sus obras como si se tratase de «juguetes cómicos». Podían troncharse con él incluso si, en alguna ocasión, llegó a manifestarse en contra de sus propios intereses como nación. Porque en el país de la libertad, la paradoja y el whisky «siguen siendo sagrados», constataba Camba con cierta envidia. La paradoja aún se cultiva aquí (véase Rajoy), pero el alcohol lo quieren prohibir los de la generación Z. La sociedad se ha convertido en un infierno de salvadores.
A los gallegos, como a menudo les ocurre a los británicos, no siempre se nos entiende bien. Y por eso, quizá, no gastemos fama de graciosos. El humor suele dirigirse hacia la inteligencia pura, lo cual a veces resulta un serio inconveniente. ¿Verdad, Ione?
‘Tardes de soledad’, embeleso que no aparece en Arco
Absolvamos ya a Warhol. En una de las anotaciones de 1982, relata que la entonces mujer de Rupert Murdoch, el multimillonario dueño de Fox News, le escribió para que la ayudara a salvar una iglesia. El templo de san Vicente Ferrer, en la calle 66, era el mismo al que solía acudir el artista. «La gente está dejando de ir. Antes era una iglesia muy chic, pero ahora siempre está vacía», afirma.
Lo admirable no es tanto la acción que se proponían ambas personalidades como el hecho en sí: la colaboración entre una señora políticamente situada en las antípodas de aquello que podría representar Andy Warhol, y el propio artista, más afín a las filas demócratas por sus convicciones (desde luego, no comulgaba con Reagan). A su modo, ambos se elevaron sobre sus creencias por una buena causa.
En otro tiempo, asqueado de la situación que se vivía en España, Goya se piró a Burdeos. «Estaba cansado de oír las eternas disputas. No podía resistir más aquella oscilación del español entre la conformidad y la disconformidad», cuenta Gómez de la Serna. En el santuario francés halló una cierta paz de espíritu que le permitiría resucitar «al gusto por la vida» y hasta «componer sus célebres toros de Burdeos».
Salvadas todas las distancias, en el país vecino también encontró refugio Albert Serra, que siempre que puede arremete contra las limitaciones de la vida cultural española. No comparte uno el entusiasmo que los galos muestran por la filmografía de este director catalán: su aclamada «Pacificación», con su excesivo metraje y divagaciones discursivas, me condujo plácidamente hasta el éxtasis de un prolongado letargo.
Pero, en cambio, Tardes de soledad provoca todo lo contrario: resulta complicado no dejarse hipnotizar, no ya por la encadenada belleza de sus sugerentes imágenes: ese toro con la pata apoyada en el albero, que se resiste a dejarse vencer, noble como un gladiador; la escena del hotel, con Roca Rey convertido en una suerte de Jeanne Moreau en Diario de una camarera.
Lo que atrapa en este «no documental» (entiendo la decepción del maestro Amorós, porque a lo mejor iba en busca de un documental, pero esto pertenece a una categoría aparte, la de otra suerte de ficción entretejida de realidad) es cómo logra captar la verdad del fatal último encuentro entre el animal y el hombre, a su modo Duelo al sol.
En un mundo cada vez más artificioso y desentendido, de vacuas pompas y vanidades sin fin, el testimonio de algo tan real como mitológico provoca casi una conmoción, ese asombro que ni por asomo se encuentra en ninguna de las obras expuestas en Arco.