
Retrato de Herman Melville
La resistencia pasiva de ‘Bartleby el escribiente’
Un «no» disruptivo en medio de un mundo mecanizado y utilitarista
Una vez atracados los balleneros y barcos a bordo de los cuales recorrió mares y vivió pintorescas aventuras, Herman Melville se detiene en Nueva York. Le espera un puesto como inspector de aduanas cuya monotonía rivalizará con los azarosos viajes que inspiraron Moby Dick. Por su parte, será la rutina de la inspección la que confiera el porqué a esta «historia de Wall Street».

Edición y traducción de Ulalia Piñero
Austral (2012). 112 páginas
Bartleby, el escribiente
El cuento que tenemos en las manos hizo su aparición en dos entregas de la revista Putnam’s Monthly Magazine, en medio del bum del relato breve americano, y también europeo. En 1853, año en que vio la luz Bartleby, ya se leían cuentos firmados por nombres como Nathaniel Hawthorne o Stephen Crane. Melville se une al bando de la literatura que trató de librar la batalla pasiva contra la ideología del falso progreso materialista.
Un abogado de Wall Street, personaje y voz narradora de los hechos, se ve necesitado de un copista con el que ampliar su peculiar plantilla de trabajadores. Sus empleados, cada cual más singular, son justificación suficiente para que el jefe, preocupado por la productividad de sus amanuenses, contacte con el nuevo candidato. Las referencias de aquel Bartleby eran muy buenas; el hombre trabajador que buscaba. Pero quizá no el que esperaba. Aparentemente normal, súbitamente desconcertante, la actitud del escribiente y su respuesta a los postulados del jefe se convierten en el nuevo quebradero de cabeza del narrador, también en el nuestro. Desesperante a la par que cómico, Bartleby no resulta el sumiso y efectivo trabajador que prometía ser. ¿O sí? Quizá este escribiente entiende mejor que los empresarios cómo debe de ser comprendido el trabajo. Quizá la situación no es extravagante sino que profetiza la realidad que debería ser, entonces y hoy, pero no siempre es.
La archiconocida respuesta del escribiente a las órdenes de su jefe y cada una de las palabras que la componen, «preferiría no hacerlo», son un manifiesto en contra del materialismo imperante en la sociedad americana de mediados del siglo XIX. El trabajador que obra sin descanso acatando órdenes pone su foco en el hacer. Cree, erróneamente, que la tarea productiva es la única que le configura. Le configura, sí, pero más como máquina que como ser humano. Ejercer la propia voluntad, en este caso para negarse a acatar los mandatos del superior, un gesto que rompe la identificación del trabajador con el producto de su trabajo. La desesperante pasividad del nuevo copista pone en liza reflexión y producción.Frente al inhumano producir mecanizado que amaneció en el siglo de nuestro autor y perduró en el del Chaplin de Tiempos modernos (¿y pervive hoy?), Bartleby impondrá con sigilo, pero con rotundidad, su resistencia pasiva. Para acabar con el ritmo incesante marcado por el correr de la cinta de producción (de la pila de papeles a copiar) Bartleby introduce el soniquete, inocente pero impactante, de su «preferiría no hacerlo». La pausa ante el vertiginoso «progreso» de un hombre cada vez más máquina.
La ironía de Melville incomoda porque conduce a un absurdo vacío. La maestría en la forma de narrar nos envuelve y engancha a la trama hasta que, sin que nos hayamos podido dar cuenta, nos descubrimos al borde del precipicio nihilista. Entonces, nos arrepentimos de haber calificado a sus personajes de ingeniosos y de haber tomado sus intervenciones por ocurrentes. Un sinsabor que se amarga a medida que nos acercamos al final aún con cabos sueltos y un martilleo interno de chillonas incógnitas.
El eco de la réplica de Bartleby pronunciada desde un despacho neoyorquino hace casi dos siglos, resuena todavía hoy. La cuestión es si la evidente trascendencia temporal de la obra tiene también la fuerza de remover las oficinas de los empleados y empleadores actuales. El lema de este escribiente no fue entendido entonces y, por ende, parece que no todos lo entienden ahora. ¿Cabe esperar, por lo tanto, que convencidos imitadores tengan la valentía de alzar la voz y repetir aquellas palabras?
Si hay algo evidente es que el relato en cuestión ha dado la vuelta al mundo y se hace eco de las reflexiones en torno al sentido del trabajo en el moderno mundo de Melville pero también en el nuestro. Precisamente por esto, la desazón queda asegurada para el que se aventura en la lectura, de modo superficial o profuso, de este «inocente» cuento sobre un escribiente desobediente.