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Carmen Martín Gaite (1995)

Carmen Martín Gaite (1995)Casa de América vía Flickr

‘De hija a madre, de madre a hija’: una ventana y una casa vacía

Dos breves, íntimos y preciosos textos de Martín Gaite dedicados a su madre y a su hija

Escribir sobre una ausencia es a veces la única manera de reducir su silencioso impacto cotidiano. Se escribe a la persona ausente, se escribe a los espacios que ha dejado incompletos, se escribe sobre recuerdos comunes, sobre nuevas vivencias de las que esa persona ya no ha formado parte y desconoce; pasado y presente se van confundiendo, parece realidad el espejismo de narrar anécdotas a alguien que las escucha, y quien en esa ensoñación reconfortante sostiene el bolígrafo o teclea se libera, al menos un poco, un rato, del peso de la tristeza. Y aunque muchas veces es simplemente un ejercicio de desahogo, en ocasiones surgen textos tan bellos como De su ventana a la mía o El otoño de Poughkeepsie, dos brevísimos y sentidos ensayos de Carmen Martín Gaite que ha reunido y reeditado Siruela de la mano del también escritor (y amigo de Carmen) José Teruel bajo el título De hija a madre, de madre a hija.

Cubierta de De hija a madre, de madre a hija

Siruela (2025). 100 páginas

De hija a madre, de madre a hija

Carmen Martín Gaite

De Carmiña a María Gaite Veloso, su madre

En la carta a Paco Nieva en 1982 desde Nueva York, que constituye el primer relato de este volumen, la autora cuenta: «Mi madre siempre tuvo la costumbre de acercarse a la ventana la camilla donde leía o cosía, y aquel punto del cuarto de estar era el centro de la casa. Yo me venía allí con mis cuadernos para hacer los deberes, y desde niña supe que la hora que más le gustaba para fugarse era la del atardecer. […] Y en aquel silencio que caía con la tarde sobre su labor y mis cuadernos, de tanto envidiarla y de tanto mirarla, aprendí no sé cómo a fugarme yo también». Así es siempre su escritura, reposada, discreta, y llena de vida y de matices.

La evocación de su madre es un atisbo cariñoso y respetuoso a su recuerdo y la relación estrecha y cálida que mantuvieron siempre, que siempre mantuvo con sus padres, y un homenaje a todas las generaciones de mujeres «ventaneras», como ella llama, que hubieron de conformarse con observar el mundo desde el hogar, y con la mirada fantaseaban y creaban, muchas sin saber que lo hacían, literaturas que casi nunca se escribieron o conocieron. Este bello texto quedó descuidado, en espera, de formar parte de un proyecto más grande llamado Cuenta pendiente que Carmen siempre quiso dedicar a su madre, y que se frenó, al igual que otros proyectos que también abandonó (y otros tantos que sí retomó) debido a su prematura muerte en 1985. La sacudida más grande de todas.

De Calila a Marta Sánchez Martín, su hija

Carmen tuvo unos cuantos nombres a lo largo de su vida y su escritura, pero el origen de Calila es probablemente el más tierno: era, simplemente, lo que su hija Marta, de muy niña, era capaz de reproducir cuando escuchaba el tan característico Carmiña. El otoño de Poughkeepsie es también una narración autobiográfica, memorística, personal; pero también en cierto modo el origen de una novela inolvidable: Caperucita en Manhattan. Una elegía callada y dolorosa que busca el consuelo en la escritura mientras se atraviesa algo que sólo se puede atravesar solo. «Y este paisaje urbano, estremecido de vez en cuando por el pitido de una ambulancia que cruza Doctor Esquerdo, es como un ancla rara a la que se agarra mi corazón. Me he instalado en su cuarto, en su mesa. No puedo hacer otra cosa que estar aquí, donde me pilló la cornada». Del cuarto vacío tan dolorosamente lleno Carmen escribe sobre un viaje que ha de realizar al Vassar College (Nueva York de nuevo) con motivo de un curso, y entre aeropuertos, paseos, comidas y conversaciones reflexiona sobre oficios y acontecimientos rutinarios que quizá ahora se miren de una forma distinta, y surge, entre los dibujos de su amigo Juan Carlos y algunas ideas que añade ella, el argumento de la Caperucita de impermeable rojo.

«Me ha dado los papeles para que yo siga escribiendo, pero la historia se ha transformado en otra. Ahora soy yo la que tiene que orientarse en este bosque, la niña de Brooklyn pertenece a otro texto, Caperucita Roja soy más bien yo y ando atenta a la aparición fugaz de los lobos, disfrazados de psiquiatras».

Tras su estancia en Manhattan Carmen regresa a su piso, y al vacío lleno, y a ese cuaderno negro que le regaló a su hija, que miró con ojos de juguete y le puso nombre («Cuaderno de todo») pero nunca llegó a jugar con él, a estrenarlo. Se convirtió así es un refugio para Calila, para Carmen, ese mundo sin estrenar que las unía a ambas, y a ella con sus libros, con su mundo, con su vida. «Dieciocho años de Doctor Esquerdo trasplantados a este cuarto. No se puede explicar. eso no se puede poner en ningún cuaderno, por muy «de todo» que sea». La apacible soledad de la escritura como puente, la mirada muy a lo lejos de una ventana, muy lejos de aquí para recordar y volver a llegar a las personas que nos mantenían, y mantienen todavía, muy cerca de la vida. Una delicia de lectura que duele y cura a un tiempo, como hace siempre la literatura.

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