Mil dólares por ver a Denzel Washington
El actor norteamericano triunfa ahora en Broadway, mientras en Sitges se baila flamenco, una princesa reivindica a Mari Trini y Murakami regresa a sus vinilos imprescindibles

Denzel Washington en el photocall de Otello
El fenómeno Taylor Swift lo contamina ya todo, hasta la denominada alta cultura. Está de moda apoquinar el equivalente a un sueldo mínimo por disfrutar un par de horas con el artista favorito. En el pop lleva tiempo ocurriendo, aunque nunca se habían pagado las cifras actuales.
Algo más insólito es que suceda con Shakespeare. Pero ya estamos ahí. Las entradas que permiten disfrutar con la mayor comodidad del Otello que Denzel Washington (con Jake Gyllenhaal como el pérfido Jago) acaba de estrenar, este pasado lunes, en Broadway, rozan los 1.000 dólares. Y prácticamente no quedan para el resto.
En comparación, se podría decir que, en Madrid, las localidades similares para descubrir al Mozart juvenil de Mitridate, durante su estreno en el Teatro Real, el domingo, costaban casi 500 euros.
Con una sutil diferencia, el empresario privado que se ha arriesgado a proponer un drama isabelino al lado de los musicales de la Gran Manzana se juega su propio patrimonio cada día: si pierde, quizá quiebre.Aquí el Estado y el resto de las administraciones públicas subvencionan al Real y al Liceo para que las localidades «sólo» le cuesten al aficionado ese dinero. En Berlín, Viena, Milán o París ocurre más o menos lo mismo, porque en Europa el acceso a la cultura está garantizado por la Constitución. Pero en los teatros líricos de esas ciudades las entradas son más baratas: el Siegfried del estreno en la Scala, previsto para junio, tiene el tope en los 300 euros (cifra nada desdeñable, pero es casi la mitad que entre nosotros).
Hace unos pocos años el Liceo presentó un déficit importante. ¿Y cómo se solucionó? El gobierno de la nación acudió presto al rescate, porque para eso sí son «muy y mucho españoles», que diría Rajoy. A cambio, se debería hacer algo por bajar esas entradas.
Cataluña es flamenca…, y España pampera
Y hablando de España y Cataluña… Acaba de estrenarse en Filmin una suerte de chispazo final a la estupenda serie británica The Split. La ficción, que parecía haberse agotado en su última temporada, ha querido complacer ahora a sus fieles seguidores con un coletazo: un episodio extra, dividido en dos, para nostálgicos.
Con ese motivo se han traído la acción hasta Barcelona, y así lo anuncian, mediante el nombre de la ciudad pegado al título: una promoción impagable. El gancho consiste en celebrar una suerte de «gran boda griega», pero en una masía. La hija de los abogados londinenses protagonistas de la serie se casa con un español, que habla con un acento medio chicano. Así justifican la jarana mediterránea.
Entre las licencias que se permite el guion, hay una especialmente curiosa. La noche anterior al enlace, las mujeres van por su cuenta hasta Sitges para celebrar la despedida de soltera. Allí deben acudir todas encantadas a una especie de tablao, porque lo que se escucha fuera del establecimiento es flamenco. El alborozo es máximo, tanto así que las guiris se lanzan, en plenas callejuelas, a bailar desinhibidas su propia versión andaluza.
Ya lo decía el mismísimo Falla. En la historia española hay tres hechos fundamentales para la música: «la adopción por la Iglesia del canto bizantino, la invasión árabe y la inmigración y establecimiento en España de numerosas bandas de gitanos».
Ocurre siempre así. Ya pueden esforzarse más con las embajadas, organizando muestras de sardana en Seúl, que para el común de los extranjeros, como refleja esta ficción a cargo de la BBC, Cataluña será por siempre España, con sus tradiciones más extendidas.
Claro que otro tanto ocurre en buena parte de Estados Unidos con la propia España. Resulta que, en la meca del progresismo cultural, Hollywood, durante la última celebración de los recientes Oscar, se invitó a Penélope Cruz para que entregara uno. Nada más aparecer la actriz madrileña sobre el escenario, ¿cuál fue la música que tocó la orquesta? «Por una cabeza», un tango gardeliano…
En buena lógica, Alcobendas debe caer por La Pampa, si no es un barrio bonaerense más. Porque España, como creen tantos estadounidenses, forma parte indivisible de Latinoamérica.
Entre princesas y chamanes, podría volver Luis Aguilé
Mientras Trump se complace en jugar cada día a su propia ruleta de la fortuna (hoy te impongo un arancel, mañana te lo quito y pasado lo recupero y te lo vuelvo a subir aún más), la economía norteamericana podría llegar a resentirse del bailecito.
Eso aseguran los expertos, aunque la ciencia económica parece más cosa de espiritistas, magos y chamanes visto lo que ocurre en España: todo el mundo se queja en privado de lo mal que van las cosas, pero luego llega el Gobierno y presenta unas cifras más propias de uno de los tigres asiáticos, en eterna expansión.
En el amago de recesión, algunos sociólogos de Estados Unidos (que también, lo mismo valen para un roto que para un descosido) han creído identificar una nueva tendencia en su reciente consumo cultural. Al parecer, ante el funesto presagio de malos tiempos para el bolsillo, la gente acude a la nostalgia. Y la añoranza de mejores épocas se expresa mediante el regreso a lo de toda la vida, como la música de los 70, 80 y 90, escuchada en vinilo. Ellos sabrán.
Desde luego, en España, lo último ahora mismo entre los más modernos es redescubrir a mitos ya olvidados. Por ahí anda un productor fascinado por rescatar, en clave reguetonera, a Los Chichos, que en su día cantaban Amor de compraventa, algo de perenne actualidad.
Más sofisticada aún, una princesa de cuento de hadas, Ona Mafalda (Sajonia Coburgo), ha redescubierto a aquella cantante de voz aguardentosa, Mari Trini, que en su momento fijó las demandas de un nuevo feminismo, más sensato que el extremista en boga, con Ya no soy esa.
La hija artista de Kyril de Bulgaria y Rosario Nadal se ha procurado un arreglo contemporáneo de la canción y desea convertirla en su propio himno para reivindicarse como lo contrario a «una señorita tranquila y sencilla». Nunca hubiéramos esperado otra cosa de ella. La versión original no tiene color, aunque la nueva dé mejor para los próximos atardeceres ibicencos.
Entre tanta visita al desván, cualquier día se les aparecerá el fantasma de Luis Aguilé y, entonces, puede que le metan chunda-chunda a Juanita Banana, mucho más moderna, en su encantador delirio, que cualquiera de las cosas que se suben cada semana a Spotify.
Murakami reivindica a sus héroes musicales
Ha vuelto a hacerlo Murakami. Si en el pasado ya nos ofreció algunas reflexiones sobre la música clásica, en un libro a cuatro manos junto al director Seiji Ozawa, con el que mantuvo un ameno diálogo sobre sus gustos, ahora fija su atención en su gran pasión por el jazz. Esta vez no precisa de mayor muleta que las propias experiencias acumuladas en innumerables audiciones de largo recorrido, aunque también se trate de una colaboración.
La nueva obra, Retratos de jazz, surge de las ilustraciones que el pintor Makoto Wada realizó de un buen número de músicos. Murakami traza semblanzas sobre cada uno de ellos, casi todos grandes figuras, aunque algunas no tan conocidas fuera del ámbito exclusivo de los más partidarios.
El autor de Tokio blues se muestra gozoso y apasionado, como si la música le aportase el entusiasmo vivificante de la juventud. Parece que volviera a descubrir las mismas tempranas ilusiones que suscitaron en aquel adolescente los vinilos que le sorprendían al frecuentar la vieja tienda de discos, situada a poca distancia del santuario sintoísta de Hanazono.
Sorprenderá, quizá, su predilección por la voz ya rota de la Billie Holiday decadente frente a la satinada perfección de Ella Fitzgerald. Aquí se decanta siempre por los espejos rotos, los contornos borrosos o esa vitalidad rebelde que se obstina en saltarse las reglas.
Para quienes deseen compartir sus confidencias y adentrarse en sutiles laberintos de los que luego es complicado salir, a la vista de placeres tan inesperados como duraderos, resulta una gratificante experiencia (lo dice alguien al que el Murakami novelista le deja gélido).