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César Wonenburger
Bocados de realidadCésar Wonenburger

Cataluña indulta al íntimo de Putin

La guerra de Ucrania termina en Barcelona, mientras el perro de Sean Baker contribuyó al triunfo de Anora, Netflix ofrece un Gatopardo empoderado y la bisnieta de Wagner subleva a los espectadores del Liceo

Actualizada 04:30

Vladimir Putin condecora a Valery Gergiev

Vladimir Putin condecora a Valery GergievAFP

Con tiempo nublado conviene buscar el amparo de los clásicos. Y entre todos, Chesterton proporciona siempre munición de primera: «Hay algunas cosas más importantes que la paz y una de ellas es la dignidad de la naturaleza humana». Los amanuenses que le escriben los discursos al hoy ardoroso premier Starmer tenían la sublime cita a mano. Pero sus lecturas no alcanzarán hasta el creador del Padre Brown.

«Correría cualquier riesgo antes que someterme a esa indignidad espiritual, en que el hombre no se atreve a dar ese paso ni ante la más urgente injusticia ni ante el motivo más caballeresco», añade el escritor.

Los territorios se defienden sobre el terreno, con ejércitos, y Europa no va a recurrir (como los rusos con los coreanos del norte) a embarcar en la defensa de sus propias fronteras a cubanos, marroquíes o palestinos.

Los alemanes del Este no quieren saber nada de atacar a sus antiguos protectores (quizá persista en ellos el síndrome de Estocolmo), y tampoco las nihilistas juventudes de la otra Europa «próspera» (Italia, Francia, España…) se van a levantar ahora de la cama para ir a pasar frío, ni aunque tuvieran ya los tanques enemigos en el portal. Antes que empuñar un fusil, emigrarían a Punta del Este con la visa de papá o buscarían refugio hasta en Managua.

Por eso, al advertir que los rusos han ganado ya la guerra, comienzan los indultos. El conocido director de orquesta Valery Gergiev, uno de los más fervorosos partidarios de Putin, que en su día firmó el manifiesto por la anexión de Crimea, y últimamente ha obtenido de su buen amigo el cargo de responsable del Teatro Bolshoi, resultó ser uno de los primeros purgados en cuanto estalló «el conflicto».

Como se negó a condenar la invasión, ayer y siempre, Munich lo expulsó de su Filarmónica, la Scala no le dejó ni concluir los ensayos de una ópera de Chaicovski y en el Met neoyorquino se convirtió en un apestado.

Durante estos años de forzoso enclaustramiento en Rusia, Gergiev solo ha dirigido dos veces en el extranjero: una en China, la otra en Irán. Pero ya tiene en su agenda una tercera invitación. En 2026, acudirá con todos los honores a actuar en Barcelona, en el imponente Palau de la Música. ¿Será que Puigdemont va más adelantado en los reportes sobre lo que va a ocurrir de lo que elucubra el resto?

La verdadera IA son los perros

Pero no nos desviemos de Chesterton… En el mismo artículo sostiene que «el hombre intimidado» (se ve que El Fary también lo leía) «pronto va a ser gobernado por los gatos y los perros». Y yo digo más: la verdadera Inteligencia Artificial son estos últimos.

En artículos y noticias de todo pelaje se abona estos días la zozobra de unos tiempos próximos en los que la profecía que Stanley Kubrick ya perfeccionó en su visionaria 2001 se cumplirá, acaso sin remedio. Llegará un día en que los futuros robots, hartos de limpiar el polvo, pretendan gozar de nuestros hijos. Pero antes de esa cruenta rebelión, se alzará la más silenciosa de los perros, que ya vienen ganando posiciones y han comenzado a dar algún susto, incluso.

Hay canes y canes, también es verdad. El de Sean Baker, director galardonado con el Oscar por Anora, según confesó durante el discurso que dio cuando además recibió su otra estatuilla por el mejor montaje, le ayudó en esta última tarea. No especificó en qué había consistido su perruna colaboración, pero ahí queda eso. Desde luego, viendo algunas recientes series españolas sería recomendable que contrataran a la mascota de Baker.

Aunque luego está la otra cara, la que debiera preocuparnos más: ese animal que propició una de las noticias más suculentas de la pasada semana. Un fiero perro, puesto de farlopa, entró en un trance siniestro que solo concluyó tras devorar a sus amos. Se empieza compartiendo con ellos las natillas y acaban adueñándose hasta de lo prohibido. A la hora de beber, por ejemplo, conviene alejar de estos entrañables compañeros ese delicioso whisky japonés por el que a veces caen las máscaras.

Un 'Gatopardo' con pretensiones feministas

El príncipe de Salina mostraba casi más amor por sus canes, majestuosos dogos y mastines, que hacia sus hijas. A estas últimas las comparaba con simios, resultado de limitados intercambios sanguíneos entre la aristocrática parentela para preservar el linaje.

Pero eso sucedía en la obra maestra de Lampedusa, El gatopardo, una de las grandes novelas del siglo XX, tanto como en la posterior película de Luchino Visconti, donde se verifica eso tan extraño de que una pieza artística inspirada en otra anterior casi la supere (se da también, por ejemplo, con el Macbeth de Shakespeare y el que compuso Verdi, en otro ámbito).

La versión que estos días propone Netflix a modo de serial lo tergiversa todo para plegarse al espíritu de los tiempos presentes. Concetta, la hija del príncipe Fabrizio, adquiere por fuerza un protagonismo que no tiene en ninguna de las obras de referencia, porque el asunto en aquellas no es reivindicar la lucha feminista, sino más bien reflejar con cierto melancólico pesimismo algo que atribulaba tanto a Lampedusa como a Visconti: la inevitable caída de su clase por el ascenso de otra más vulgar que, con renovada ambición, supo hacer lo imprescindible para reemplazarla.

Visconti sabía perfectamente de lo que hablaba. Había vivido su propio «gatopardo» en casa: el padre, un noble de agotados medios, se casó con una de las mujeres más ricas de Milán, cuya fortuna se había forjado en el «innoble» comercio.

Por eso, por esa evocación nostálgica de pretéritos esplendores que evocaba la película, el partido comunista italiano rompió con el director, señal inequívoca de que había rodado algo bueno e importante.

Nada de lo que la versión del responsable de Senso contiene: la precisión de los movimientos de cámara que aporta Giuseppe Rotunno; la elegancia del vestuario de Piero Tosi; la música inalcanzable de Nino Rota (que incluso recuperó un vals perdido de Verdi), ni los infinitos matices de los que Burt Lancatser (al que Visconti no había querido, al principio, por considerarlo un «vaquero») se sirve para su sutil retrato del príncipe, se encuentra ahora en esta espuria serie, que en Italia han masacrado convenientemente.

Lo de Netflix es como un Gatopardo confiado al alumno más listo de Visconti, Franco Zefirelli, magníficamente ambientado pero vacío en su interior.

Abucheos para la bisnieta, ovación para Wagner

En Barcelona ha ocurrido lo más lógico. El estreno de una nueva producción de Lohengrin de Wagner, a cargo de la bisnieta del compositor, se ha saldado con un sonoro fracaso para la directora. Los tremendos abucheos que Katharina Wagner tuvo que escuchar en los saludos finales incluso parecieron sorprenderla.

Los acogió con una sonrisa entre nerviosa y despectiva, como si no se esperase la reacción del público del Liceo, el teatro que en España ha demostrado siempre una mayor devoción hacia el autor de Tristán e Isolda. Todos los aplausos fueron para la labor musical.

Parecería como si la dama hubiese interiorizado que su sola presencia, investida de esa autoridad directamente emanada de su pariente, bastaría para embaucar a los asistentes, que no compraron el botijo averiado.

Tras haber pagado sus costosísimas localidades, no parecían dispuestos a dejarse engañar, otra vez, con un nuevo camelo: la apropiación intelectual de la obra de un autor para volver a alimentar otro de esos pretendidos, absurdos escándalos que solo generan el limitado prestigio que les conceden sus cómplices, directores de los teatros.

Por supuesto que no puede haber una visión única de Lohengrin. Y el tío abuelo de Katharina, Wieland, ya se encargó de mostrar otras en el siglo pasado, algunas ciertamente audaces al establecer ciertos paralelismos entre el héroe de esta ópera y otros caudillos bien conocidos, más próximos.

Pero esto no puede servir como carta blanca para utilizar las obras de arte como vehículo para la exposición de las ocurrencias surgidas de agendas personales (cuando no resultado de la propia estulticia) que nada tienen que ver con las auténticas intenciones del original. Para eso, que apuesten por nuevas creaciones.

Aunque, claro, si ponen en un teatro el Lohengrin de Wagner (en cualquier montaje, la gente siempre querrá escuchar su música) y en el de al lado «Elsa empoderada en el país de los despropósitos», una nueva obra de Katharina Wagner, esta última se arriesgaría a quedarse sola.

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