Mario Vargas Llosa: El Perú que soñó y confrontó
La muerte de Mario Vargas Llosa nos ha golpeado a los peruanos como un maremoto que arrastra recuerdos y pasiones encontradas. No siempre fue profeta en su tierra, aunque el mundo lo aclamó sin reservas

Mario Vargas Llosa durante la presentación de su libro 'Tiempos Recios' en Madrid
En el Perú, su nombre despierta pasiones opuestas: hay quienes lo veneran como el arquitecto de nuestras historias más profundas, y quienes lo rechazan por sus posturas políticas, vistas como un giro desde la rebeldía hacia las élites. Pero todos reconocemos que su pluma trazó el alma de nuestro país, y su Nobel, aunque tardío, fue un triunfo que sentimos como propio. Sus grandes novelas son faros de nuestra identidad.
La ciudad y los perros irrumpió como un relámpago, mostrando una Lima partida por el clasismo, donde los cadetes del colegio militar Leoncio Prado libran batallas que reflejan nuestras luchas por el poder y la supervivencia.
Conversación en La Catedral es un abismo de desencanto, un retrato del Perú bajo la dictadura de Manuel Odría donde la corrupción lo devora todo, y su pregunta —«¿en qué momento se jodió el Perú?»— se clavó en nuestra conciencia hasta transformarse en un mantra nacional.
La guerra del fin del mundo nos lleva al Brasil del siglo XIX, pero su épica de fe y resistencia es un espejo de Hispanoamérica, de sus sueños y tragedias.La tía Julia y el escribidor, con su chispa y calidez, mezcla amor y literatura, recordándonos que las historias nacen donde la vida y la ficción se entrelazan. Cada obra es un pedazo del Perú, escrito con una tenacidad que no admite pausas.
Vargas Llosa navegó los mares de la literatura con una audacia sin igual. Del realismo crudo a la crónica histórica, de la comedia romántica al drama político, exploró casi todos los caminos literarios con una prosa que cortaba como navaja y abrazaba como hogar.
Su escritura fue un desafío constante, un esfuerzo por descifrar el Perú, sus glorias y sus heridas. Pero también fue un hombre de gestos.
En 2010, cuando publiqué Estación Final, mi primer libro sobre los peruanos muertos en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, Vargas Llosa me llamó para reunirnos, a pesar de apenas conocerme.
Me instó a persistir en la no ficción, diciéndome que esas historias debían seguir siendo contadas con rigor y corazón. Me dio consejos prácticos —sobre la claridad, sobre cómo dejar que los hechos hablen— que luego guiaron mi trabajo. Ese gesto, de alguien tan grande hacia alguien tan nuevo, mostró su humanidad.
Años después, en 2017, cuando renuncié a la presidencia de la televisión pública tras el indulto del expresidente Pedro Pablo Kuczynski a Alberto Fujimori, me escribió unas líneas breves, diciendo que mi decisión era un destello de integridad en un momento de ignominia.
Su vida política fue un gran campo de batalla. En su juventud, se enamoró de la izquierda, de la revolución cubana, del sueño de un mundo más justo. Pero los autoritarismos, las promesas rotas, lo llevaron a romper con ese ideal y a abrazar un liberalismo apasionado, centrado en la libertad individual.
Su candidatura presidencial en 1990 dividió al país: para algunos, una visión moderna; para otros, un proyecto lejano a las mayorías. Perdió ante Fujimori, y su relación con el fujimorismo fue un enigma. Lo llamó «un cáncer terminal» para el Perú, una frase que golpeó como un martillo. Pero años después, pidió el voto por Keiko Fujimori, argumentando que era el mal menor.
Esa voltereta desconcertó a muchos, que veían en el joven rebelde de antaño ahora a un defensor de posturas conservadoras. Vargas Llosa no se escondió. Sus ideas, las compartiéramos o no, las sostuvo con la misma furia que ponía en sus libros.
El Nobel de 2010 fue un bálsamo para un país dividido. Durante décadas, los peruanos seguimos su carrera con orgullo y ansiedad, preguntándonos por qué la Academia Sueca tardaba tanto en reconocer a un coloso. Algunos creen que sus posturas políticas —su liberalismo militante, su crítica a los autoritarismos de todo signo— incomodaron a los jurados en un mundo donde las ideologías pesan. Otros dicen que simplemente había demasiados nombres en la lista. Pero cuando su nombre resonó, el Perú entero celebró.
Su escritura fue un desafío constante, un esfuerzo por descifrar el Perú, sus glorias y sus heridas
Ese premio fue más que un galardón: fue la validación de nuestra literatura, de nuestra voz, de un país que, a través de Vargas Llosa, había gritado su verdad al mundo. La espera hizo el triunfo más profundo: fue un reconocimiento al talento peruano, a nuestra capacidad de brillar pese a las tormentas.
Cuando el régimen de Fujimori, en un episodio de mezquindad, amenazó con despojarlo de su nacionalidad en los noventa, España lo acogió con generosidad, otorgándole una ciudadanía que él aceptó sin renunciar a su raíz peruana.
Fue un puente entre dos tierras que lo quisieron. Ahora que se ha ido, nos queda su literatura, esa escritura que no cede, que nos obliga a enfrentarnos a nosotros mismos. Nos queda el Perú que nos enseñó a leer, con sus grietas y su grandeza. Mario deja un legado en la memoria de un pueblo que lo leyó con fervor y lo debatió con intensidad, pero que siempre lo llevara cerca.
- Hugo Coya es escritor y periodista peruano.