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Carmen de Carlos
Carmen de Carlos

El Mario periodista y escritor que yo conocí

Cuando los colegas se divertían con esa figura emergente que fue Hugo Chávez (hacían lo mismo con Fidel Castro) y pocos se animaban a acusarle de golpista (que es lo que fue) Mario Vargas Llosa sacó la pluma y le definió: es un dictador

Actualizada 08:20

Escritor Mario Vargas Llosa

Escritor Mario Vargas Llosatwitter.com/FundacionFIL

Se fue Mario Vargas Llosa. Lo hizo en silencio, él que tenía el don de la palabra y el coraje de alzar la voz frente a la masa para decir las cosas como eran -y como son- prefirió no hacer ruido. En «Lima la horrible», la hermosa ciudad que amaba y donde le vi por primera vez, la muerte le visitó rodeado de los suyos, de los que le querían como era: su familia.

Estuvo años sin poder poner un pie en Perú. Alberto Fujimori gobernaba, le había ganado las elecciones y lo quería lejos. Volver significaba arriesgarse a no salir o hacerlo sin vida.

Mario se perdió muchas cosas, pero ese año, 1997, estaba decidido a regresar a su tierra. Antes de hacerlo se ocupó de que la prensa extranjera estuviera en el aeropuerto. Si le intentaban matar, detener, secuestrar o hacerle daño, el mundo se enteraría. Los españoles que habíamos hecho guardia, mes tras mes, en la residencia del embajador japones, tras el asalto del MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru) y habíamos vuelto a Lima, acudimos en un frente unido a cuidarle las espaldas.

Mario disfrutó como nunca, la universidad de Lima le distinguió con los reconocimientos propios del gigante de las letras que era. En su casa de Barranco nos contó la historia del libro que acababa de publicar: Los cuadernos de don Rigoberto, donde despachó sin pudor las fantasías de un personaje que, como él en otros terrenos, decidió probarlo todo o casi todo.

La experiencia más amarga quizás fue su aventura como candidato a la presidencia de Perú en 1990. Un individuo que hablaba mal el español, le había vencido. Ese sujeto, con rostro y nacionalidad japonesa (había falsificado su certificado de nacimiento) al que costaba entender en una conversación había vencido al rey de las letras. Perú perdió un político y el mundo pudo seguir gozando de un escritor eterno.

Mario, que siempre despreció a Fujimori, se resistió a dedicarle o colarle en algún libro suyo. Al «chino» como se presentaría en otras campañas el expresidente que murió enfermo y condenado por delitos atroces, no le dedicó una línea de su literatura. Pero le entregó ríos de tinta crítica en la prensa. El periodista Vargas Llosa sólo abandonó su profesión original cuando la salud le dijo basta y eso fue hace poco, menos de dos años.

Cuando los colegas se divertían con esa figura emergente que fue Hugo Chávez (hacían lo mismo con Fidel Castro) y pocos se animaban a acusarle de golpista (que es lo que fue) Mario Vargas Llosa sacó la pluma y le definió: es un dictador. La marea «progre» se extendía de Europa a América y la condescendencia con el bolivariano, salvo excepción, era generalizada. La realidad le daría la razón, una vez más, al peruano.

Mario renunció a ejercer la política desde dentro, pero nunca le dio la espalda como periodista. Ejerció esta profesión por medio mundo, en muchos destinos le acompañó su hija Morgana. Él ponía las letras y ella las imágenes. La defensa de la libertad le costó más de un disgusto. En la Fundación que ideó para él Gerardo Bongiovanni sufrió el primer «escrache» o mejor dicho, en el autobús que le trasladaba en la ciudad argentina de Rosario. Le bloquearon el paso y le lanzaron una lluvia de piedras y cascotes. En simultáneo se celebraba el Congreso de la Lengua.

Mario ponía sus páginas y el cuerpo en lo que creía. Lo hizo siempre, hasta cuando le sacudió a Gabriel García Márquez por arrimarse, o intentarlo con Patricia, la mujer que, después de La tía Julia, se convirtió en su sombra y siempre le dejó una puerta abierta, porque Mario volvía y volvía hasta que la muerte se lo llevó hace unas horas.

Mario era peruano, pero también español. No era sólo una cuestión de papeles, lo fue de corazón. Con él en un puño marchó a Barcelona a defender la unidad de España cuando la banda de Puigdemont pretendía dar su golpe de Estado a la catalana.

A Mario lo vi en Lima, en Buenos Aires, en Madrid y en todos los libros que me firmó. Le pedía para mi madre, para amigos, la asistenta… y lo hacía sin quejarse. Desde hace 25 años, el elegido era mi hijo y eso le producía cierta gracia. Los hijos van ocupando el espacio de los padres que lo ceden felices. Eso sucede un poco con Álvaro Vargas Llosa, el defensor del legado que hace tiempo que hace historia. Quizás también, aunque de otro modo, con Gonzalo, entregado a su misión en ACNUR y enemigo, como lo fue en su día su padre, de salir en las revistas o dejarse usar para lo que antes se llamaban ecos de sociedad.

Mario Vargas Llosa, el premio Nobel, se fue. También lo hizo el padre, el amante, el compañero, el abuelo, el amigo. El hombre sin vida ya no está, pero se queda para siempre en el recuerdo y en una obra, como él, eterna.

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