
Góngora y Quevedo en la obra de teatro 'La Niebla'
Quevedo y Góngora: un choque de titanes en el Madrid del Siglo de Oro
Francisco de Quevedo y Luis de Góngora protagonizaron la más famosa rivalidad literaria de la historia de las letras españolas
Pongamos que es una oscura madrugada de un año cualquiera de la segunda década del siglo XVII. Don Francisco de Quevedo, caballero, poeta y espadachín de lengua viperina, dirige sus pasos nublados por el vino por alguna calle de lo que hoy llamamos Madrid de los Austrias y que en el Siglo de Oro era, simplemente, Madrid.
Puede ser cualquier callejón cerca de la calle Toledo, o de la plaza de la Cebada, o tal vez una esquina junto a la calle de las Huertas, o de San Juan.
Don Francisco acabaría de salir de una taberna donde ahogaba penas, se olvidaba de su cojera, disimulaba su fealdad y aguzaba su ingenio que le llevó a ser –con permiso de Lope de Vega– el más grande de los poetas y la pluma más temida.
En la oscuridad de la noche se encuentra, no era complicado en aquel momento, con su mímesis, su archienemigo, su rival a muerte: el canónigo e igualmente poeta de pluma inmisericorde don Luis de Góngora.¿De dónde podría volver el canónigo a esas horas en las que las almas respetables reposan y los trúhanes campan a sus anchas? Quizás de una de sus interminables partidas de cartas a las que era tan aficionado y tantos disgustos le ocasionó. Porque vicios, todos tienen.
Don Francisco, espada de estoque fácil y aficionado a la pendencia, bien podría haber desenfundado la toledana, o haber empuñado la vizcaína que a buen seguro escondía entre la capa y el jubón, y haberle hecho un siete en la blanquecina piel del posiblemente indefenso Góngora, veinte años más viejo que Quevedo, y resolver así el encontronazo barroco.
Y, sin, embargo, el orgullo castellano del caballero de la Orden de Santiago seguramente le habría llevado a mantener la espada en su cinto y retar a Góngora a un duelo de otra naturaleza, más igualado, y en las que no tendría todas las de ganar y sí muchas de las de perder: un duelo dialectal.
Un duelo entre el conceptismo poético de Quevedo, y el culteranismo de Góngora. Es fácil imaginarlos si echamos un vistazo a los poemas satíricos que se han dedicado nada amorosamente uno al otro en la vida real, y no en esta fantasiosa fábula.
Góngora podría haberle arrojado a la cara su célebre poema en el que le llama borracho a él y, ya de paso, también a otro de sus grandes rivales, Lope de Vega: «Hoy hacen amistad nueva, más por Baco que por Febo, Don Francisco de Quebebo y don Félix Lope de Beba».
Acto seguido, habría reprochado a Quevedo que, según decían las malas lenguas, acostumbrara a traducir a los clásicos griegos al castellano sin tener ni la más mínima noción de lengua griega: «Con cuidado especial vuestros antojos (gafas) dicen que quieren traducir al griego, no habiéndolo mirado vuestros ojos».
Quevedo habría estallado en una gran carcajada ante las ocurrencias de su enemigo. Luego habría tirado por el camino fácil y haber insinuado la supuesta naturaleza judía de Góngora, un ataque habitual en la antisemita España del siglo XVII: «Yo te untaré mis obras con tocino porque no me las muerdas, Gongorilla, perro de los ingenios de Castilla».
A continuación, le habría contestado por su insinuación de haber traducido del griego al castellano sin tener repajolera idea de la lengua de Eurípides y, ya de paso, habría insistido con la cantinela antisemita: «¿Por qué censuras tú la lengua griega siendo sólo rabí de la judía, cosa que tu nariz aun no lo niega?».
Por último, se habrían dedicado a la cara unos cuantos insultos. Góngora habría llamado borracho y cojo a Quevedo. Quevedo le habría llamado sucio, chocarrero y bujarrón. Todos ellos, insultos reales que se dedicaron en sus versos.
Tras el enfrentamiento dialéctico, cada uno se habría largado por su lado, mirándose desafiantes y guardándose la rabia para otra ocasión.
Lo cierto es que el odio que se profesaban Quevedo y Góngora es más de leyenda que real y se limitaba sobre todo al ámbito de los versos satíricos sin llegar nunca a las manos.
Una rivalidad que comenzó años antes en Valladolid, donde se había trasladado la Corte, y donde coincidieron un joven Quevedo estudiante de la Universidad y un Góngora ya afamado poeta que miraba displicente a ese mequetrefe que malamente lograba ocultar su verdadera identidad en sus versos satíricos bajo el seudónimo de Miguel de Musa.
Góngora también se llevaría a matar con Lope de Vega, y Lope de Vega con Cervantes, y Quevedo con todos. Pero la rivalidad entre Quevedo y Góngora quedaría inmortalizada en los anales de la literatura.
Una disputa literaria en la que, parece no haber duda, la historia habría concedido la victoria a Quevedo, cuyo poema «a una nariz», en donde insulta a Góngora por su preeminente apéndice nasal, es uno de los más conocidos por los españoles aún hoy: «Erase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa…».