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Jesús Montiel, en el Observatorio de lo Invisible

Jesús Montiel, en el Observatorio de lo InvisibleLorenzo Carnero / Agencia Punto Press

La infancia recordada de Jesús Montiel. El niño que he sido, el adulto que soy

El libro es un acordeón de escenas de la infancia del autor, que echa mano de recursos memorialísticos para hurgar en su pasado

No es extraño que me haya decidido a leer El niño que he sido, de Jesús Montiel (Granada, 1984). La infancia es, en lo personal y en lo literario, un tema que me interesa mucho, quizá tanto como a Rilke, quien nos enseñó que «la verdadera patria del hombre es la infancia».

Portada de El niño que he sido

Pre-Textos (2024). 64 Páginas

El niño que he sido

Jesús Montiel

Publicado por la editorial Pre-Textos, El niño que fui es un libro de breve extensión, apenas 60 páginas, una suerte de canapé literario que por la finura y sensibilidad de su prosa leemos casi como si de un poemario se tratara.

La propia portada, con fotografía de un niño con una paloma sobre la cabeza mientras mira por una ventana (obra de la fotógrafa Marcelle Vallet, según nos informa María Sotomayor, autora del prólogo), se antoja una metáfora de lo que puede ser la niñez, esa etapa promisoria en la que el futuro se revela por el momento como una nebulosa de difícil comprensión.

El niño que he sido es un acordeón de escenas de la infancia del autor, que echa mano de recursos memorialísticos para hurgar en su pasado, y yo diría también que para conocer mejor al adulto que es. Es decir, El niño que he sido es algo así como la antesala, negro sobre blanco, de «el niño que soy», en este caso un profesor de Lengua y Literatura y consagrado escritor granadino que ha diversificado su obra entre la poesía, la narrativa, el aforismo y «varios libros de difícil clasificación», como reza la solapa.

El niño que he sido no es de difícil clasificación. Muy al contrario, podemos definirlo sin empacho como un texto limpio y seductor, cosido con el hilo de la memoria, que nos conduce por la niñez del autor, cuando ya se deleitaba observando desde la ventana a los gorriones del patio de luces de su casa (que no es un mal primer paso para un poeta en ciernes).

Son muchas las imágenes, como digo, que se cuelan en esta obra: sus tres hermanos esculpiendo un muñeco de nieve, un patio con rosales y una estéril fuente de agua, el primer día en la escuela, un viaje escolar a la granja-escuela, etc.

Pero no debe pensar el lector de esta reseña que se trata solo una sucesión de imágenes inconexas. Entre líneas, se percibe una narración fragmentaria que describe la tibieza de los días: atascos emocionales, la presencia de un padre hermético, el acoso sufrido en las aulas, el asma primaveral, la falta de sensibilidad de un tutor que profetiza que no llegará «ni a barrendero…». Y tan dura como memorable es la escena en la que el autor narra la ausencia en su pupitre de su compañera Estefanía, una chica con síndrome de Down que a mitad de curso falleció por atragantamiento.

Y a todo esto, numerosos aforismos serpentean en estas páginas, algunos de ellos relacionados con el oficio de escribir. Dos botones a modo de muestra: «Los árboles son poetas sin vacaciones» y «Empecé a escribir y nunca más me sentí solo».

En la página 22, Jesús Montiel escribe que «el niño es una bola de cristal: todo cuanto ocurre en nuestra infancia profetiza el resto de nuestra vida». No seré yo quien lo dude. De un modo u otro, todos alcanzamos la madurez vistiendo los remendados pantalones cortos del niño que fuimos, ese chico o esa chica de corta edad que observaba el mundo desde una ventana, hasta que llegase el momento de tirarse al barro de la vida.

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