Termina el festival flamenco que dio a conocer a Paco de Lucía o Enrique Morente en Nueva York

La historia del idilio entre el Flamenco y Nueva York viene de lejos, y perdura, desde que puso allí un pie Carmen Dausset Carmencita a finales del XIX, y Encarnación López La Argentinita de vaivén lorqueño y ojo rasgado, también girara por bulerías algunos años después. Tanto le gustó Manhattan y el sabor de la Gran Manzana, que el exilio prescrito por lo que ustedes y yo sabemos, lo pasó allí hasta su muerte.

Después, la necesidad neoyorquina de sonidos jondos no ha cesado. Y las compañías de danza y andaluz compás, se han sucedido hasta ahora, sin prisa y con pausas, como el buen cante. Pero hay tanta afición al Flamenco que el propio Sabicas, uno de nuestros más famosos y virtuosos guitarristas, vivió allí media vida junto a Mario Escudero, –otro gran guitarrista–tras salir de gira y cogerle la guerra a destiempo junto a Carmen Amaya que, por cierto, de tanto éxito como tuvo, terminó bailando ante el presidente de las barras rojas y las estrellas, y la misma NASA le dedicó un cráter de un satélite perdido en Venus, además de una moneda en los casinos de Las Vegas, que yo no sé cuántas y cuántos de los samplers lo pueden decir.

Veinte años de festival flamenco

También Fernanda y Bernarda fueron allí para asomarse desde un rascacielos y preguntarse «¿Por dónde estará Utrera?». Y tantos otros que han ido y vuelto a verle el sobaco a la estatua de la Libertad y a recoger el aplauso americano por nuestro arte, desde Farrucos hasta Habichuelas, Morente y los Carbonell, Antonio Gades, Canales, o Joaquín Cortés; Paco de Lucía, Manolo Sanlúcar o El Güito, cuando daban un salto –o pataíta– al otro lado del océano porque, entre otras cosas, pagaban mejor que aquí. Y así, hasta el infinito.

El caso es que el Flamenco Festival de Nueva York no hace otra cosa que llevar hasta allí lo que no apreciamos aquí, y acaba de clausurar, nada más y nada menos, que su vigésima edición, tras dos años de parón por la dichosa pandemia, con una Gala de Andalucía en la que baile de Cádiz y Jerez ha sido el gran triunfador.

Mantilla, cante y taconeo

La edición de este año –que posteriormente irá a Miami y a Los Ángeles– la ha inaugurado el popular Miguel Poveda que, cuando quiere, se derrama en cante cabal, y otras veces tira al monte de lo «aflamencao». Como debe ser. Y como han hecho todos cuando les ha venido en gana, y en su libertad.

Por su parte, la bailaora María Moreno ha encandilado al público con su mantilla, y Mercedes Ruiz ha ofrecido su magisterio de taconeo regio y sentido, que ha sido jaleado por un público entregado desde el principio con ellas y con Eduardo Guerrero: esa brizna moruna y juncal, que ha ofrecido un espectáculo canónico y ortodoxo, es decir, sin cosas raras que los representantes se inventan para vender todo el pescado.

Menor suerte ha tenido María Terremoto, no por la cuna que no puede ser más flamenca, sino porque anduvo toda la velada batallando con un pinganillo como si del remate de una seguiriya se tratara. Pero a ella se le perdona todo. Porque puede y porque sabe. Y, además tiene otra oportunidad en el Instituto Cervantes de aquella orilla, y en una velada un poco más íntima. Las estrellas fueron muy bien acompañadas, precisa y salerosamente, por Miguel Rosendo e Ismael de la Rosa, junto a las guitarras de Santiago Lara y Javier Ibáñez, y la percusión de Paco Vega. Y hasta el año que viene, si Dios quiere. Porque los flamencos, donde son queridos, siempre están y se entregan. Y que cada uno, desde aquí, saque sus propias conclusiones.