El ostracismo de los nuevos artistas por culpa del 'streaming', que prefiere poner en su escaparate a las leyendas de la música
Cada día se suben más de 60.000 canciones nuevas a Spotify que no encuentran hueco entre los grandes catálogos de los artistas clásicos
Quizá usted sea de esas personas que pasan más tiempo eligiendo qué ver en alguna de las plataformas de streaming que tiene contratadas, que verdaderamente viendo los contenidos infinitos de dichas plataformas. En el Reino Unido está ocurriendo una cosa curiosa con la música. Jeff Smith, director musical de dos grandes emisoras británicas, afirma que se hace demasiada música nueva: «Cada día se suben más de 60.000 nuevas canciones a Spotify». ¿Es posible que se escuchen o mejor, que germine en los oyentes semejante profusión de melodías?
La venta de catálogos de grandes artistas
La aparición en la nueva temporada de la serie Stranger Things de la canción Running Up That Hill, de Kate Bush, ha elevado su álbum de 1985, The Whole Story, a las primeras posiciones de los discos más vendidos. Es inevitable pensar que la música del pasado es mejor que la del presente y que eso tiene sus consecuencias. Pero de lo que se habla es de los impresionantes márgenes de ganancias que las compañías discográficas están obteniendo al comprar los catálogos completos de los grandes artistas «clásicos» por cientos de millones de dólares.
La era del 'streaming', pese a lo que parecía y a lo que se apuntaba, ha hecho caer las ganancias de los artistas
Esas grandes inversiones hacen que sus canciones aparezcan en las plataformas en primera fila del mostrador. Son los algoritmos que ya rigen nuestra vida en muchos aspectos. La era del streaming, pese a lo que parecía y a lo que se apuntaba, ha hecho caer las ganancias de los artistas quienes, los que pueden, han hecho el negocio redondo de vender su «patrimonio».
Los nuevos artistas que aún no tienen ese patrimonio aducen que el sistema de la música por streaming, el algoritmo, es un ciclo de retroalimentación cuyo propósito no es presentar nada nuevo sino dar lo que ya se conoce, donde ellos tienen todo que perder.
Las estadísticas muestran que se está consumiendo una proporción cada vez mayor del mercado de escuchas «antiguas». Del 52 % de 2016 al 72 % por ciento el año pasado. Es como si los músicos «muertos» (en realidad muchos lo están) estuvieran acabando con las posibilidades de los músicos vivos. El catálogo se está comiendo a la producción nueva, que no encuentra hueco.
La radio musical, donde se presentaban los nuevos artistas y los nuevos hits, se escucha cada vez menos en favor de las plataformas. En estas aparecen los catálogos de Bob Dylan o Bruce Springsteen, quienes recientemente han vendido sus canciones a sus productoras de toda la vida que ahora, por supuesto, las ponen las primeras en el escaparate. Y no en las tiendas de discos que no existen, sino en las plataformas de streaming, donde también están los nuevos artistas, esos pequeños barcos que no pueden competir con los transatlánticos.
Los responsables de las discográficas admiten que las plataformas están abarrotadas de música sin salida. Ed Howard, el copresidente de Atlantic Records, dice que «la mayoría de la gente no busca febrilmente nueva música, y ciertamente no después de los 25 años». En cambio, vuelven a los viejos favoritos. Si dices algo como «Alexa, toca jazz», es más probable que escuches a Miles Davis que, digamos, a la estrella del jazz británico en ascenso Moses Boyd».
El algoritmo indescifrable
Algo que afecta hasta a los artistas beneficiados de esta situación con una ganancia cierta con dos caras, pues ninguna de las canciones nuevas de, digamos Elton John, va a estar por delante de sus propias canciones antiguas, que ya tienen cogidos los mejores sitios para que el indescifrable algoritmo las sitúe.
Jeff Smith teme que se rompa la «fábrica de talentos» que lleva a una banda de un sencillo exitoso a cabeza de cartel de Glastonbury.
Los nuevos artistas se lamentan de que las compañías están obsesionadas con los datos y las métricas
El problema es que los sellos discográficos están ganando más dinero con los catálogos que en toda su historia, con márgenes de hasta el 20 %. Los artistas nuevos creen que este beneficio enorme podría utilizarse para apoyarles, pero las compañías están obsesionadas con los datos y las métricas. «Lo que tiendes a tener es gente sentada en una habitación mirando TikTok, tratando de averiguar si algo ya es un éxito. Puede que tengas suerte de esa manera, pero no creo que eso desarrolle artistas que los oyentes quieran seguir escuchando durante años», admite Fuzz Chaudhery, de BBC Introducing, la plataforma de radio que presenta a nuevos talentos.
Es como si, en realidad, nadie escuchara música, o sí, pero solo la antigua, y porque la mayoría ya se ha escuchado: ya está dentro del oyente. El desencanto se empieza a adueñar de los artistas. Holly Humberstone, ganadora de un premio Brit, se lamenta: «Básicamente, tienes que ser una persona influyente...Todo es: ‘¡Publica aquí! ¡Publica allí!’¡Twitter ha bajado un 15 por ciento...!’».
Ya no importa tener unos miles de fans verdaderos y sí cientos de miles de escuchas anónimas en Spotify
Ya no parece importarle a nadie tener unos miles de fans verdaderos y apasionados en una lista de correo, como en los fanzines de antaño, al contrario que tener cientos de miles de escuchas en Spotify de gente a la que no le importa si está escuchando a un artista o a otro, que consume música como si recorriera el pasillo de un supermercado con el carrito y fuera echando en él sin mirar un producto tras otro, indiferente a lo que se va a meter en el cuerpo y en el alma.
No se debe caer en la trampa de que el pasado siempre fue mejor, pero en la época del algoritmo indescifrable que todo lo mide y condiciona, y en la superabundancia, el colmo, de la producción de canciones, series, películas, documentales que casi sepultan al oyente y al espectador, a veces se echa de menos la «limitada» oferta de entonces, cuando en la televisión ponían Tocata o el Top of the Pops, donde salieron los Joy Division y el pulso se aceleraba, o cuando, simplemente, un día ponían alguna de Indiana Jones en la tele de siempre y era toda una alegría sentarse a las diez de la noche a verla por vigésima vez.