El Real 'absuelve' a su ídolo, un Domingo de leyenda
Ovaciones interminables para el tenor madrileño en su polémico regreso al teatro de su ciudad
El veinticinco aniversario del debut de Plácido Domingo, español universal, titán de la ópera, en el renovado Teatro Real merecía mucho más que un concierto casi clandestino, ajeno por completo a la organización del propio coliseo, colocado entre los fastos del Universal Music Festival, y sin presencia institucional alguna: la acobardada clase política de su país también le dio la espalda, ajena al clamor del público que no dejó de vitorear a su ídolo desde su misma aparición en el escenario hasta el apoteósico final con los asistentes puestos en pie y toda suerte de aclamaciones laudatorias, gritos de ¡torero! incluidos, e intercambio de besos del artista, arrodillado sobre el escenario, con la platea.
Si la ola de falso puritanismo que ha sumido a los EE.UU. en una espiral de incierta salida lo ha expulsado definitivamente de su vida pública por unas acusaciones sin pruebas ni juicio, Europa ha demostrado en el «caso Domingo» que en este continente todavía se aprecia la libertad y que todo individuo es inocente mientras no se demuestre lo contrario. Pero incluso si aún si fuese juzgado y condenado –algo poco probable a estas alturas-, le quedaría el derecho a su reinserción. Aquí no sería burdamente borrado de la historia como al tenor le ha ocurrido en América, sin que se puedan llegar a reconocer, ni tan siquiera ponderar, sus valiosas aportaciones a la historia reciente de la cultura de esa extraordinaria nación.
Alemania, Austria o Italia han acogido a Domingo sin censuras, pero en España todavía pesa el veto ministerial que ha obrado en la sombra para evitar que el tributo al octogenario artista sea pleno, por la puerta grande, como se merece. En lugar de escucharlo en Nabucco, en una ópera, se ha tenido que improvisar este concierto al margen de la programación oficial del Teatro Real. Los aficionados de abono lo hubieran aclamado sin reservas, sobre todo teniendo en cuenta que a su edad, cada día que pasa, es más difícil que pueda llegar a presentarse en una nueva temporada.
Poco ha importado el apaño, la chapuza nacional, el amagar y no dar. Aunque el alto precio de las localidades (hasta los 400 euros en algunos casos), la nula publicidad o el ninguneo al artista quizá lograran que la sala no se llenase del todo como hubiera ocurrido en circunstancias normales, el «indulto» de la gente que acudió a la cita parece poner las cosas en su justo lugar: el agradecimiento al artista por tanto en tantos años se impuso sobre cualquier otra consideración. El público de su ciudad también adora a Domingo y estaba ansioso por poder demostrárselo.
Lo musical era importante, pero no lo esencial. Había ganas de revancha, de resarcir al ídolo sumiéndolo en una reconfortante ola de cariño. Pero es que además Domingo es mucho Domingo: a los 81 años ahí sigue con la voz fresca, el volumen prácticamente intacto, la musicalidad sin tacha encarnada en un fraseo de gran calidad, de otra época… y todas las mañas de quien le ha dado ya la vuelta al marcador sabiéndose al dedillo cada truco del oficio.
«Lo que no puede ser no puede ser y además es imposible», decía Joselito el Gallo. Domingo no es barítono ni por asomo, aunque se presente como tal y preste su instrumento a algunas de las gemas del repertorio. Nadie que acuda a uno de estos conciertos pretende escuchar a un Capuccilli redivivo… No, no hay milagros, aunque el cantante nacido cerca del Retiro se encuentre muy cerca de obrarlos. La gente quiere seguir disfrutando como sea de su consentido, agradeciéndole esas emociones pasadas como solo se experimentan en un teatro de ópera, y él ha encendido unas cuantas. El del Real cuenta con algunas para atesorar, como aquel Parsifal auténticamente inolvidable.
Seguro que para el tenor fue un día agridulce, volver de esta manera no es volver del todo
Si se le olvida la letra, se fuma pasajes enteros, declama o susurra cuando fallan las fuerzas, a quién le importa a estas alturas… Porque de repente, como en la romanza de La Marvailla de Moreno Torroba, o en el dúo de El gato montés, y antes en algunos momentos del gran diálogo entre Germont y Violetta, con la Sonia Yoncheva más centrada y en su auténtica salsa, saltan esos chispazos de buena ley que recuerdan al intérprete mítico, siempre entregado, cálido, comunicativo y sincero. No hay más cera que la que arde, Domigo sigue siendo tenor, mermado pero tenor, que canta obras del repertorio baritonal con sus medios actuales porque le da la gana y porque el público, que paga la entrada, quiere poder seguir escuchándole como sea. Ante eso no hay nada que oponer, sobre todo cuando la lírica actual no anda sobrada de ídolos ni de carisma.
Yoncheva venía a plegarse al divo, a acompañarlo en su noche de gloria, guardándose quizá para su esperada Norma del Liceo. Se prodigó poco: dos arias de ópera, dos dúos y las propinas zarzueleras (puso voluntad y cierto tronío en La Marchenera pero no se le entendió nada… más adecuada en El gato montés). El timbre es hermoso, posee personalidad y encanto, pero cuánto mejor le hubiera sido quedarse en el repertorio de lírica plena. Como la Leonora de Forza tiene poco que aportar y en Aida el dúo lo sacó bien, pero no se la ve abordando el título completo, tiende a forzar.
Hay que felicitar a Jordi Bernácer, el director valenciano que está desarrollando una buena carrera en Italia (Tébar y Gimeno, de su tierra, son más artistas). Se las vio y se las deseó para lidiar con las «libertades» que el actual Domingo se toma en su nuevo repertorio. Fue un acompañante más que eficaz, estuvo siempre al quite evitando posibles naufragios, aunque en ocasiones los cantantes se le desbocaran. La Sinfónica de Madrid tiene también su experiencia y el concertino estuvo muy bien en la Meditación de Thais. Se puede y se debe trabajar más en la confección de estos programas en las partes orquestales para evitar lo de siempre. Sonó otra vez la obertura de La forza del destino (cuánto se toca esta pieza y qué poco en cambio se programa la ópera completa, una de las mejores de Verdi, aunque evidentemente se requiere de un reparto estelar para hacerle justicia).
La gente salía encantada al encuentro de una noche clara y tropical. Seguro que para el tenor fue un día agridulce, volver de esta manera no es volver del todo. Pero el cariño de la gente es mucho más importante que el favor de esos fariseos que se encomiendan al temor de perder sus insignificantes prebendas ante el «que dirán». Nunca cosecharán ovaciones ni piropos como los que se escucharon en el Real para Domingo en su «absolución» popular, esa es su cruz.