Anna Netrebko alborota el Real con su 'Aida'
La soprano rusa logra un gran triunfo personal en una redonda función de la ópera de Verdi, en su regreso a Madrid
La tanda de veinte "Aidas” con las que el Teatro Real espera poder hacer caja había arrancado bien. El estreno, sin grandes alardes vocales, se saldó con éxito a pesar del cierto lastre que supuso, en la función inaugural, la aséptica lectura que de esta popular obra maestra impuso el director musical, Nicola Luisotti, mortecina en el arranque de los dos primeros actos, sin la debida tensión ni el genuino brío verdianos de un compositor que, según sostiene el gran Riccardo Muti en uno de sus últimos libros, supo reflejar como nadie la naturaleza del pueblo italiano, esa mezcla singular de «deseo, pasión, amor, silencio, desilusión, y en ocasiones también insolencia o intolerancia».
Pero en esas llegó Anna Netrebko, la diva del momento, con el permiso de Lise Davidsen, que se perfila ya como reina futurible, y ordenó parar, o mejor en este caso, arrancar. La estupenda Orquesta del Real, a las órdenes de un mucho más implicado Luisotti, pareció galvanizada por la presencia de una de las pocas personalidades líricas capaces, en estos momentos, de canalizar esa pasión inextinguible (pese al esfuerzo de algunos por apagarla con propuestas descafeinadas) de la que se nutren los auténticos aficionados.
Ópera sin complejos
Fue aparecer en escena la soberbia mezzo Ketevan Kemoklidze, y ya hubo un conato de primeros aplausos, como ocurre en el Met: parte de los espectadores debieron haberla confundido con la Netrebko, auténtica destinataria del improvisado, fallido recibimiento. Tantas ganas parece haber de estrellas en Madrid… (los responsables del teatro proclaman que para las próximas temporadas los carteles se inundarán de ellas).
Después de unos primeros minutos en los que pareció algo fatigada, falta de resuello, con «fiato» entrecortado, la Netrebko se fue recomponiendo y el peso de su interpretación ganando en solidez y coquetería, a partes iguales. Su magnetismo en escena es indiscutible, y de ello se beneficia el resto del elenco, que procura rayar a su altura, y por consiguiente el público, que puede por fin vivir una noche de ópera sin complejos, de esas que en algunos instantes elevan al espectador unos centímetros sobre su butaca como ocurre justo en el instante en el que su delantero favorito se dispone a marcar un gol.
Y la soprano rusa anotó varios a lo largo de la triunfal velada, pero sobre todo en un tercer acto de muchos quilates en el que por un momento se volvió a aquellos tiempos, cuando las voces causaban furor, como se puso en evidencia con la intensa ovación (los pisos superiores del teatro, morada habitual de la afición más acreditada y fiel, en franco alboroto) que Netrebko cosechó tras una intensa versión de «O Patria mia» culminada en un piano de esos que detienen el tiempo.
Ese instante musical constituyó un compendio de las más valiosas armas exhibidas por la artista: una interpretación algo verista si se compara con la musicalidad etérea de la Stoyanova en el estreno, pero mucho más cálida, señorial y convincente, plena de matices, con un seductor despliegue de medias voces y filados de excelente factura con los que terminó por hechizar a la ya convencida asistencia que la aclamó como a las elegidas en los saludos finales. Si la guerra no concluye pronto y en los países anglosajones le eliminan el veto por su pasada afinidad con Putin, y si ella además logra dejar algún hueco por visitar de la comunidad, como informa su incesante actividad en las redes en este agitado periodo, quizá pueda haber más Netrebko en Madrid, no muy tarde.
Una 'Aida' más verdiana
El compromiso de una artista de sus cualidades, la atención que conlleva hasta hacer de sus apariciones en sus funciones de Aida las más apreciadas pese al buen nivel global del primer reparto, son capaces de arrastrar a sus compañeros para convertir representaciones que a menudo se antojan como rutinarias en inesperados momentos de gloria. Para lograrlo también hay que contar con los mimbres adecuados, y en conjunto puede decirse que aquí todos los elementos contribuyeron a ofrecer una función plenamente más disfrutable que la del estreno, una Aida más verdiana si cabe.
Radamés no es un intelectual, si no el aguerrido líder militar de un ejército que debe medirse a la fiereza de las fuerzas invasoras etíopes. También es un tipo enamorado, y no de quien más le conviene, la hija del rey, que le profesa un afecto inflamado por el despecho, si no de la esclava Aida, descendiente a su vez de monarca, pero ahora sometidos ambos al poder del adversario. El tenor Jorge de León prestó al personaje su físico imponente y un instrumento caudaloso, de heroicas y desahogadas resonancias en las alturas, algo pesado y apretado en ocasiones, concebido como ese caudillo viril, honesto, exaltado y profundamente enamorado que Verdi imaginó.
El cantante canario Jorge de León cuajó una muy buena actuación y no le anduvo a la zaga en los dúos a su compañera Netrebko
El cantante canario cuajó una muy buena actuación y no le anduvo a la zaga en los dúos a su compañera Netrebko. En el del tercer acto se mostró arrojado, como toca, y en el romántico final, esa despedida sublime en la que Verdi vuelve sobre su eterno tema: la imposibilidad de sobreponerse a la fuerzas oscuras que se alían para frustrar cualquier atisbo de felicidad en este mundo cruel, hizo un intento por procurar un canto algo más matizado, en la línea de la soprano, muy de agradecer. Es una lástima que no se incluyera además en estos repartos a otro tenor español, Alejandro Roy, muy capaz de ofrecer un Radamés en esa misma línea heroica: y no hay muchos ahora mismo…
Cosechó un triunfo grande, y merecido, por lo bien trabajado, la mezzo, residente en Barcelona, Ketevan Kemoklidze, Amneris de inmejorable presencia, aristocrática y sensual, precisa gestualidad dramática y una voz quizá menos ancha y robusta de lo que a veces se requiere en este rol pero más que suficiente para encarnar con absoluta convicción a la doliente princesa rival, herida en lo más íntimo de su orgullo, vengativa y al final de su desengaño vencida para la causa de la paz.
Simón Orfila, «bajo verdiano»
La presencia del muy aplaudido, a la hora de los saludos, Gevorg Hakobyan como Amonasro no hace más que alegrarnos de la excelente cosecha de grandes barítonos verdianos que tenemos ahora mismo en España. De los cuatro mejores de la actualidad, en todo el mundo, dos son nacidos aquí: Carlos Álvarez y Juan Jesús Rodríguez, sin discusión. Hakobyan es un padre de Aida sonoro y bien plantado en escena, con proyección adecuada, pero carece de la nobleza en el decir de Álvarez, por ejemplo, el acento y la personalidad verdianos.
De las voces más graves, fundamentales en este autor, se erigió como dominador de la función la del menorquín Simón Orfila, cada vez más asentado en roles de bajo verdiano a los que sirve con su innegable instinto dramático y la bien encauzada sonoridad de una voz que se forjó en el belcanto y ha ido escalando peldaños con inteligencia y disciplina hasta otorgarle una mayor consistencia y rotundidad. Las virtudes de Deyan Vatchkov como rey siguen desaparecidas desde el estreno, quizá comparezcan en alguna de las aún muchas funciones restantes, por el bien de los melómanos.
La producción de Hugo de Ana encanta a la mayoría del público que espera ver ese Egipto recreado por Verdi
Mejor la orquesta, gracias a una lectura a la que Luisotti supo imprimirle ahora ese algo de ese brío que se echó de menos hace unos días. Teniendo a la Netrebko bajo sus órdenes, supo además plegarse con humildad a las voces. Delineó unos preludios límpidos y plenos de atmósfera y acertó a manejar las masas con buena mano promoviendo finales de acto de notable impacto, si bien el coro, no siempre embridado, se le escapó en algunas ocasiones.
La producción de Hugo de Ana, que seguramente hizo las delicias de la soprano, encanta a la mayoría del público que espera ver ese Egipto recreado por Verdi en toda su magnificencia en lugar de un vertedero o similar, tan del gusto de algunos directores actuales. El resto que no se inquiete ni impaciente, que habrá para todos. En un no muy lejano futuro tendrán un Tristán e Isolda de este teatro, en coproducción con el de Lyon, ambientado en la saga galáctica de Star Wars aunque con música de Wagner, no de John Williams.