Philipp Glass hipnotiza al público madrileño
El Auditorio Nacional estrena con éxito Einstein on the Beach, hito fundacional del minimalismo musical, con la presencia de Suzanne Vega
«La expresión musical está en el ritmo, en el ritmo está toda la potencia de la música». Podía haberlo afirmado Philipp Glass, pero esta frase es algo anterior: fue pronunciada por Antonio Zanolini después de un paseo por las calles de París junto a otro compositor, Gioacchino Rossini. Y el mayor apóstol reciente del creador de El barbero de Sevilla, Alberto Zedda, parecía avalarlo al señalar que es el ritmo rossiniano «el aspecto más original y revolucionario de su modo de componer, animando con una escansión fantasiosa y traviesa incluso páginas repetitivas difíciles de justificar». ¿Es Glass, por tanto, un heredero natural de Rossini? Como provocación serviría, pero estoy seguro de que el querido, siempre recordado, Alberto algo tendría que decir al respecto, y seguramente para sorpresa de muchos.
El Centro Nacional de Difusión Musical, magníficamente pilotado por Paco Lorenzo, sigue cumpliendo su objetivo de servir puntualmente un menú lo más variado posible, permitiendo que los paladares inquietos puedan enriquecer su dieta probando esos platos que a menudo son tan difíciles de disfrutar en otros ámbitos más estrictos para la administración de sabores exóticos. Tal que así, estos rastreadores de delicias inesperadas han podido volver a hacerlo ahora con una de esas obras sobre las que seguramente se ha escrito y hablado tanto, pero a la que en raras ocasiones es posible acercarse en una interpretación «en vivo» por lo poco que se programa: el empeño de ponerla en pie con dignidad es colosal, al alcance de muy pocos, como resultó en Aviñón, en 1976, uno de esos estrenos mundiales que justifican el reto.
Los asistentes a esta singular versión semi-stage de Einstein on the Beach que acaba de ofrecerse en el Auditorio Nacional hubiéramos preferido una representación en toda regla, pero el momento no podía dejarse escapar porque además el espectáculo venía precedido por muy auspiciosos comentarios de los otros lugares en los que hasta ahora ha podido disfrutarse, también en España.
Por si la partitura de Glass no resultara reclamo suficiente, la promoción había hecho hincapié en la excepcional coincidencia de tres universos particulares bien diferenciados: un coro reconocido por sus admirables interpretaciones bachianas, el Collegium Vocale Gent; una agrupación musical, el Ictus Ensemble, de gran prestigio entre los degustadores del repertorio más vanguardista, y poniéndole la guinda, un guiño a la mitomanía con la presencia de Suzanne Vega, para algunos la intérprete de hits como Marlene on the wall. Pero ella es mucho más que eso, una acreditada representante de esa rama aún influyente de la intelectualidad neoyorquina con sólidas convicciones liberales y poder para conceder el sello de lo «cool» a aquellas demostraciones que en el ámbito del teatro, la literatura y el cine sean capaces de mostrar algún rasgo que los distinga de lo más convencional y sobado, aunque luego suelan interesar poco.
Su voz, pero no sus canciones
Por cierto, que en lo que a esta artista se refiere la publicidad del evento podía resultar engañosa, pues se anunciaba como uno de sus reclamos esenciales «la extraordinaria voz de Suzanne Vega». Puede que algún nostálgico acudiera a la cita pensando que la artista iba a incluir, como parte acordada de su presencia, alguna de sus canciones más populares, quizá Tom’s dinner, o incluso una muestra de las que compuso en colaboración con el propio Glass. Si así ocurrió, habría que anotar a estos fans entre los espectadores que abandonaron el recinto mucho antes del final de la velada. Vega, que en algunos momentos se sirvió de un sombrerito con el que recordaba lejanamente a la Dianne Keaton de Annie Hall, prestó su dulce voz, sí, pero solo para declamar los textos de Christopher Knowles, Samuel M. Johnson y Lucinda Childs que sirven como nexo de unión entre el resto de las distintas partes de una obra que carece de estricto sentido dramático.
Los textos no reemplazan esa coherencia de acción que algunos buscan (tantas veces en vano) en los libretos operísticos, pero sí le confieren a una obra concebida en los 70 una vigencia preclara, como cuando afirman: «Y así, hermanas mías, ha llegado el momento de hacer entender a este machista que la mano que cambia los pañales es la que gobernará el mundo / Y ahora, hermanas mías, pongámonos de pie y cantemos nuestro himno nacional, para los que aún no han memorizado la letra aquí está: El día de la mujer se acerca, está escrito en las estrellas. La caída de los hombres está muy cerca… ¡Abajo los hombres, su poder debe terminar: las mujeres gobernarán el mundo». Seguramente podría haberlo alumbrado la pluma de Irene Montero y su pandilla ministerial.
Desde sus inicios, el arte minimalista, de cuya faceta musical Einstein on the Beach es una de sus primeras, radicales, más representativas señas de identidad, apunta sobre todo hacia la experiencia. Como los objetos de Sol Hewitt que abandonan la pared para inundar la sala, la música de Glass envuelve al oyente hasta adueñarse de su espacio vital, reflejando y llenando de significado por sí misma el proceso de percepción. Es continente sin contenido. No hay acción que seguir, lo fundamental aquí es dejarse seducir por ese reduccionismo de elementos sonoros, la repetición de cortos motivos musicales que van cambiando imperceptiblemente, y la insistencia de elementos armónicos, todo a partir de la reintroducción de ritmos isócronos o simétricos.
Cuatro horas de «libre circulación»
Y en esa radical insistencia en la repetición que se traduce en una suerte de mantra que parece que nunca va a concluir es que la pieza puede resultar al oyente una experiencia fascinante: su fuerza hipnótica, su lenguaje onírico aspira a despertar el ansia de trascendencia que anida en los hombres como consuelo de su condición mortal, o un soberano coñazo.
Para paladear a fondo esta inmersión en su original mundo de sensaciones, Glass demanda paciencia, pero consciente del esfuerzo permite que los espectadores abandonen la sala en cualquier momento de las casi cuatro horas (se ofreció algo recortada) que su ópera duró en esta ocasión. Algunos espectadores le tomaron la palabra regresando a la sala después de unos minutos, mientras otros se fueron marchando hasta dejar varias filas desiertas (como resultó aquella vez en que Gerard Mortier programó el San Francisco de Asís, la obra maestra de Messiaen, en la Casa de Campo).
Los más militantes aguantaron hasta tributarle a todos los intérpretes una prolongada y merecidísima ovación al final de una travesía plena de escollos para ellos. Pocas veces se disfruta de un trabajo tan riguroso, que lleva al límite mismo no solo la capacidad de concentración de músicos y cantantes, si no su propia resistencia física. Jean-Luc Fafchamps y Jean-Luc Plouvier en los teclados (órganos y sintetizadores) tuvieron que hacer frente a kilómetros y kilómetros de notas, como en un maratón, sin que apenas se notase el esfuerzo. Todos los miembros del Ictus Ensemble estuvieron soberbios, aunque merece una mención especial el violinista, Igor Semenoff.
Glass apunta pocos detalles sobre Einstein, fundamentalmente sobre la relatividad del tiempo. Le importa más, si acaso, señalar hacia las consecuencias de sus hallazgos, para lo cual dota a la partitura entera de un sentido apocalíptico, como si se tratase de una suerte «Réquiem» por la humanidad ante una probable hecatombe nuclear. Sin embargo no se olvida de que el admirado científico tocaba el violín, concediéndole un protagonismo relevante a este instrumento a través del conjunto. En una de sus partes hay casi hasta un concierto que pone en dificultades al solista por sus requerimientos virtuosísticos, nunca en este caso.
Aunque la mayor exigencia recae sobre el coro, que se erige en protagonista principal desde el primer minuto, cuando los espectadores aún se encuentran buscando la ubicación exacta de sus localidades. Una agrupación experta y con amplia experiencia, como los miembros del Collegium Vocale Gent, formados en la interpretación frecuente de las grandes creaciones del repertorio antiguo y barroco, es capaz de hacer justicia a este auténtico «caos perfectamente organizado» (de nuevo Rossini) exhibiendo una transparencia, una intensidad, una entrega dignas de la mayor admiración.
Lo menos interesante quizá sea el planteamiento escénico de Germaine Krupp, que parte de una idea bastante trillada estos días: a falta de escenografía, convierte esta versión concertante en un ensayo en el que los distintos intérpretes, que a veces llegan a sentarse entre el público, o reposan sentados en el suelo mientras aguardan su turno, parecen propiciar un aire de espontánea informalidad. La iluminación juega un papel relevante, contribuyendo a fomentar la sensación onírica, el trance hipnótico que desarrolla la música. En varias ocasiones se abusa de algunos recursos, como ese instante en que uno de los músicos se pone a girar un foco enfocado hacia el público. Su insistencia llega a perturbar por el efecto directo del baño lumínico, hasta el punto de que algún asistente se tapó el rostro con el programa de mano para evitar el deslumbramiento.
Un amigo presente en la sala, gran degustador de teatro contemporáneo, sugirió que era una auténtica desgracia que el bar del Auditorio continúe aún cerrado por alguna extraña decisión administrativa, ya que aprovechando la venia del compositor para entrar y salir, con un par de gin-tonics, la percepción global del espectáculo podía haber adquirido matices insospechados. Mejor no sigamos por ahí y quedémonos con el poético final. Todo se resuelve para bien con la conclusión adecuada, en eso Glass sigue el ejemplo de los clásicos. El sugerente último impulso melódico envuelve una apasionada declaración de amor. «Bésame John, imploró ella. E inclinándose, el apretó sus labios cálidamente contra los de ella con un ardiente ósculo». ¿Y Einstein…? Quien lo necesita.