María Luisa Nache, la española que cautivó a Leonard Bernstein
Para la recuperación moderna de «Medea», con dirección de Leonard Bernstein, La Scala de Milán contó en su día con una joven cantante española para acompañar a Maria Callas
El 7 de diciembre de 1953, día del santo Ambrogio, Renata Tebaldi inauguraba la temporada de la Scala de Milán con La Wally de Catalani. Aún tendría que transcurrir poco más de una década para que los abuelos de esos niñatos que el pasado miércoles ensuciaron parte del Piermarini, en una burda denuncia contra la laxitud de las políticas medioambientales, abonaran el camino de las algaradas callejeras, lanzándole excrementos a los abrigos de pieles de las señoras que solían acudir a uno de los eventos referenciales de toda la crónica mundana y musical.
Apenas tres días más tarde de aquella apertura, la gran rival de la Tebaldi, Maria Callas, protagonizaba sobre el mismo escenario la primera de cinco representaciones de una de las óperas que esta soprano contribuiría a redescubrir, Medea. Buena parte del atractivo de aquellas funciones, como se encarga de recordarnos la histórica grabación que ha circulado ampliamente en diferentes sellos discográficos hasta hoy mismo, lo constituía la apasionada dirección musical que desde el foso supo insuflarle al drama de Cherubini un joven Leonard Bernstein. Aquello fue solo el aperitivo de La Sonámbula que la propia Callas y el maestro norteamericano ofrecerían sobre las mismas tablas, apenas dos años después, para rubricar un par de hitos jamás superados de toda la lírica en el siglo XX.
Pero en las funciones de Medea, confiadas además a la sabia dirección escénica de Margarita Wallman, junto a los imponentes decorados de Salvatore Fiume para resaltar esa monumentalidad clásica que acaba por aplastar a los personajes principales del drama, contó con una «tapada» en el reparto. Para el pequeño, pero exigente y decisivo rol de Glauce, la bella hija del Rey Creonte, rival de Medea en el amor del ingrato Jasón, se contó por primera vez con la presencia de una joven soprano española, María Luisa Nache, destinada a protagonizar ella misma algunas noches de gloria, en este y otros teatros, en los años por venir.
En principio ella no iba a cantar ese papel, para el que había realizado una audición, salvo que la cantante designada en principio para hacerlo, una soprano húngara, sintiera alguna indisposición que le impidiera abordarlo. Pero ahí entró en escena Bernstein para decidir su suerte. La titular del rol se ausentó varios días para ofrecer unos conciertos en otra ciudad, y su regreso a Milán ya no fue necesario. Después de escucharla durante un ensayo, el autor de West side story decidió que la expresiva voz de la artista española, caracterizada por su timbre aterciopelado, era más adecuada para acompañar a la Callas en aquella aventura, que resultó todo un éxito. Leonard Bernstein no fue el único vínculo entre ambas artistas. Nache también actuó en alguna ocasión bajo la batuta del legendario Tullio Serafin, genuino mentor de la Callas que la guio en sus primeros pasos hasta hacer de ella la extraordinaria intérprete que resultaría ser.
De la Nache, nacida María Luisa Rodríguez Nache en 1924, hoy ya casi no se acuerdan ni en su ciudad (Ferrol y La Coruña se disputan el mérito), pero su estupenda figura, la perfección del rostro y sobre todo unos medios canoros más que importantes la convirtieron en una de las sopranos esenciales de este país, durante la primera mitad del siglo XX. No se trata de un olvido nuevo ni pasajero, ni siquiera único. Al barítono asturiano Antonio Campó, considerado el mejor «Don Giovanni» de la posguerra, como pudo constatar el mismísimo Picasso cuando acudió a verle interpretar la obra maestra de Mozart en el Festival de Aix-en-Provence, se le recuerda más bien como el padre avergonzado de Marta Sánchez durante el «affaire» aquel de las fotos de la cantante desnuda, en Interviú.
Glosar la belleza de María Luisa Nache no es asunto baladí. Sus hechuras de modelo cautivaron a varios de sus más célebres compañeros, hasta el punto de que las revistas de cotilleo de la época flirtearon con la idea de un posible romance entre la artista y uno de los grandes tenores de la historia, Franco Corelli. Con él cantó un Trovatore en La Scala, en 1959, y al año siguiente Turandot en Livorno, de la que se conserva un testimonio «pirata» que permite aquilatar su naturaleza dramática, la musicalidad sin tacha. No fue su único partenaire de lujo, cuando hizo su debut profesional con tan solo 21 años, en La Coruña, fruto de la casualidad, tuvo como compañero al gran Hipólito Lázaro, y el mismo título de Verdi llegó a cantarlo junto al que para muchos es el mejor tenor verdiano de todo el siglo XX, Carlo Bergonzi.
Abundando en su corta en el tiempo, pero muy destacada carrera, la Nache cruzó el Atlántico para presentarse en la Metropolitan Opera de Nueva York en una «Carmen» junto a la mezzo Jean Madeira y el barítono Robert Merrill. Y además fue una ideal Desdemona para los Otellos por antonomasia, Mario del Monaco, Ramón Vinay y Francesco Merli (con este último, en 1947, en Catania), tres de los más acreditados intérpretes del celoso líder militar veneciano que Verdi tomó prestado de Shakespeare para firmar una de sus más destacadas creaciones.
La artista cursó sus primeros estudios en La Coruña y luego se trasladó a Madrid para continuarlos con un verdadero forjador de estrellas de su tiempo, el maestro italiano Lorenzo Simonetti, profesor de las hermanas Ofelia Nieto y Ángeles Ottein, dos de las más reputadas cantantes en las temporadas del Teatro Real, que además tuvieron impresionantes carreras internacionales. Nache se presentó en todos los principales teatros españoles, a veces con repertorio de los más reconocidos compositores nacionales.
Además de representar la Amaya de Guridi en Bilbao, una actuación por la que recibió su segundo Premio Nacional de Teatro, fue destacada protagonista de Lola la Piconera del compositor Conrado del Campo, sobre un libreto de José María Pemán, que se estrenó en el Liceo barcelonés, en 1950. En el coliseo de la Rambla también había participado en otra «prémiere» anterior, muy relevante, la de La Fiamma de Ottorino Respighi, autor de los famosos Pinos de Roma. Y en Perú, como curiosidad, fue la primera Turandot que se puedo escuchar en ese país sudamericano.
Sin grandes cargas, María Luisa Nache se retiró pronto de los escenarios líricos, hacia 1963, para echarle un ojo a los negocios familiares que le habían permitido comenzar sus estudios sin agobios ni presiones. Vivió sus últimos años en La Coruña, cantando de vez en cuando recitales en los que solía interpretar las composiciones de autores de su tierra, como Las campanas de Rogelio Groba, sobre un poema de Rosalía de Castro, e impartiendo magisterio en el Conservatorio local.
Pocas oportunidades tienen, en España, estos centros educativos de recibir como docentes a auténticos profesionales, artistas con magníficas carreras que les acrediten como maestros sólidos, preparados y eficaces, algo habitual en Centroeuropa. Ella llegó a tener hasta veintidós alumnos, aunque ninguno lograría realizar una carrera siquiera lejanamente parecida a la de su mentora. Desaparecida a los 61 años, con la discreción que siempre había caracterizado su existencia, se fue quizá demasiado pronto para haber contribuido a forjar a una posible sucesora.