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La soprano Nadine Sierra (Amina) y Xabier Anduaga (Elvino) en la representación de 'La Sonnanbula', de Vincenzo Bellini. La soprano Nadine Sierra (Amina) y Xabier Anduaga (Elvino) en la representación de 'La Sonnanbula', de Vincenzo Bellini

La soprano Nadine Sierra (Amina) y Xabier Anduaga (Elvino) en la representación de 'La Sonnanbula', de Vincenzo BelliniJavier del Real

Bárbara Lluch traslada a 'La Sonámbula' una denuncia contra el machismo

El homogéneo reparto de la ópera de Bellini se impone por el triunfo de las voces, con Nadine Sierra y Xabier Anduaga como grandes triunfadores, sobre la visión sombría y sesgada de la directora de escena

La historia de La Sonámbula, la ópera de Vincenzo Bellini que lleva más de dos siglos cautivando a los públicos de medio mundo, es sencilla. Podría resumirse así: en una remota aldea centroeuropea, los jóvenes Amina y Elvino, enamorados, deciden comprometerse. Pero hay un pequeño problema que se interpone entre ellos, la chica es sonámbula, algo que todos ignoran. Sus extrañas apariciones nocturnas son confundidas con la presencia de un fantasma. Hasta que un día regresa a la localidad el conde Rodolfo, un hombre que en el pasado decidió dejar atrás la asfixiante mediocridad de la provincia para colmar su espíritu curioso de nuevas y más enriquecedoras experiencias.

Amina, en uno de sus sonambulismos, aparece en la cama del noble, antesala del drama. Elvino se cree traicionado, rompe su compromiso y las gentes de la aldea se ponen de su parte, dándole la espalda a la prometida, modelo hasta entonces de pureza, bondad e inocencia, ejemplo y sostén para todos. Rodolfo intenta defender la honra de la joven, de la que Elvino continúa enamorado aunque su orgullo le impida admitirlo en público. El noble, hombre ilustrado, explica a los aldeanos que existe el sonambulismo, un hecho científico que se opone a las absurdas creencias en visitantes del más allá, y justifica la presencia de la joven en su dormitorio como consecuencia de ese inusual fenómeno.

Los perplejos campesinos sólo comprarán esta versión cuando, en la escena final, todos reunidos frente al molino, comprueben casualmente que Amina camina en sueños, lo cual resuelve todas las dudas acerca de su cuestionado honor. Aquí paz y después gloria. Elvino se reafirma en su amor y, luego del disgusto que puso a prueba su relación, la pareja ya se casa ante el común regocijo de sus paisanos.

Uno de los momentos de la ópera 'La Sonnambula', el gran estreno del Teatro Real

Uno de los momentos de la ópera 'La Sonnambula', el gran estreno del Teatro RealJavier del Real

Si hay alguna posibilidad de duda sobre la verdadera naturaleza del amor entre Amina y Elvino, Bellini se encarga de despejarla a través del más seductor de los cantos, esas melodías ligeras, de tono elegíaco cuando toca, que embriagaban al mismísimo Wagner, capaces de expresar todo aquello que se encuentra más allá de las palabras para servir como caldo de cultivo de las genuinas emociones. Elvino no es un héroe de la antigüedad, es un tipo normal, guiado, a falta de mayor experiencia y luces, por un sentido común que le lleva a creer en lo más obvio: el amor que siente por su chica, toda su vida, ha saltado por los aires de la noche a la mañana al descubrir un posible engaño. Las pruebas parecen evidentes y además ha quedado en ridículo ante sus semejantes.

«Ah, perchè non posso odiarti»

La transparente música belliniana desvela el tremendo combate interno que libra el joven entre sus verdaderos sentimientos y su orgullo vulnerado. Y por los límites de la zozobra que provoca ese sinvivir, el amor se abre paso entre declaraciones inequívocas como el «Ah, perché non posso odiarti» del segundo acto. A través de sus invectivas se cuela una única certeza: Elvino sigue enamorado, y lo seguirá estando, aun cuando por despecho considere casarse con la intrigante Lisa, que intenta manipular la situación según sus propios intereses azuzando aún más el demonio de los celos.

Si en pleno siglo XXI las encuestas señalan que hasta un 20 % de los jóvenes españoles consideran natural y plenamente justificado algo tan intolerable como acceder a las conversaciones privadas de los teléfonos de sus novias, ¿podemos condenar a este joven aldeano, de hace un par de siglos como poco, por desconfiar de la suya cuando todo parece indicar que le ha sido infiel, además, con el poderoso rico del pueblo? Y sobre todo, ¿quiénes somos nosotros para enmendarle la plana a Bellini y su estupendo libretista, Felice Romani, que conceden a esta pareja una nueva oportunidad, caído definitivamente el velo de la inocencia, de recomponer sus vidas y darse una nueva oportunidad?

En la nueva producción de esta obra maestra del belcantismo que acaba de regresar al Teatro Real tras más de veinte años de injustificable ausencia, la directora Bárbara Lluch, nieta de la gran Nuria Espert, presente entre el público para asistir a tan importante acontecimiento familiar, propone su propia lectura, llevándola hacia un territorio que sin duda gozará de amplia aceptación estos días: la denuncia del machismo como motor de esa opresión que históricamente ha sojuzgado a las mujeres sometiéndolas a toda suerte de iniquidades.

¿Denunciar el machismo?

Desde luego es algo que puede argumentarse en buena lógica, pero cargar las tintas sobre el mensaje de La sonámbula, retorciéndolo a placer para probar esta tesis puede resultar, como poco, excesivo; o algo peor, reduccionista y parcial, de una decepcionante simpleza de miras. Si es cierto que el romanticismo, en el que se inserta plenamente satisfecha de sus raíces esta joya belliniana, es, como bien apunta Isaiah Berlín en su esclarecedor ensayo sobre la materia, «lo primitivo, lo carente de instrucción (…), lo extraño, lo exótico, lo grotesco, lo misterioso, lo sobrenatural (…) la oscuridad y sus poderes, los fantasmas…», no lo es menos es que también ofrece otros aspectos, no menos importantes.

«Es lo familiar, el sentido de pertenencia a una única tradición, el goce por el aspecto alegre de la naturaleza cotidiana, por los paisajes y sonidos costumbristas de un pueblo rural, simple y satisfecho por la sana y feliz sabiduría de aquellos hijos de la tierra de mejillas rosadas (…) el idilio pastoral de una inocencia feliz, el gozo en el instante pasajero».

Representación de 'La Sonnanbula', de Vincenzo Bellini, en el Teatro Real

Representación de 'La Sonnanbula', de Vincenzo Bellini, en el Teatro RealJavier del Real

En una obra tan rica en sugerencias como es La Sonámbula, sus autores, Bellini y Romani, condensan con admirable imaginación, ingenio y talento todos estos asuntos para establecer, sin énfasis inútiles ni pomposa grandilocuencia, uno de los temas esenciales del romanticismo, la tensión entre luz y oscuridad, conocimiento e ignorancia, introduciendo interesantes matices.

La ópera refleja al principio esa Arcadia feliz que tan claramente representa el pueblo de Amina y Elvino, pleno de luz y alegría, satisfecho a su modo en su propia ignorancia. Como en una aldea remota del Amazonas, la presencia de lo sobrenatural aporta sentido a aquello que resulta inexplicable, y que a la postre puede resultar fuente de inesperadas desgracias. El fantasma que los visita cada noche es uno de sus habitantes, la sonámbula Amina. Corresponderá al casi extranjero, el conde cosmopolita que regresa al terruño, sacarles del engaño: la ciencia frente al desconocimiento de la turba.

El propio noble es un hombre complejo: ha huido de allí para cultivarse escapando al tedio, pero no puede librarse de experimentar esa cierta amarga melancolía que lo vincula por siempre al terruño. Siente nostalgia, morriña, algo tan propio del romanticismo como la alienación, la soledad, el exilio. Además, próxima ya la vejez, se da cuenta de que su atractivo mengua. Y sobre todo el impulso de la seducción cede ante la imposibilidad de su materialización (la farmacología aún no había avanzado tanto).

Del amor a la opresión: la tesis de Lluch

Si todo esto no ofreciera ya terreno fértil a la exposición de un universo cerrado, pero pleno de significados, de simbolismos, de sugestiones, de ideas para confrontar quedaría aún la médula por explorar en la riqueza de sus infinitas posibilidades: el amor y sus circunstancias, principalmente a partir de las figuras de Amina y Elvino, tan poliédricas en la exploración de sus sentimientos como uno pueda llegar a figurarse. Esto escapa también a la visión, o tesis doctrinaria, de Bárbara Lluch, que reduce al chico a la mera condición de macho, y por consiguiente maltratador; algo común aquí a todos los personajes masculinos, ¡incluido hasta el pobre Alessio!, o quizá incluso los hombres del coro, aunque entre la masa no se establecen distinciones.

La directora renuncia desde el inicio a implicarse en el trabajo con el coro, representativo del pueblo, como si le molestara o simplemente no supiera qué hacer con él: aquí curiosamente no diferencia entre hombres y mujeres, la comunidad es una, única e indivisible, fuente del mal que cultiva y maneja el engaño para escarnio de la protagonista. Se olvida Lluch de un detalle revelador: en una de sus cruciales intervenciones, al comenzar el acto II, ese pueblo supuestamente insensible a los reclamos de Amina se encamina con dificultad hacia los dominios del conde para pedirle por favor que aclare definitivamente los hechos.

Para ellos dejar creer en la joven significa destruir su propia identidad: si la chica que representa la inocencia es capaz de mentir, el frágil edificio sobre el que han construido todas sus creencias se desmoronará inevitablemente, lo cual dará seguramente paso a su propia desintegración como colectivo. Necesitan urgentemente algo a lo que aferrarse: ¿será la ciencia? Sí, pero solo cuando puedan comprobarlo con sus propios ojos, como aquel remoto habitante del Amazonas que, cuando los políticos acudieron con un cheque para pagarle sus tierras expropiadas y de paso hacerse la foto, se negó: debía poder tocar el dinero.

Un ballet hecho ópera

Apelando quizá a los orígenes de la obra en que se basaron los autores, un ballet, Lluch prefiere aquí servirse de un breve cuerpo de bailarines que acompañan casi en todo momento a la atribulada Amina, arrinconando al coro. Lo que estos espectros danzantes pretenden reflejar son los demonios que amenazan a la chica, aislándola de la búsqueda de su propia felicidad personal. Solo en la conclusión, cuando, según la directora, Amina cobra conciencia de su propia identidad alejándose del pueblo y de su antiguo novio, los miedos desaparecen. Por fin se ha liberado para comenzar una nueva vida ajena a supersticiones (en la obra nunca se advierte la superioridad intelectual de la protagonista), prejuicios y hombres centrados únicamente en el cultivo de su propio yo, que por supuesto no la merecen. Como tesis resulta interesante, aunque podría tener más sentido en otras obras propias del belcantismo como «Lucia di Lammermoor».

Con todo, una de las traiciones más flagrantes que se dan de bruces contra el propio texto, consiste en la conversión del conde, representante del iluminismo, aquí retratado como un patán desde su misma llegada, para luego hacer de él algo mucho peor, un violador. Nada que ver, por supuesto, con el original, que sugiere precisamente lo contrario. Ante el impulso de abusar de la joven, el noble apela a lo mejor de sus principios.

Como toda obra maestra, La Sonámbula resiste y anima a los más distintos enfoques. Bienvenida sea en cualquier caso la reflexión, aun cuando Lluch «entre a saco» en la naturaleza de personajes y situaciones para apuntalar una lectura que en muchas de sus implicaciones tiene casi mucho más que ver con As bestas, la estupenda reciente película de Rodrigo Sorogoyen, lo que podría dar para pie otras interesantes reflexiones.

Javier del Real

Javier del Real

A quienes deseen huir de cualquier búsqueda de significaciones ocultas, la música de Bellini, que aporta muchas más explicaciones sobre todas estas cuestiones que el propio texto (aun cuando el de Romani resulte bien claro en sus intenciones), les ofrece un bálsamo. No había más que ver las caras de felicidad, de íntima satisfacción del público congregado para el estreno, casi durante toda la representación. La ópera se representó mucho en Madrid en los primeros años del Teatro Real, tras su fundación, pero si se leen con atención las críticas de la época, pocas veces las funciones resultaron satisfactorias en su conjunto, salvo en un par de ocasiones. Es muy difícil reunir a un reparto idóneo que cumpla con destapar el tarro de las esencias de una obra plena de páginas de enorme dificultad, sobre todo si se aspira a comunicar algo más que meras acrobacias vocales, que también tienen su lógica (esa es otra cuestión que los directores de hoy suelen desconocer).

El reparto resultó más que idóneo, sobresaliente para los tiempos que corren. La pareja de protagonistas fue vitoreada a lo largo de la noche. La soprano Nadine Sierra y el tenor Xabier Anduaga están destinados a convertirse en un dúo histórico, que los teatros se disputarán en los próximos años: cantan con evidente gusto, poseen belleza y esa cosa extra que fascina y atrapa al público, detalles, como cuando al final, ya en pleno éxtasis de comunión con la audiencia, la artista norteamericana se tumbó boca abajo para reclamar que desde el foso le hicieran llegar uno de los varios ramos de flores que no habían logrado alcanzar el escenario. O como cuando tomó de la mano a su compañero, el intérprete donostiarra, para recibir juntos la última ovación antes de la despedida.

«Ah non credea mirarti»

Nadine Sierra no es una típica soprano ligera, su voz tiende a lo lírico (ella aspira a parecerse a la gran Mirella Freni, aún le falta mucho), con un centro carnoso y un timbre seductor, apoyados en una dicción magnífica, un fraseo pulido, de buena clase, y unos agudos refulgentes que no le plantean problemas. El volumen resulta adecuado y la coloratura algo trabajosa, pero en cualquier caso suficiente. Donde más puede lucirse, la página señera «Ah non credea mirarti», se empleó a fondo desde el mismo recitativo logrando aproximarse algo a esa expresión etérea, delicada, evanescente que se asocia con las mejores intérpretes de este rol, aplicándose con clase en el dominio del claroscuro, adelgazando el sonido con fines expresivos de notable efecto, como, por otra parte, es debido. Supo dotar de una precisa intención incluso a los silencios que, bien a menudo se olvida, forman una parte esencial de la música toda. El público enloqueció con ella, al final.

No era la primera vez que Anduaga comparecía sobre las tablas del Real, pero hacerlo en un rol de esta enjundia, en una nueva producción, presentaba riesgos más que evidentes. Máxime cuando la lectura de Lluch convierte a este enamorado, atormentado por la duda, pero enamorado al fin, en un tipo débil y voluble, maltratador en ciernes, despojándolo casi de toda posibilidad de ternura y contrición. Si no la directora, al menos lo salva la reveladora música de Bellini, que no admite amaños. Solventó todos los retos plenamente con ese casi insultante aplomo del que se presenta como para decir «aquí estoy yo».

Un héroe melancólico

Su Elvino entronca más con las modernas caracterizaciones de este personaje que nos han ofrecido Alfredo Kraus o Luciano Pavarotti que con las asociadas a tenorinos elegantes, de gran clase, como eran por ejemplo Cesare Valletti o Nicola Monti, entre los históricos. A Tito Schipa no se le cita porque este tenor italiano pertenece a otra categoría, en su Olimpo no admite posibles acompañantes. Anduaga, que en abril debutará en el Metropolitan, se encuentra bendecido por un cierto aura de héroe melancólico que luego maneja con parejo dominio arrojo y sensibilidad, introspección y firmeza. Cuando dote de una aún mayor fantasía su bien medido fraseo será ya un divo, categoría para la que parece destinado. No lo agobiemos, hay que dejarlo crecer y madurar, es muy joven y su recorrido parece infinito. Acaba de debutar un rol importante y el éxito ha sido inmenso, de los que generarán ríos de tinta y más promesas de triunfos.

Es imprescindible citar aquí a la soprano madrileña Rocío Pérez, que debió lidiar con uno de los personajes más antipáticos en esencia, aunque nada que ver sus habilidades manipuladoras, insertas en el libreto, con el «yugo machista» aplicado a Elvino o al conde. Estuvo sencillamente magnífica en todas sus intervenciones, y particularmente en su aria, una lección de canto, con todas sus partes en regla: expresión, fácil dominio de la coloratura, firmeza en el agudo… Es una lástima que no se le hubiese tenido en cuenta, al menos, para que pudiera cantar una función como Sonámbula: serviría, además de para hacerle justicia a sus estupendas cualidades, para permitir apreciar otros detalles de la interpretación de este personaje en los que seguramente también incidirá Jessica Pratt, gran belcantista, protagonista del reparto alternativo.

El bajo Roberto Tagliavini parece siempre un cantante muy apreciado por el público madrileño, algo que seguramente tiene mucho que ver con la escasez de genuinos representantes de su cuerda en nuestros días. Es un artista honesto, dotado de una voz de limitada belleza y extensión, y un intérprete no especialmente refinado. Cierto es que también le toca aquí lidiar con el aristocrático Rodolfo, que la directora de escena convierte en un vulgar pervertido capaz de abusar de la indefensa Amina, cuando el texto asegura todo lo contrario. Su escena, en manos de otros directores, invita a una cierta autoparodia que, por ejemplo, sabían reflejar con gran clase intérpretes como Francesco Ellera D’Artegna, por no ir más allá. Pero cualquier atisbo de comicidad, de sutil ironía, en un título que se presenta como «opera semiseria», permanece oculto para facilitar la visión lúgubre, de un expresionismo casi más propio de Murnau que propone la Lluch.

Id a la ópera y el drama se abalanzará desde el escenario incluso aunque no entendáis ni una palabraBob Dylan

Los roles comprimarios resultan todos bien servidos, aunque con todo el respeto para una gran profesional como la mezzo italiana Monica Baccelli, que en el pasado nos ha dado muy interesantes interpretaciones (su Charlotte con el fallecido Graham Vick), existen varias intérpretes sin salir de España que pueden hacerlo tan bien como ella: en igualdad de condiciones, habría que barrer un poco más para casa como hacen los propios italianos o los franceses.

Los snobs condenan la singular vena musical de Bellini al ostracismo vinculándolo a los compositores de segunda fila, propicios a un sentimentalismo vacuo que se satisface en el encanto seductor de las voces pero obvia las complejidades, y riquezas, de la armonía, supeditándolo todo al mero acompañamiento sin más ciencia ni arte. No hay lugar aquí para refutar todos esos lugares comunes, que no admiten un pase. Kobbé, por ejemplo, no apreciaba en esta ópera más que un «buen entretenimiento nocturno».

Evidentemente, carece de la profundidad musical de Norma, pero por encima de que sus intenciones son otras diferentes, hay en ella suficiente materia prima para que un maestro, más allá de un mero concertador, pueda imprimirle su impronta: Leonard Bernstein, por ejemplo, lo hizo muy bien en su referencial interpretación de 1955, con un Luchino Visconti que sabía lo que se traía entre manos. Aquí el siempre competente Maurizio Benini se revela otra vez como el estupendo concertador que es, más atento a servir las exigencias de las voces, tan apreciables, que a recrear atmósferas. Faltaron colores, contrastes más vivos, quizá la despreocupada luminosidad que en muchos momentos desprende esta obra se contagió de la tenebrista escena. Obtuvo un buen rendimiento de orquesta y coro que aquí, casi privado de movimiento, pudo concentrarse en dar sentido preciso, adecuado, a cada una de sus acertadas intervenciones.

En su reciente recorrido por algunas de sus canciones favoritas de otros, Bob Dylan, a propósito de «Volare», prescribe: «Id a la ópera y el drama se abalanzará desde el escenario incluso aunque no entendáis ni una palabra». Pues eso mismo, hay que ir a ver esta Sonámbula aunque nos se pueda compartir la visión de la directora de escena. La música de Bellini, y los intérpretes escogidos, arrasan con todo.

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