Nadia Boulanger, la desconocida pionera de las directoras de orquesta
Con el estreno de la película Tár cabe recordar a la gran compositora y formadora parisina, maestra de maestros como Leonard Bernstein o Quincy Jones
Puede que la nómina de directoras de orquesta sea exigua si se compara con la de los directores, y que entre las que destacan ninguna haya conseguido aún convertirse en titular de la Filarmónica de Berlín, como la Cate Blanchett de Tár, el filme de Todd Field, o de alguna otra de las grandes formaciones que encabezan las listas habituales de las mejores orquestas del mundo. Pero lo cierto es que ya en el pasado algunas mujeres lograron abrirse un hueco en una profesión que históricamente ha estado dominada por sus compañeros. De esas pioneras que desbrozaron el estrecho camino, Nadia Boulanger se reveló como una de las personalidades más importantes, fascinantes y reverenciadas de todo el siglo XX, aunque su infinita modestia, su humildad y desdén por la vanidad le impidieran situarse en esos pedestales de la fama tantas veces destinados a otros, seguramente con menos talento, pero más habilidad para la promoción y las relaciones públicas.
Si uno se pusiera a buscar ahora mismo entre las mejores grabaciones existentes de esa maravilla que es el Réquiem de Gabriel Faurè, empleado como banda sonora en películas como las de Terrence Malick (un director tan esquivo como el responsable de Tár), podría llevarse una sorpresa. Entre todos los variados registros existentes, uno de los más apreciados desde su misma aparición, en 1962, corresponde a una mujer al frente de la Filarmónica de Nueva York, Nadia Boulanger. La gran dama francesa de la música no solo fue una de las primeras en dirigir conciertos, además, con la Filarmónica de Londres, la Orquesta de Filadelfia o las sinfónicas de Boston y de la BBC. Supo aprovechar esa circunstancia excepcional para divulgar obras maestras no tan populares en su día como el propio Réquiem de su antiguo profesor, algunas de las piezas de Claudio Monteverdi o las óperas de Jean-Philippe Rameau, hoy tan habituales en los repertorios de los teatros, sobre todo franceses.
«La música personificada»
Nadia Boulanger nació en París en septiembre de 1877. Su padre, violinista, murió cuando ella y su hermana Lili, destinada a convertirse en compositora, eran todavía unas niñas. Pero la madre, una antigua princesa rusa, se ocupó de que ambas adquirieran una esmerada formación. En un delicioso libro de conversaciones con Bruno Monsaingeon (Mademoiselle), que en España publicó Acantilado hace un par de años, la propia Boulanger recuerda el consejo de su progenitora durante aquellos años formativos, que la marcaría para el resto de sus días: «Me parece estupendo que seas la primera, pero hay algo más importante: ¿crees que has hecho todo lo que podías».
Para el escritor Paul Valéry, ella representaba «la música personificada». Su cerebro musical, su pensamiento formulado en las notas de todas esas obras que le encantaba descubrir con una curiosidad insaciable, que jamás la abandonaría, la llevaron en primer lugar a componer, más tarde, fallecida su hermana, a tocar (era una pianista y organista extraordinaria), a dirigir pero sobre todo a enseñar. Por su clases parisinas, tanto en el Conservatorio de esa ciudad, como en su propia piso y en Estados Unidos, pasaron desde Aaron Copland a Philip Glass, Leonard Bernstein, Daniel Barenboim, Elliot Carter, Astor Piazzola o Quincy Jones, entre muchas otras celebridades. Para ella, «el enorme privilegio de enseñar consiste en incitar a quien se enseña a mirar abiertamente lo que piensa, a decir abiertamente lo que quiere y a oír claramente lo que oye. Ello requiere un entrenamiento muy amplio de la vida: el conocimiento de las palabras».
Me dijo que podría enseñarme todo lo que quería saber sobre composición, contrapunto y orquestación
Hubo una época en que nadie que pensara en dedicarse a componer se proponía hacerlo sin la aquiescencia de la Boulanger, por cuyo taller había que pasar como una suerte de ceremonia de iniciación imprescindible. Quincy Jones, leyenda viva de la música popular, explica en su libro 12 notas (Rocaeditorial), de reciente aparición en España, que fue Lalo Schiffrin, autor de la conocida sintonía de Misión imposible, quien primero le habló sobre ella, «una de las mejores profesoras de composición del siglo XX». «Me dijo que podría enseñarme todo lo que quería saber sobre composición, contrapunto y orquestación», escribe en su autobiografía.
El mismísimo Stravinsky, del que la directora llegó a estrenar algunas de sus obras (el concierto Dumbarton Oaks), mantenía con ella el trato de una mentora que lo aconsejaba y al que le unía una fe inquebrantable, aunque ella fuese católica y el creador de La consagración de la primavera, no. De hecho, el compositor llegó a confesarle que el mayor honor de su vida había sido que el papa Juan XXIII le hubiese invitado a dirigir la Misa en la Capilla Sixtina. «Recién ennoblecido por el Santo Padre. Imagine mi orgullo», le escribió.
La emoción sin conocimiento es totalmente respetable
¿Qué podía unir a Quincy Jones con Stravinsky? El deseo de lograr la excelencia, de alcanzar esa inspiración a la que se refería la Boulanger: «A menudo pienso en Teresa de Ávila, que hablaba de ‘los días de oraciones secas’ en los que rezaba una y otra vez como gran santa y gran espíritu que era. Hasta que llegaba un día en que oía. En arte llamamos a eso inspiración. Es el momento en que una persona logra captar su pensamiento profundo, el momento en que se nos revela la verdad, en que se experimenta una comunión».
Su inteligencia forjada de dudas la alejaban de todo dogmatismo, su espíritu crítico, contradictorio, abierto siempre a la reflexión se mostraba capaz de albergar pensamientos posiblemente audaces para quien, como ella, se suponía en posesión de las mayores certezas sobre el arte que la apasionaba y al que consagró su vida entera: no se casó ni tuvo descendencia. «No acabo de entender por qué entre una obra magistralmente pura de Mozart y una pieza lograda de música pop existe una diferencia. Creo que todo radica en el espíritu, pero no estoy muy segura…», afirmaba. Y concedía que para apreciar las creaciones de los grandes compositores no es necesario disponer de una formación previa. «La emoción sin conocimiento es totalmente respetable».
La fe como método
Aseguraba incluso no conocer ningún criterio para identificar una obra maestra, aunque a ella le funcionaba un método infalible, la fe. «Del mismo modo que creo en Dios, creo en la belleza, en la emoción, y también creo en la obra maestra. Creo que existen condiciones sin las cuales no es posible crear una obra maestra, pero también creo que lo que constituye la gran obra maestra se nos escapa». Una confesión plena de humildad y significado para una mujer que prácticamente las había estudiado todas, por lo menos hasta su fallecimiento, en 1979. Saint-John Pearse acertó a retratarla en toda su inabarcable dimensión con una frase: «Nadia, libre y súbdita a un tiempo en la gran familia musical , pero tan sólo sometida a esa adivinación que no pertenece a ninguna servidumbre, ninguna escuela ni ningún rito».