'Tàr', el filme del año cuestiona la corrección política
La aclamada película de Todd Field, con una impresionante Cate Blanchett, disecciona sin prejuicios grandes asuntos del presente como la cancelación, el abuso de poder o las «cazas de brujas»
Rara vez los académicos, de este y de cualquier otro país, convocados a emitir su veredicto sobre cuál es la mejor película del año, suelen ver todas las obras por las que deben votar. Así que en contadas oportunidades los premios cinematográficos, como seguramente los gastronómicos, obedecen a un criterio riguroso, ni mucho menos que tenga algo que ver con la justicia. Por el camino suelen quedarse filmes más interesantes que aquellos que finalmente resultan galardonados. Y en bastantes ocasiones, el resultado último suele ser bien producto de algún compromiso adquirido previamente por el juez (basta la mera amistad, sin necesidad de mayores componendas), o simplemente de la pereza de dejarse mecer por la opinión mayoritaria a menudo sometida al vaivén de esas modas que fijan las redes sociales o la publicidad, lo que casi siempre viene a ser lo mismo.
Gran interpretación de Blanchett
Por eso es muy probable que, una vez generado el común consenso, la exquisita Cate Blanchett bata este año a la extraordinaria Ana de Armas en la contienda por los principales reconocimientos que premian la habilidad interpretativa, haciéndose de nuevo acreedora de aquellos que distinguen a la mejor actriz por su eminente trabajo en Tàr. En cambio, parece poco probable que la película que le ha permitido a la australiana volver a demostrar que su talento puede parangonarse sin remilgos al de las verdaderamente grandes, las Garbo, Davies, Hepburn, Redgrave o Streep, sea considerada como lo que es, el mayor filme de los estrenados el último año, el más interesante, inspirador, complejo y original de cuantos se han proyectado en la gran pantalla en estos últimos meses.
Y no, no se trata aquí de ponderar otra vez las virtudes cinematográficas de la tercera película del siempre retador Todd Field, un cineasta que solo suele salir de su madriguera cuando tiene cosas verdaderamente importantes que decir, de su portentosa puesta en escena, su preciso sentido narrativo o sus excelentes interpretaciones como de apreciar algunos de los imprescindibles temas que en la misma se plantean, y que afectan al público escrutinio al menos en los foros donde se suscitan los grandes debates sobre las cuestiones esenciales de nuestro tiempo.
Para quienes aún no la hayan visto, pese a su magnífico desembarco en las salas este pasado fin de semana, Tàr revela el destronamiento de una influyente figura de la interpretación musical, una mujer lesbiana que llega a convertirse en directora titular de la Filarmónica de Berlín, y a la que el ejercicio del poder en su ámbito privilegiado parece llegar a corromper en la misma medida que a tantos representantes de eso que se denomina el heteropatriarcado.
ATENCIÓN: a continuación se incluyen spoilers.
He ahí el primer hallazgo de la cinta, muestra de la audacia de su autor (Field firma también el guión), capaz de formular una tesis que sin duda generará gran alboroto entre las filas de los «concienciados». Aquella que sostiene que a la hora de servirse de una posición privilegiada para perpetrar cualquier tipo de abuso tanto da que la persona sea hombre como mujer y su orientación sexual. Parece algo simple, pero que el torpe maniqueísmo desde el que hoy se abordan las cuestiones que afectan al género pone en duda perenne bajo argumentos que difícilmente se sostienen más allá del voluntarismo o la ingenuidad, como aquel que dice, por ejemplo, que «si en el mundo solo gobernasen mujeres a todos nos iría mucho mejor». Desde luego tal aserto no es en absoluto desdeñable, y en bastantes casos seguro que ocurriría así, pero en el fondo no tiene mucho más asidero intelectual ni contrastada verosimilitud que aquel que podría afirmar que «cualquier selección que contara con Messi entre sus filas ganaría el mundial de fútbol», por ejemplo.
La realidad y la ficción
Al respecto, es muy interesante la reacción de Marin Alsop, quizá una de las dos o tres mujeres más destacadas en la dirección de orquesta entre las actuales, quien a través de unas recientes declaraciones en The Times ha denostado el filme porque «asumir que las mujeres se comportarán de manera idéntica a los hombres o se volverán histéricas es perpetuar lo que ya hemos visto en el cine tantas veces». Alsop, en la que algunos han querido ver a la genuina inspiradora del personaje de Lydia Tàr solamente porque esta directora norteamericana también es lesbiana, fue alumna de Leonard Bernstein, está casada con una música y ha actuado frente a algunas de las principales orquestas del mundo, parece tener el mismo problema con la ficción que muchos de sus compatriotas en la actualidad.
Si Todd Field hubiese querido hablar sobre los abusos de determinados directores, o las obstáculos que impedirían a las mujeres lograr ponerse fácilmente al frente de una formación sinfónica, habría podido filmar un biopic. Hace cuatro años, La directora de orquesta, una resultona película de la realizadora Maria Peters que pasó bastante desaparecibida, recorría la azarosa vida de Antonia Brico, una de las pioneras a la hora de lidiar con la incomprensión y los prejucios de su época para alcanzar su meta.
Esa práctica de la cancelación que en el fondo, en buena parte de los casos, no es más que otro instrumento censor
O incluso, mejor aún, el realizador podría haber elaborado un documental sobre alguno de los varios señores directores que se citan a lo largo de su filme: James Levine, defenestrado de su cargo de responsable musical del Metropolitan Opera de Nueva York; Charles Dutoit, que vio cómo se quebraba su estrecha relación con la Royal Philharmonic Orchestra, o el mismo Plácido Domingo, expulsado de las óperas de Washington y Los Angeles, todos ellos señalados como autores de supuestos abusos sexuales cometidos durante el desempeño de sus reconocidos cargos.
No, Field ha querido rodar una película, construir un relato de ficción, por supuesto valiéndose de circunstancias, informaciones, anécdotas que tienen mucho que ver con la realidad para enriquecerlo, con el objetivo de exponer valientemente una tesis que puede resultar revolucionaria en estos tiempos, en las antípodas de lo que prescribe la mareante corrección política, y que cuestiona desde su misma raíz esa práctica de la cancelación que en el fondo, en buena parte de los casos, no es más que otro instrumento censor, represor, destructor, una mera coartada como las que se han empleado en todas las «cazas de brujas» a lo largo de la historia para eliminar al adversario, el enemigo o el discrepante.
Más allá de la cuestión de género antes expuesta, una de las cosas que viene a señalar certeramente el filme es la fragilidad sobre la que se sostienen hoy las reputaciones. De modo que no importa lo alto que hayas llegado, ni lo bien que hubieras podido desempeñar tus responsabilidades, en cualquier momento todo eso puede volverse en tu contra. Aquellos mismos que te habían impulsado, ensalzado y sostenido serán los primeros en situarse de perfil cuando vengan mal dadas, de manera injusta o no, o sencillamente dejes de servir a sus intereses. La señal que da lugar a la «caza», la sobrevenida desafección, suele basarse en pequeñas miserias acumuladas durante el tiempo como rencillas, celos, inquinas, demoradas vendettas, … tal como ocurre con la eficaz asistente a la que Lydia Tàr nunca quiso promover, sus varias amantes despechadas o el hombre al que reemplazó en la titularidad de su orquesta.
Cualquier desliz o inconducta, hábilmente magnificados, pueden servir para la labor de inexorable defenestración del ídolo, su desacralización: el desguace de Lydia Tàr es seguramente la consecuencia de sus propios fallos, de la errónea creencia en que su adquirida divinidad la pondría a salvo frente a cualquier intento de sometimiento por fuerzas o acontecimientos impredecibles. Su arrogancia, su ego, su narcisismo, su falta de tacto, como también esa búsqueda ideal de la excelencia que no se atiene a compromisos y tanto molesta a quienes se acomodan fácilmente en el territorio fértil de la mediocridad, la condenan.
Los peligros de llegar la cima
Y eso puede ocurrirle tanto a un hombre como a una mujer, heterosexual o no, porque aquí lo verdaderamente importante no resulta la persona que se quiere destruir sino poner de manifiesto los escasamente sutiles mecanismos empleados para lograrlo; basta con un Twitt para desencadenar la tormenta. Todas esas actuaciones amparadas en los nuevos códigos de la moral imperante: esa puesta en tela de juicio de conductas particulares que deberían permanecer en el ámbito estricto de lo privado, como lo son las relaciones personales, pero que expuestas a la luz pública, sin los debidos matices (la turba tampoco los demanda), pueden provocar el escándalo inducido que tiene su amplia base en la tan extendida hipocresía social como en la envidia, y que conduce inexorablemente al escarnio y ajusticiamiento del presunto, presunta en este caso, culpable.
Mucha más razón para quejarse que la Alsop (concediéndole a esta directora todo el derecho del mundo a expresar su opinión), tendrían los herederos de Gilbert Edmund Kaplan si identificaran a este hombre, como es más que probable, con el personaje de Eliot Kaplan (aquí no se disimula ni el apellido) que aparece en el filme de Field. Gilbert Kaplan fue un miembro destacado de Wall Street, antiguo editor de prensa económica, que un buen día, transfigurado por la asistencia a un ensayo en el que se interpretaba la Segunda Sinfonía de Gustav Mahler en el Carnegie Hall, decidió consagrar gran parte de su vida a estudiar por su cuenta esa monumental partitura para llegar a dirigirla él mismo, en algún momento.
Kaplan se procuró un sueño plenamente alcanzable dentro de los parámetros del capitalismo
Sin conocimientos musicales pero dotado de una infatigable voluntad, y bastante del dinero que ganó gracias a sus juiciosas inversiones, Kaplan se procuró un sueño plenamente alcanzable dentro de los parámetros del capitalismo. Contrató a varias orquestas para dirigirlas mientras tocaban a sus órdenes la Resurrección de Mahler, una cumbre del sinfonismo de todo el siglo XX. Antes había perseguido a los directores más insignes de su tiempo, como Zubin Mehta, para que le revelaran los secretos de tan magna obra (el legendario sir Georg Solti dijo que encontraba encantador hablar de música con un financiero, ya que con sus compañeros directores sólo lo hacían de dinero), e incluso llegó hasta poder grabarla. Su propio registro mahleriano ha despachado más ejemplares que el del genial Otto Klemperer, quizá el más intenso entre todos los jamás realizados.
Kaplan logró, por cierto, que algunos críticos alabasen públicamente su habilidad interpretativa (lo más fácil de todo su reto: él mismo fue periodista) y hasta creó una fundación para profundizar en el conocimiento y divulgación del legado del compositor austriaco, después de haber propiciado importantes hallazgos concretados en una nueva edición de la pieza, aprobada por los más insignes estudiosos del creador.
Una venganza final
Falleció en 2016, por tanto no habrá visto (al menos no podrá opinar) sobre el mordaz retrato suyo que Todd Field traslada a uno de los personajes más destacados de Tàr, el de ese diletante millonario que aspira a obtener de la directora la clave para la interpretación malheriana. Para ello, el filántropo, al que da vida el siempre camaleónico Mark Strong, pone al entero servicio de su protegida su propia fundación con el objetivo esencial de poder tenerla más cerca y vampirizar así los conocimientos que atesora acerca de su compositor fetiche con la secreta aspiración, quizá, de suplantarla algún día.
Precisamente una de las mejores escenas del filme es aquella que capta uno de los sueños ocultos de tantos artistas reemplazados contra su voluntad, en buena lid o no. Expulsada del paraíso musical, Lydia Tàr se presenta el día de la grabación, realizada en público, de su adorada Quinta de Mahler con su ya ex orquesta berlinesa. Eludiendo al personal de seguridad de la sala, ataviada con su frac de gala, la mujer se aproxima hasta el podio y empuja con violencia al director elegido para sustituirla en ese momento crucial. Ella ya sabe quién es, por lo que el oprobio es aún mayor, pero el espectador aún no. Por supuesto se trata de su antiguo benefactor, el mismo que ahora se ha apresurado a dejarla en la estacada a ella, (que a tantos otros eliminó por el camino), cuando la pira funeraria ya se ha puesto en marcha.
Como la propia Tàr le escupe de alguna manera a su sustituto en ese instante de gran patetismo, Kaplan representa en su imaginación el triunfo del fácil conformismo, la simulación, el arribismo, el oportunismo, en definitiva, la mediocridad rampante que busca imponer su reinado frente al verdadero Arte con mayúsculas, ese que no entiende de géneros, sexos, cuotas, ajustes de cuentas con el pasado, compensaciones por derechos ignorados, plegarias desatendidas, …
Al final, la Filarmónica de Berlín, uno de los principales estandartes del prestigio europeo en decadencia, sumará otro registro más de una de las maravillosas creaciones del genio humano, que sin duda no logrará reemplazar a aquella otra que en su día ya grabó el gran Claudio Abbado, algo que obsesiona a la propia directora durante todo su trayecto. Y Lidya Tàr, asumiendo o no su amplio muestrario de errores, la renovada vocación centrada en la búsqueda de la esencia de la música, ese misterio insondable que proclama su mentor, Leonard Bernstein, en su aparición televisiva, podrá reinventarse en Asia, el continente del futuro. Aunque tenga que servirse de las nuevas tecnologías, el mensaje es siempre el mismo. Todd Field ha logrado no solo la película del año, si no una de esas obras imprescindibles para sumergirse en la complejidad de nuestro tiempo.