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El pianista Evgeny Kissin en concierto

El pianista Evgeny Kissin en concierto

El intenso placer de escuchar a Kissin enamora al público más joven en el Auditorio Nacional

El pianista ruso triunfa en un recital con música de Chopin, Bach, Mozart y Rachmaninov, ante un auditorio abarrotado y cien estudiantes de música a su lado

En uno de los interesantes comentarios contenidos en Réflexions et souvenirs (un texto muy inspirador, ignoro si se ha publicado en español), Serguei Rachmaninov, hecho para la música en Rusia y luego convertido en millonario mediante la explotación de los saberes acumulados en ese tiempo durante su provechoso posterior periodo en Norteamérica, revela un detalle muy interesante. Afirmaba el compositor no entender cómo en los pujantes Estados Unidos de su época, con su incesante y variada actividad musical, plena de conciertos de los mejores conjuntos y solistas, óperas y recitales, los estudiantes de música brillaban por su ausencia en cada una de estas manifestaciones.

A partir de esa seguramente cierta constatación, consecuencia del alto precio de las entradas en un mercado libre a todos los efectos, Rachmaninov se cuestionaba sobre la posibilidad de lograr allí lo que en su país debía ser una norma, al menos mientras él lo pudo experimentar antes de que huyera por la Revolución del 17: aquellos alumnos de las escuelas y conservatorios capaces de acreditar un nivel superior a la media tenían garantizada siempre la asistencia a los ensayos y, en muchos casos, a los propios conciertos sin que debieran abonar el precio de la localidad; las propias instituciones se las procuraban sin coste alguno para ellos.

Este asunto viene al caso de la excelente propuesta que Evgeny Kissin hizo a los organizadores de su último recital madrileño, acogida con gran entusiasmo por todos los implicados. El pianista pidió que se colocaran cien sillas sobre el mismo escenario, y que estas fuesen ocupadas por estudiantes de música de la Comunidad previo pago, eso sí, de una cantidad mucho menor que lo que normalmente cuesta una de las entradas para este tipo de actividades. La recaudación, además, iría destinada a una causa benéfica con la que este artista se encuentra particularmente familiarizado: la lucha contra las enfermedades coronarias entre los más jóvenes.

El pianista Evgeny Kissin junto a los cien estudiantes

El pianista Evgeny Kissin junto a los cien estudiantesCésar Wonenburger

La iniciativa constituyó todo un éxito y, me atrevo a decir, viendo la entusiasta reacción de los chicos a lo largo de todo el programa, que quienes más y mejor disfrutaron de la espléndida madurez del músico moscovita a sus 52 años (la edad de oro para un pianista se encuentra habitualmente entre los 40 y los 60) fueron más que nadie ellos. Sin sus atronadoras ovaciones, quizá las tres propinas que regaló al final con su proverbial generosidad (en alguno de sus recitales en Carnegie Hall ha llegado a ofrecer hasta doce) se hubieran quedado en una, dada la descortés prisa que a algunos les entra para abandonar el Auditorio Nacional en cuanto suena el último acorde. Olvidan sin duda eso que tan bien apunta Byung-Chul Han: «Lo bello no es el resplandor o la atracción fugaz, si no una persistencia, una fosforescencia de las cosas».

Ojalá otras instituciones se animasen a promover ideas similares, porque lo que parece claro es que esa juventud a la que a menudo se tilda de indolente no lo es tanto cuando se le sabe lanzar el anzuelo con imaginación: no se trata aquí de regalar las invitaciones (lo que no exige un esfuerzo rara vez se aprecia), pero sí de idear fórmulas que permitan la coexistencia entre esa parte del público que puede costearse sus aficiones sin grandes sacrificios y quienes, como los chicos presentes en esta actividad, necesitan estímulos que les faciliten el encuentro con intérpretes de los que seguramente aprenderán más que con sus profesores.

Lo sublime sobre el escenario

Desde luego, disfrutar de un genio como Kissin, en absoluta plenitud, constituye hoy incluso un placer más intenso que hace unos años: se zambulle en las obras sin apenas pausa, como si los aplausos le sobrasen; pero lo que en algunos días del pasado podía parecer, en ocasiones, una muestra apabullante de virtuosismo sin alma, fuegos de artificio para seducir a quienes muestran predilección por aquellos capaces de ejecutar el mayor número de notas en el menor tiempo posible, ha adquirido una serenidad, un poso, una autoridad que lo convierten en uno de los pianistas indispensables de nuestros días.

Frente al brillo exterior se impone en él la musicalidad, algo que se aprecia ya a partir de la mera confección de unos programas en los que no hay hojarasca, meditados hasta en esos aparentemente nimios detalles que podrían pasar fácilmente inadvertidos, pero que adquieren pleno sentido en sus interesantes elecciones. Optó Kissin por cuatro gigantes en un programa que algunos tildarán como conservador. Pero este pianista opina lo mismo que Rachmaninov, quien solía decir a quienes le afeaban su desinterés por la música de su tiempo: «Chejov afirmaba que un escritor se conoce más por lo que borra que por lo que escribe, los compositores de hoy solo escriben».

Chopin prescribía a sus alumnos que centraran sus esfuerzos en dos autores, Bach y Mozart. Kissin unió a los tres en la primera parte. Del primero, para romper el hielo, escogió la Fantasía cromática y Fuga BWM 903, toda una declaración de intenciones para quienes juzgan un dislate servir estas músicas con un piano moderno, aunque lleve el sello del genial Busoni. Como sostiene Alfred Brendel, con los instrumentos actuales «se puede individualizar cada voz por separado y hacer más potente el desarrollo contrapuntístico de una fuga». Claro que para ello se requiere la claridad meridiana, la transparencia desnuda, el equilibrio que el pianista ruso aporta al desentrañar las distintas voces, fijar melodías, encadenar sonidos como el orfebre que va tejiendo las cuentas de un delicado collar de perlas hasta desvelar los entresijos, la bella e implacable arquitectura de una obra maestra expuesta con honestidad, sin aditamentos ni florituras.

Las sonatas de Mozart, que tan bién bien se le daban a Alicia de Larrocha, a la que Kissin quiso dedicar su actuación en el centenario de su nacimiento (se conmemorará este año), se interpretan más bien poco. Quizá porque como proclamaba Artur Schnabel «son demasiado fáciles para los niños y demasiado difíciles para los artistas». Kissin optó ahora por la Número 9 en Re mayor, K. 311, expuesta con esa aparente sencillez que a menudo confunde a quienes creen que este compositor hacía música como quien canta en la ducha. Luminoso y puro, desprovisto de almíbar, así sonó este Mozart cantado con la misma delicadeza y espontaneidad con que la Gruberova, por ejemplo, desgranaba sus arias de concierto, como si no hubiera otro modo de intentar llegar hasta la misma raíz de su enigma.

Barroco, clásico y romántico

Del Chopin de Kissin está dicho casi todo desde aquel tiempo, cuando aún agitaba sus rizos con cierto histriónico dramatismo, en que nos deslumbró al grabar los dos conciertos de este compositor a la edad en que la mayoría sueña, si acaso, con marcar un gol por la escuadra en el patio del colegio, secreta apología de todas las glorias infantiles.

Aquí decidió cambiar el inicialmente escogido Debussy (por cierto, acaba de publicarse en vinilo la integral de Gieseking, una auténtica joya con sonido restaurado) por el polaco de sus amores. Y volvió a encandilar a la concurrencia, esta vez con una de esas obras que llevan impreso el sello del intérprete que más huella nos ha dejado en su interpretación (inalcanzable Rubinstein): el popular Scherzo número dos en si bemol mayor op.31, un «tour de force» que en los dedos de Kissin adquiere su exacta dimensión en ese exquisito juego de preguntas y respuestas, enunciadas con arrebato, como en la belleza cantable de la cantilena del segundo tema, justamente ennoblecida por el sutil empleo del pedal, sedoso, preciso, vivificante.

El recital podía haber concluido ahí. Ya Kissin había hecho méritos más que suficientes para que lo sacaran en hombros hasta la Cibeles, pero aún quedaba toda la segunda mitad consagrada a ese otro coloso, Rachmaninov, que consideraba a Chopin un gigante; la modernidad de su estilo, «inigualable». El compositor ruso, intérprete incomparable de sus propias obras, amaba por encima de todo la música y la poesía (como Kissin también adoraba a Pushkin, «la perfección»), e inmediatamente después situaba a la pintura, que le inspiró en más de una ocasión. Su Isla de los muertos está inspirada en el cuadro de Böcklin, del que se enamoró a través de una copia que tuvo ocasión de ver en Dresde.

Del interés de Rachmaninov por la pintura surgirían sus Études-Tableaux op. 39, de los que Kissin seleccionó los números 1, 2, 4, 5 y 9, a los que se unieron, al principio, el arreglo pianístico de la evocadora Lilacs junto a los preludios op. 32 y 23. Y ya como apoteosis conclusiva, se sumaron a modo de propinas tres de las piezas incluidas en los Morceaux de fantasía op.3, con el célebre Preludio en do sostenido menor como aguardado colofón, a cuya popularidad Rachmaninov dedica ocho páginas de su libro con indicaciones precisas sobre cómo debería interpretarse, a pesar de que él mismo llegaría a aborrecerlo. «No se preocupen que lo tocaré», les decía a los promotores de sus recitales.

Kissin estuvo inmenso, autoritario, elegante; deleitándose en la recreación de las líneas melódicas pero sin asomo de sentimentalismo; poseedor del ritmo justo de toda interpretación romántica logrando ese efecto tan difícil de obtener: mantener un pulso claro, ajustado, viril, pero a la vez diverso, contrastado, rico en matices.

Salvo los regalos, que lógicamente surgen como respuesta a las muestras de entusiasmo del público, las obras anteriores se interpretaron sin pausa. Este confeso admirador de Lorca, autor él mismo de algunos poemas en yiddish, fue desgranándolas una a una a medida que la emoción iba adueñándose de la abarrotada sala (no cabía ni un alfiler) hasta cristalizar en una unánime ovación, con los estudiantes situados casi al lado del pianista saltando de sus sillas para tributarle su cálido tributo en pie. Menuda ocasión para estos jóvenes que seguramente nunca olvidarán este encuentro con uno de los más grandes de hoy. ¿Habría entre ellos alguna próxima figura de la música?

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