Muere el gran Pedro Lavirgen, uno de los más geniales tenores españoles
El cantante cordobés, que siguió casi hasta el final brindando sus conocimientos a las jóvenes generaciones, murió ayer en Madrid, a los 92 años. En 1976 había debutado en La Scala, llegando a cosechar resonantes triunfos en los principales teatros internacionales
El gran barítono italiano Leo Nucci suele establecer a menudo una oportuna distinción para referirse a él mismo. «Yo no soy famoso, soy célebre», le he escuchado afirmar en más de una ocasión. Ciertamente, en esa engañosa frontera entre la popularidad y el reconocimiento se hallan muchas veces instaladas las carreras de tantos de esos artistas quienes, ocupando un lugar de excepción en el aprecio de los más conocedores de una profesión, en cambio no han alcanzado esa visibilidad de los elegidos, casi siempre forjada en los medios a partir de circunstancias que a veces poco tienen que ver con el genuino ejercicio de sus capacidades, que hace de ellos figuras aclamadas incluso para las grandes mayorías.
Esto mismo podría aplicarse tal cual a Pedro Lavirgen, el tenor fallecido ayer a los 92 años en su casa madrileña, retirado ya hace más de treinta años de los escenarios, aunque siguiera al pie del cañón, primero desde la Cátedra de Canto del Real Conservatorio madrileño y más tarde, casi hasta el último día, como infatigable forjador de talentos vocales en aquella pequeña pero acogedora sala dispuesta para recibir a los jóvenes cantantes que procuraban consejos y enseñanzas en su domicilio. Allí nos recibía, a veces, a quienes juzgaba que podíamos tener criterio, y quizá hasta alguna influencia, para apoyar a varios de sus pupilos, de los que solía hablar maravillas (cuando era menester) con la misma generosidad y calidez que en otra época habían caracterizado su canto elocuente, extrovertido, apasionado.
No era un intelectual, ni falta que le hacía; sus comentarios, siempre directos (no se andaba por las ramas sin hablar mal de nadie), se basaban en su sólida intuición y la experiencia acumulada en una vida plena. Quien había logrado triunfar en los principales centros operísticos internacionales aún recordaba en esos momentos con precisión, humildad y mucho cariño detalles personales sobre sus distintas participaciones en temporadas como la de La Coruña, donde tantas veces se prodigó compañía de su queridísima Ángeles Gulín, junto a la que llegó a cantar en Il Trovatore, Aida o Macbeth, entre otras.
El recordado director Gustavo Tambascio, que atesoraba mil y una anécdotas de este género, solía narrar una que se refería a un incidente que tuvo a Pedro Lavirgen como protagonista en una visita a la temporada caraqueña, cuando en ese país aún se presentaban los mejores, como él mismo o Renata Scotto. Estando programada una función en el Teresa Carreño, el tenor andaluz se disponía ya a partir para el teatro cuando, al abordar un vehículo equivocado, resultó víctima involuntaria de un secuestro. Había que escuchar a Gustavo relatar aquel episodio, enriquecido sin duda por algunas aportaciones de su cosecha, para imaginarse a Lavirgen, siempre impetuoso, intentado convencer con toda la vehemencia de que era capaz a sus secuestradores sobre el malentendido, y urgiéndoles de inmediato a que le condujeran sin más retrasos al lugar de la función, cuyo inicio hubo de demorarse por algún tiempo hasta su llegada.
Demasiada competencia
Más conocido quizá sea ese otro episodio de aquella Norma madrileña, televisada en su momento, junto a la compañera con la que había debutado en La Scala, en 1976, la legendaria Montserrat Caballé. Al final de una de las funciones, ya durante los saludos, sintiéndose recriminado en su actuación por algún aficionado de los pisos superiores, el expeditivo Lavirgen invitó al descontento a que bajara al escenario para intercambiar pareceres de tú a tú. Genio y figura.
Como suele decirse siempre en estos casos, ¿hasta dónde podría haber llegado Pedro Lavirgen, nacido en Bujalance, provincia de Córdoba, en 1930, de haber cantado ahora, en la época presente, sin la abrumadora sombra de los Del Monaco, Corelli, Bergonzi, Domingo o Pavarotti que lograron eclipsarlo, antes o después, durante su periodo de máximo esplendor? Sin duda, más lejos hubiera sido difícil, porque por sus propios medios logró actuar, cosechando merecidos y resonantes triunfos, desde la Ópera de Viena hasta el Liceo de las grandes noches históricas (se presentó allí durante casi veinte temporadas consecutivas), de La Scala y el San Carlo napolitano al Metropolitan y Covent Garden pasando por la mejor Arena de Verona…
Pero quizá en estos tiempos nublados de talento tantas veces efímero y débil, sus virtudes le habría hecho acreedor seguramente de esa fama que nunca alcanzó. ¿Quién podría ofrecer hoy un Calaf, don José, Manrico o Radamés de su acrisolada gallardía, amplitud de medios, homogeneidad, con ese timbre recio, viril, apoyado en unos agudos refulgentes, aunque el fraseo no resultara siempre todo lo fantasioso que pudiera esperarse? Ateniéndonos a los repartos que ahora se ofrecen, muy pocos, y los que podrían emularlo a veces ni siquiera resultan contratados por preferirse otras cualidades como la apostura, de acuerdo con la presente dictadura de la imagen.
Se ha ido un gran hombre que parecía inmortal sin haber recibido el adecuado homenaje que los principales teatros españoles ahora le deben sin demora. Como suele ocurrir siempre aquí, en estos casos, pareciera que se aguardaba esa partida que nunca le alcanzaba para plantear, ahora sí, algún discreto tributo. El centenario de Victoria de los Ángeles, como la última desaparición de otra de las figuras esenciales que este país ha entregado a la lírica mundial, se merecen una gala en los coliseos españoles de referencia, al menos como las que el Metropolitan neoyorquino celebra en las grandes ocasiones, generosa en la duración y medios, con presencia de las más grandes figuras actuales (y de las de ayer que afortunadamente aún nos quedan, aunque su participación sea testimonial) y coherente con la trayectoria de los artistas homenajeados a través de fotografías, vídeos… Es lo menos que debería hacerse en ambos casos para reivindicar su memoria.