Música clásica
Marianne Crebassa tiende puentes con su pasado ibérico
La aclamada joven mezzosoprano francesa, de origen valenciano, triunfa en el Ciclo de lied de La Zarzuela con un recital que mira a Francia y a España para rendirle homenaje a la mítica Victoria de los Ángeles en su centenario
Había interés por escuchar a Marianne Crebassa, tanto que hasta un medio se adelantó a la expectación concitada publicando una crítica del recital de la mezzo francesa justo un día antes de que llegara a celebrarse. No era necesario confiarse a los servicios de un espiritista para saber que la actuación de una de las cantantes jóvenes más requeridas estos días sería todo un éxito, ella misma ya había interpretado el mismo programa con anterioridad en su país; bastaba, entonces, con «retocar» un poco las reseñas escritas con tal motivo…, ¿pero en verdad era necesario obrar con semejante sentido de la anticipación? En fin, no es la primera vez que algo así sucede, ya un desaparecido periódico compostelano había publicado, en cierta ocasión, una crítica de un concierto una semana antes del acontecimiento. A la hora de saber adelantarse, también hay clases.
Sobre Crebassa, en primer lugar, se podría afirmar aquello que un veterano tenor británico dijo acerca de un conocido director español al día siguiente de la celebración de una versión en concierto del Rheingold wagneriano: «He’s good, but not top» (lo que podría traducirse como «es bueno, pero no un fuera de serie»). La mezzo francesa, que a veces resulta casi una soprano, con un buen centro, un agudo desahogado y unos graves algo débiles, como ocurre con tantos barítonos que en realidad son tenores, posee una proyección justa y una dicción, fuera de su idioma natural, algo mejorable.
Pero es joven, canta con una deliciosa naturalidad, posee clase y belleza de sobra (algo indispensable para quien pretenda hacer carrera ahora mismo), y parece inteligente. Esto último se ha revelado ya durante la confección de su programa, una mirada de ida y vuelta hacia sus dos países de referencia, Francia y España, pues aunque nació en la patria de Flaubert exhibe orígenes valencianos por ambas ramas de su familia. La cultura de un cantante se aprecia sobre todo en este tipo de de apuestas, la suya muestra coherencia, inquietud y exquisitez a partes iguales.
A pesar de las entendibles ganas que existen por aupar a nuevos ídolos que puedan convivir con los de antaño en la memoria de los aficionados, a veces con un exceso de premura, a Crebassa aún le queda mucho camino por recorrer para poder situarse, si quiera cerca, de las Christa Ludwig, Tatiana Troyanos, Brigitte Faesbender, Kathleen Farrier, Lorraine Hunt Lieberson o nuestra Teresa Berganza, por citar solo a algunas de las supremas liederistas de su cuerda que le servirían como modelo. De momento, la única mezzo actual que puede brillar lo mismo en la sala de conciertos (con piano u orquesta) y en los escenarios líricos se llama Elina Garança, que por fortuna volverá a cantar a Madrid el próximo otoño, y ya con cierta regularidad (si nada se tuerce), durante las próximas temporadas operísticas.
Crebassa y el magnífico pianista que se trajo con ella, Joseph Middleton, siempre atento para arroparla con mimo a partir de un férreo control rítmico, ofrecieron dos partes algo diferenciadas. En la primera, ese lirismo evanescente de las canciones de Debussy (Trois chansons de Bilitis), «músico de la fragancia y la sensación pura», que solía decir Lorca, fue expuesto con una dicción muy nítida y los acentos precisos. La temperatura emocional se desarrolló luego en singular crescendo a partir de las selección de cuatro de las Seis canciones castellanas de Guridi, y se aceleró con los guiños ibéricos de Massenet y Ravel hasta el cierto desmelene de la Seguidille de Falla, que la mezzo expuso, quizá, con un exceso de arrebato, algo que suele ser consustancial a este tipo de interpretaciones cuando vienen servidas por algún cantante extranjero en las que el pretendido efecto exterior, inmediato, se superpone a la evocación misteriosa, el lejano pero tan presente perfume oriental que estas músicas evocan. Los taconeos y esa franqueza comunicativa fueron premiados por el a menudo mucho más contenido público de este ciclo con grandes aplausos, que obligaron a la artista a regresar al escenario. El éxito popular estaba ya bien embridado.
Tras el descanso, justo después del anuncio según el cual unos duendes infames hicieron desaparecer del programa impreso la merecida dedicatoria de esta cita a la legendaria Victoria de los Ángeles (todo un detalle), Crebassa optó por la introspección a partir del Combat del somni, esa joya de Mompou a la que posiblemente le faltara algo más de ensimismamiento. Y si al Falla de la Séguidille le habían sobrado varias arrobas, en cambio, la Salud de La vida breve («¡Vivan los que ríen!») resultó escasamente idiomática, ayuna de genuino temperamento dramático. La intérprete más sensible e inspirada regresó en el final con las Cinco melodías populares griegas de Ravel, en la que sobresalió la fantástica fusión entre voz y piano para exponer las sinuosidades del compositor, toda la factura de su delicado encaje.
La insistencia de los presentes se saldó con dos propinas que supieron a poco. La primera fue otra de las Canciones Castellanas de un Guridi al que si lo atrapa hoy cualquier imbécil podría resultar fácilmente cancelado: «Castellanos de Castilla/tratad bien a los gallegos/ cuando van, van como rosas/cuando vuelven, vuelven como negros». Y ya para despedirse, otra seguidilla, pero esta la que Bizet le asignó a Carmen para embrujo de su Don José. Con una exposición de los fabulosos trajes de la Berganza en el foyer resultó inevitable el recuerdo de una de las más grandes cigarreras de todas las épocas. Crebassa estuvo valiente, pero aún le falta personalidad para abordar un personaje de tantas sutiles y complejas aristas.