Aterrados, buscamos una voz familiar: la tuya, Silvia
La artista catalana llenó el Circo Price de Madrid en un concierto de dos horas en el que habitó las cinco etapas de la vida que recorre en su último disco, Toda la vida, un día, y que culminó con un 'renacimiento' colectivo
«Aterrados, buscan una flor familiar donde guarecerse, y les asusta la inmensidad del campo». Silvia Pérez Cruz empieza cada uno de los tres primeros movimientos de los cinco que componen su nuevo disco, Toda la vida, un día, con este poema de William Carlos Williams. Pero eso, que ya explicó en su entrevista en El Debate, no es lo importante ahora: lo relevante es que ella es la personificación de lo único que puede aplacar ese terror.
Anoche llenó el Circo Price en más de dos horas de huracán: como dijo Salvador Sobral al salir al escenario, estamos «emocionalmente atropellados» por su directo. Por su genio. Por su capacidad para cantar a la alegría y a la pena, al nacimiento y a la muerte, al amor y a la amistad... y a las cosas pequeñas, a la grandeza escondida en cada grieta, que ella vislumbra con sus ojos de eterna niña en búsqueda de la grandeza.
«Como la flor, hay que romperse y salir y brotar», canta en la dulce segunda canción del primer movimiento, de esa infancia de la que ella parece no haber salido nunca. Y no por ingenuidad o por falta de madurez, sino por hacernos creer que merece la pena; que sí, que la vulnerabilidad es el camino. «Exponerse, buscando la virtud de sacar los miedos a la luz», continúa en el mismo tono lleno de dulzura: exponerse, mostrarse, compartir, regalar lo que uno lleva dentro.
Comenzó con la infancia, llenando el escenario de una luz amarilla, dorada como es ella, y confesando sus nervios. Cantó en catalán a sus amigos, gritó «¡Els estimat!» («¡eres querido!»), buscó el dragón de Sant Jordi y nos hizo tararear con sus Planetes i orenetes. Cambió el color, se tornó azul por la inmensidad del mar y del cielo, que representan también esa búsqueda de la juventud, y Silvia se puso en pie: dejó la guitarra y cogió el xilófono, y el sintetizador, y el saxo que lleva tocando desde su juventud y con el que ha tenido que reconciliarse.
La pureza de su hermosa voz se distorsionó entonces, habitando las palabras de otros para encontrarse a sí misma: otra vez William Carlos Williams, aparecen Idea Vilariño («Sin arriba, sin abajo, sin principio, sin fin. Sin este, sin oeste, sin lados, ni costados y sin centro…») y Fernando Pessoa, acusando al poeta de ser un fingidor pero con autotune: «Finge tan completamente que hasta finge que es dolor el dolor que en verdad siente». A leer su dolor íbamos sus lectores; desarmados por la verdad de lo que sucedía en el escenario. Ella no es ninguna fingidora.
El disco lo componen 21 canciones; un total de 69 minutos que en Price se alternaban con sus explicaciones, con la presentación de su banda o con la sencillez de unos que enamoran, como cuando se quitó el carmín que había acabado en su nariz gracias a «devorar» el micro. No salieron, sin embargo, ni Pepe Habichuela, ni Carmen Linares, ni Carlos Benavent, ni Diego Carrasco, ni Natalia Lafourcade, ni Rita Payés... ni ninguno de los artistas con los que canta o toca en el disco, más allá de Salvador Sobral, con quien interpretó una muerte que acabó en llanto.
La madurez de la edad adulta, en la que reivindicó la necesidad de compañía y de saber pedir ayuda, dejó paso a este «peso» que es la vejez, en su caso llena de luz: ¿cómo morirse con dignidad? ¿Cómo decir adiós, cómo terminar lo que se empieza? «Me muero, me muero. Plantadme una flor, pensadme con amor». El teatro en silencio. La respiración contenida. «Mi corazón todo hecho de lirio no sabía que los principios nacían de los finales. Las canciones son inmortales. Y en este segundo de vida donde todo parece hecho a medida, lloran partos y funerales. Ellas paren mientras se celebran funerales. Las canciones son inmortales. Me he muerto».
El renacimiento, teñido de rojo, recuperó las cuerdas, la fuerza de la percusión, un teclado que sonaba como importado del más allá y la alegría de volver a levantarse y empezar de nuevo. Estrelas e raiz para hacer referencia a cómo Silvia Pérez Cruz hunde sus pies en la tradición, pero no tiene miedo a salir en busca de todo, y así lo cantó todo el teatro: una orquesta de coros a tres voces. «¡Más fuerte, más fuerte! ¡Estamos renaciendo!», nos decía ella. «Afinar está sobrevalorado» fue otra de sus grandes frases de la noche.
«Nombrar es imposible, y puede ser bello intentar lo imposible», comienza el poema de Pablo Messiez que recita en la recta final de este concierto-regalo, que concluye con una nana, como le dijo su hija: «Mamá, la nana al final». Porque todo final es un principio. Y entonces Silvia Pérez Cruz, que vive de la emoción, nos invita a cantar su «único hit»: «Cuando yo muera mañana, mañana, mañana, habrá cesado el miedo de pensar que ya siempre estaré sola». Ella nunca más estará sola, pero nosotros tampoco.